Volar es un acto de fe

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Por Jorge Ramos Ávalos

Volar en un avión es lo más parecido a la religión. Exige un triple acto de fe: en el piloto, en las condiciones de la aeronave y en el clima propicio el día del vuelo. En la mayoría de los casos no hay manera de verificar el entrenamiento del piloto, el mantenimiento de la nave, ni los mapas de navegación. Y, aún así, nos subimos. Por pura fe. Eso mismo hicieron las 162 personas que murieron hace unos días en el accidente del avión de AirAsia cerca de Indonesia.

Lo confieso: no soy religioso, pero tengo fe en los aviones. No es una fe ciega. Vivo plagado de dudas, sobre todo cuando hay turbulencia. Pero generalmente confío en que los aviones me pueden llevar del punto A al B sin matarme. Hasta hoy no me han fallado; una aerolínea me acaba de enviar una tarjeta que comprueba que he volado con ellos más de 2 millones de millas.

Soy un viajero frecuente irredimible, un pecador del aire y le rezo más a los ingenieros que a Dios. Cuando hay problemas en el aire no digo: “Virgencita, sálvame de esta”. Sino: “espero que el técnico que reparó el motor derecho del avión sea muchísimo más listo que los presidentes que he conocido”.

Por mi profesión –y por esas malditas ganas de viajar lejos del lugar donde nací–, le he dado la vuelta al mundo varias veces. Pero llevo bien cargada mi maleta de sustos. Hace poco viví uno de los más grandes.

Me fui a Bora Bora, en la mitad del Océano Pacífico, para las vacaciones de fin de año. Es, sin duda, la isla más bella del planeta y una de las más aisladas. Casi el paraíso. Mi equivocación fue no darme cuenta que decidí viajar en plena temporada de lluvias.

Me subí en un gigantesco y moderno Boeing 777 de Los Ángeles a Papeete, la capital de Tahití. Casi nueve horas después, en medio de una tormenta y cuando estábamos a sólo unos metros de la pista del aeropuerto internacional, el piloto abortó el aterrizaje y aceleró con furia para volver a tomar altura. “Vientos muy fuertes”, dijo con calma. Aterrizamos sanos y nerviosos en el segundo intento. Eso, lo sabría después, era sólo un adelanto del horror de la tarde.

Hice la conexión para volar en un avión de hélices los 45 minutos que separan a Papeete de la isla de Bora Bora. Luego de un retraso de siete horas y tras una lluvia torrencial, despegamos a las cinco de la tarde. Grave error. La visibilidad era casi nula y la turbulencia constante. Volamos, los cerca de 60 pasajeros, entre nubes grises y amenazantes. Aterrizar en medio de un tropical y feroz aguacero parecía imposible; regresar, un suicidio. El piloto trató de aterrizar en la pequeña pista de Bora Bora, pero al darse cuenta que íbamos al desastre abortó el intento. Era mi segundo del día.

El piloto, con una aeronave que parecía desbaratarse, se volvió a incrustar en las nubes cargadas de rabia y agua. Fuera de mi ventana sólo veía blanco y gotas de lluvia, como balas, golpeando el vidrio. Apreté mi cinturón de seguridad hasta que no dio más. Perdí el sentido de la orientación mientras unos pasajeros lloraban y otros gritaban. Si el infierno existiera, así sería: una angustia creciente que no acaba de reventar. No sabía si íbamos hacia arriba o hacia abajo. Me sentía como frijol en licuadora. Esperaba un golpe, tremendo, en cualquier momento. Le recé al piloto: “ojalá que él sí sepa dónde estamos”, y a quienes hicieron ese avión: “que no le falle el radar, por favor, por favor, y que no se rompa por la mitad”. Fueron unos 15 minutos de absoluta agonía.

Mis rezos funcionaron. Los instrumentos de navegación pusieron al avión, una vez más, frente a la pista de Bora Bora y el piloto, con bravura y burlando la tormenta, lo bajó sin estrellarse. Yo, claro, fui el primero en aplaudir con las palmas empapadas. Decenas más me siguieron.

Nada es igual después de vivir una experiencia así. Te prometes no volver a quejarte nunca más en la vida. Este es mi tercer gran susto aéreo: el primero fue durante la Guerra del Golfo Pérsico, en 1991, cuando dejó de funcionar uno de los motores de un avión C-130; el segundo en el 2000, cuando una avioneta –que me llevaba a Venezuela a entrevistar al presidente Hugo Chávez– se llenó de humo y tuvo que aterrizar de emergencia.

A pesar de todo, sigo volando. El avión, para mí, es el más maravilloso invento de la humanidad. Es, casi, una máquina del tiempo. Te encierras unas horas y apareces en otro lado del mundo.

Me enteré de la desaparición del vuelo de AirAsia minutos antes de treparme en un avión por casi cinco horas. No dudé en subirme. Llevo toda mi vida apostando a que mis aviones –y los de mi familia– no se van a caer. Esa es mi fe. En eso creo. Mostré mi pase de abordar y me metí al avión. Pero al sentarme, junté mis palmas y me di cuenta que ya me estaban sudando.

Fuente: El Diario

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