La parábola del socavón

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Por Carlos Martínez García

Desde la distancia los damnificados de siempre veían la gran ceremonia de inauguración. Esto aconteció hace poco menos de cuatro meses, faltando algunos días para el inicio de la Semana Santa, tiempo de vacaciones cuando miles de automóviles y autobuses transitarían por la vía cuya puesta en marcha concitaba la presencia de Enrique Peña Nieto y altos funcionarios que muy sonrientes atestiguaban el acto.

Era un soleado cinco de abril de 2017 cuando, como consignaron algunas crónicas periodísticas, el titular del Poder Ejecutivo describió la magnificencia de la carretera que estaba por declarar abierta al tránsito. Se le vio emocionado al subrayar que la obra reflejaba el sostenido avance de la administración encabezada por él en proveer al país de infraestructura carretera, entonces dijo, tenemos hoy una vía y una autopista moderna, con altas especificaciones desde la Ciudad de México y su zona metropolitana hasta Acapulco en la que puede hacerse el recorrido en poco más de tres horas, y habrá quien las pueda verificar. Creo que la Semana Santa es un buen momento para quienes vayan a Acapulco el que puedan verificar que realmente el tiempo se ha acortado de forma significativa con las obras que hoy estamos entregando. El secretario de Comunicaciones y Transportes, Gerardo Ruiz Esparza, en su papel de doble del actor Richard Gere, fue contundente: Podemos decir que tenemos una autopista México-Acapulco que es un orgullo para usarla, un orgullo para el país, un orgullo para el turismo de nuestro querido México.

Los congregados en la ceremonia de apertura aplaudieron, se tomaron fotos adulándose unos a otros. Sabían que el tramo de autopista elogiado prácticamente duplicó el costo presupuestado originalmente, hasta alcanzar la cifra de 2 mil 213 millones de pesos. Qué importaba, si desde el helicóptero en el que Peña Nieto sobrevoló la súper vía todo se veía muy bien. La vista por encimita ocultaba lo de abajo, las entrañas podridas y mal olientes que no quisieron ver las constructoras que ganaron la licitación, así igualmente ignoraron la putrefacción los funcionarios responsables de supervisar que los consorcios privados cumplieran con las normas de calidad de una obra para el servicio público. Lo importante era que la ceremonia de inauguración salió con calidad cinematográfica.

Hace muchos años un alto funcionario de una institución cultural confío a sus alumnos y alumnas, quienes le reconocían como historiador y formador de historiadores, que a él le había tocado participar en muchas ceremonias de inauguración con la presencia del presidente de la República. Contaba que siempre le sorprendía el verdor del pasto por donde caminaría, o apenas vería de lejos, la comitiva presidencial. Interrogó sobre el porqué de la siempre verde grama y cómo lograr ese colorido solamente comparable al de los jardines de la monarquía inglesa. Le dieron la respuesta: se le llamaba pasto de inauguración, rollos siempre disponibles en las bodegas presidenciales encargadas del protocolo. Esos rollos semi secos y amarillentos eran rápidamente extendidos y pintados con compresoras llenas de pintura verde, pero no de cualquier verde sino de uno que hiciera ver a la yerba desenrollada como pasto fresco. Así fue la de Peña Nieto y Ruiz Esparza, nada más autopista de inauguración.

El Paso Exprés, así bautizado por sus inauguradores, resultó rápido para deteriorarse aceleradamente cuando comenzaron las lluvias. Pareciera haber sido diseñado por decoradores y no por avezados constructores que hubiesen tenido en cuenta cómo dar cauce a las aguas que hacia finales de mayo, principios de junio, se sabía bien, se derramarían torrencialmente.

La madrugada del 12 de julio el Frankenstein cobró vida y no respetó la promesa de Ruiz Esparza, quien había asegurado que el recubrimiento de la vía era de la mejor calidad, de concreto hidráulico, material mucho más resistente que garantiza una durabilidad de más de 40 años. Un socavón devoró el auto en que viajaban Juan Mena López y su hijo Juan Mena Romero. De todos los malabares verbales del secretario de Comunicaciones y Transportes para evadir responsabilidad en el desastre, lo único verdadero ha sido su definición de lo que causó la muerte de dos personas. En efecto, el derrumbe se debió a un socavón, definido por el diccionario como un hoyo grande producido por el hundimiento del suelo, por lo general debido a una corriente de agua subterránea.

El inoportuno socavón se abrió súbitamente, dijo sin rubor Gerardo Ruiz Esparza, por la erosión de una alcantarilla afectada por el exceso de basura, acumulación extraordinaria de agua ocasionada por las intensas lluvias y la deforestación del área derivada del crecimiento de la zona urbana. Los tres factores mencionados no fueron aquilatados en la construcción de la carretera. Solamente salieron a relucir para culparlos de haber echado a perder en la primera temporada de lluvias una obra garantizada para cuatro décadas. En la tenebrosa lógica del secretario lo que falló fue el entorno donde se construyó la carretera, la misma vialidad edificada en el desierto habría funcionado muy bien. La culpa fue del agua y todo lo que trajo con ella, ¿así fue, secretario?

El socavón se abrió por otras aguas y otra basura que inclemente arrastró el torrencial. Los caudales de las aguas de la corrupción sobre las que han navegado los funcionarios del peñanietismo, la basura producida por el sistema de reparto de prebendas y puestos públicos a quienes carecen de capacidad para encabezar secretarías y organismos responsables de hacer obras de infraestructura son los reales causantes del socavón.

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