La noche del fuego

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Te enterramos, te lloramos, te morimos,

te estás bien muerto y bien jodido y yermo

mientras pensamos en lo que no hicimos.

Jaime Sabines

Por Mariano Albor/ Proceso

El reproche ha sido severo y bien fundado. La Organización de las Naciones Unidas ha reprendido con dureza al gobierno de la República por las actitudes que ha asumido en relación con los acontecimientos de la noche de Ayotzinapa. Rupert Colville, vocero del Alto Comisionado para los Derechos Humanos de la ONU, expresó la preocupación del organismo sobre el conflicto al que ha dado lugar el cerrojazo dado al Grupo Interdisciplinario de Expertos Internacionales (GIEI) dependiente de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Para ello, con el propósito de dar fuerza moral y jurídica a sus razones, recogió las tesis jurídicas y morales que publicó Proceso pocos días después de lo sucedido.

En la exposición argumental se hace un énfasis sobre la resistencia a investigar las conductas omisivas en que incurrieron los agentes de la autoridad federal y estatal, así como los miembros de las Fuerzas Armadas. En uno de los sentidos más relevantes de las imputaciones que formula el funcionario de la ONU, debe entenderse que uno de los problemas realmente relevantes para la investigación y determinación de las responsabilidades en este caso es el orden jurídico.

Ante las tesis publicadas por Proceso, las autoridades gubernamentales quedaron advertidas de que éste no es un caso que pueda reducirse a las fojas de un expediente penal. Intentarlo, como se ha hecho, ha dado lugar a todas las vicisitudes que se han padecido y han provocado al país. No pueden negar que se señaló de manera oportuna que la desaparición forzada o la muerte injusta de los muchachos mexicanos destruidos en Iguala provocaría una inquietud nacional e internacional, porque en la noche del fuego se despreció a los jóvenes, se afrentó a la dignidad de las personas y se atacó con fuerza desmedida la santidad de la vida humana.

La amplitud y profundidad histórica de los hechos, desde luego no descarta ni la interpretación del derecho ni la aplicación de la ley. Pero ambas actividades requieren conocimiento y destreza. Cuando el entonces procurador Jesús Murillo Karam extrajo el artilugio inservible de la “verdad histórica” del desvencijado baúl donde se guardan los cachivaches del derecho penal, puso en evidencia que como hombre de leyes –si alguna vez lo fue– había caducado, también mostró que en estos menesteres del derecho sin lecturas ni estudios es muy difícil andar los caminos espinosos de la teoría y la práctica en este campo jurídico. Más grave aún, creó una situación vulnerable que afectó el curso de las investigaciones, los procesos judiciales que están en marcha y el resultado de estos mismos procesos. Su posición quedó expuesta a los cuatro vientos.

Rechazó y guardó silencio sobre la comisión de los actos omisivos que son relevantes para las leyes penales. Quienes continuaron con las investigaciones, entre los vericuetos de concesiones y transacciones penales que son inadmisibles para el sistema mexicano, ofrecieron la misma resistencia.

Por otra parte, cuando se accedió a la intervención del grupo de expertos internacionales, para ambas partes debió haber quedado claro o bien ser objeto de un tratamiento preliminar que el orden jurídico penal mexicano es rudimentario, complejo y muy punitivo. Que los órganos de procuración de justicia e incluso el sistema de justicia oral son instituciones que obedecen al proyecto penal de la codiciosa sociedad liberal que se pretende construir. En este ámbito no hay transacciones.

Sin embargo, el sistema mexicano, por su trama y estructura, permite la observación e interpretación metódica que se puede ejercer desde las diferentes corrientes penalísticas que invocan jueces, fiscales y abogados. Como dice una conseja práctica: contra arbitrariedad, técnica.

Centrarse en el conflicto que se ha presentado entre el GIEI y el gobierno entraña el riesgo de lo trivial. Se debe entender que para una y otra parte no hubo sombras ni oscuridad que ocultaran lo que sucedería en el desarrollo y conclusión de sus relaciones institucionales. Quien piense que iban a ser cordiales y solidarias en la búsqueda de un resultado común es un iluso o un ingenuo.

Si se atiende la antigua advertencia maquiavélica, en política como en derecho, las mejores armas son las propias. La autoridad penal mexicana ha optado finalmente por asumir la investigación, proceso y resultado final de los hechos criminales de Iguala. A la decisión debe seguirle un conjunto de acciones a desarrollar con un mínimo de decoro republicano. Es claro que su discurso se refiere exclusivamente a la aplicación de la ley penal que no alcanza a reparar los daños profundos que ha resentido la sociedad mexicana.

El compromiso se ofrece en tiempos de desprestigio y desencanto. La pérdida de la confianza ha sido inevitable. Ahora deben desandar el camino. Volver al principio.

Walter Benjamin ha dicho que la crítica es solamente una explicación informada. Los funcionarios mexicanos, como lo hizo el vocero del Alto Comisionado para los Derechos Humanos de la ONU, deben recoger las opiniones que vienen de la sociedad o de los medios de comunicación cuando son fundadas o informadas.

Su arrogancia intelectual es muy peligrosa, como se ha visto en la experiencia. Si se decide reordenar las cosas, habrá que ubicarse en la línea de salida. Doctores, maestros y licenciados: abran su libro en la página uno y lean en voz alta: “Derecho penal es el conjunto de normas jurídicas, de derecho público interno, que definen los delitos y señalan las penas aplicables para lograr la permanencia del orden social”.

Mientras la burocracia ministerial repite y asimila la lección, que puede llevarla a mejores planos terminológicos, conceptuales y normativos, junto a los padres de los jóvenes de Ayotzinapa leamos una vez más las últimas líneas del poema XIV en Algo sobre la muerte del mayor Sabines:

(…) y queremos tenerte aunque sea enfermo.

nada de lo que fuiste, fuiste y fuimos

a no ser habitantes de tu infierno.

Después, elevemos un coro de silencios: ¡Esperamos!

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