El colapso del PRI

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Por Diego Fonseca*

CIUDAD DE MÉXICO— Cuando José Antonio Meade se convirtió en el candidato para que el Partido Revolucionario Institucional (PRI) retenga la presidencia de México, miles de personas fueron convocadas en un salón en Ciudad de México para corear su nombre. Había algo antinatural en una multitud celebrando a un tecnócrata como si fuera el goleador del campeonato. Pronto se supo: Meade es agua en el motor aceitoso del PRI. Desde entonces, con muy poco viento a favor, su candidatura naufraga.

Meade tiene menos carisma que un ladrillo y el PRI, lastrado por escándalos de corrupciónerrores estratégicos y la confirmación de que su genealogía política es medrar del Estado, no las tiene todas consigo. El viejo partido que mandó en México por 77 años —siete décadas de manera ininterrumpida— está por primera vez en su historia al borde de un colapso más real que metafórico.

Si la derrota en las presidenciales de 2000 demostró que ya no era invulnerable y la de 2006 condenó a la vieja guardia, el sexenio de la hipotética renovación que llegaría con Peña Nieto confirmó que el partido que supo intimidar a toda una nación ya no tiene la capacidad de controlar el animal suelto que dejó tras perder el poder dos veces. El partido siempre se disciplinó detrás de los presidentes hasta que esos mandatarios designaron a su sucesor. Meade es el primer candidato no priista en ser beneficiario de la vieja práctica monárquica del dedazo, pero en el peor momento posible.

El PRI, que ha vivido de la corrupción, está cayendo con su ADN intacto. Las sospechas y acusaciones de robo, malversación o desfalco han hundido al partido. Con Meade como candidato ocurre un brutal signo de fin de época imperial: las huestes saquean las arcas mientras el emperador empuja a un candidato extraño a tomar el hierro caliente de la debacle.

Meade se bambolea en un lejano tercer puesto de las preferencias electorales, aventajado por la tromba fervorosa que sostiene a Andrés Manuel López Obrador e incluso por la revelación, el derechista Ricardo Anaya. AMLO es contradictorio y autoritario, pero muy callejero y popular, tanto que en el Reino de Twitter ya lo han eternizado con un cariñoso #AMLOve. Anaya, mientras, es más articulado, cercano e incisivo que Meade, aunque ambos parezcan salir recién de casa para ir a la misa del domingo.

Vicente Fox fue el primero en ocupar la presidencia de México sin provenir del PRI, en 2000. Pero su sucesor, Felipe Calderón, demostró la incapacidad del PAN para manejar un país que, sin el PRI centralizando el gobierno, sucumbió a las guerras locales entre las bandas del crimen organizado. La sociedad le dio a Peña Nieto un último chance: ante el fracaso de la alternancia, su prometido nuevo PRI debía ser eficiente, pero sin los vicios de siempre.

No resultó y tenemos al frente la sensación de las horas negras del final. Meade ha sido incapaz de agrupar al PRI tras de sí. Su designación ad arbitrium tensó las relaciones con la vieja guardia del partido. Meade debía ser un candidato moderno que remplazase la imagen sucia del PRI, pero su campaña es vana y blanda. Sus intentos de diferenciarse del gobierno han sido fallidos: no tomó distancia de la controversial Ley de Seguridad Interiory no se atreve a pronunciar nada concreto sobre la corrupción. Cuando intenta mostrarse fresco —como al responder en Twitter “Yo mero” a una asesora de AMLO que preguntaba quién era el mejor candidato a la presidencia — ha sido ridiculizado. El clima político no respira priismo.

En septiembre de 2017, el presidente Enrique Pena Nieto y el entonces secretario de Hacienda y Crédito Público y ahora candidato por el PRI José Antonio MeadeCreditAlfredo Estrella/Agence France-Presse — Getty Images

La impopularidad de Peña Nieto —tiene solo el 21 por ciento de aprobación—, el recrudecimiento de la violencia del crimen organizado y la corrupción han lastrado todo esfuerzo posible. Durante su gobierno, veintidós gobernadores del PRI han sido investigados por desvíos de fondos federales. Siete, entre ellos el obsceno Javier Duarte, están presos.

Al inicio de la campaña, la militancia priista actuaba hacia él con el mismo tono que los capitanes corporativos. ¿Debían empujar a Meade, un candidato sin brío propio ni apoyo partidario —no era priista hasta que Peña Nieto lo convocó a su gobierno— o dejarlo languidecer en silencio mientras decidían tras bambalinas a quién dar su apoyo? Esas dudas se han decantado: si a un mes de las elecciones, el 1 de julio, Anaya muestra señales de vida detrás de AMLO, él y no Meade recibiría el respaldo de empresarios y militantes sueltos del PRI. Es la peor señal posible: el PRI, que adora el poder, abandonado por todos los poderes, el de su base y el del dinero.

Por primera vez en su historia, el partido que mandó en México en un sentido tribal —sin discusión ni opositores— puede perder su presencia territorial de manera significativa. Los capitanes del PRI no han abandonado a Meade en público, pero sus esfuerzos se concentran en silencio para retener las gobernaciones y las cientos de alcaldías en disputaen la elección de julio. Un presidente sin poder territorial será azotado por tormentas permanentes, por lo que el PRI ha puesto el esfuerzo en atar los poderes locales para condicionar a quien llegue a los Pinos.

Si pierde de manera abrumadora las elecciones locales a manos de Morena o de la coalición del PAN con el desavenido PRD, un Congreso inclinado a favor de AMLO puede ser el disparo definitivo para la estructura monolítica del PRI que hizo historia.

Para la política ardorosa del México del siglo XXI, Meade, el tecnócrata desapasionado, resulta inocuo. Un candidato que parece caminar solo y a quien los simpatizantes del partido observan como el chico atildado que su padre olvidó en medio de la barra brava del equipo enemigo. En el momento más bajo del PRI, cuando más ardor parecen necesitar sus partidarios, el candidato más frío no augura un buen resultado.

Andrés Manuel López Obrador, candidato a la presidencia de México por Morena, en un evento de campaña en la comunidad de San Marcos en Guerrero, el 17 de mayo de 2018CreditFrancisco Robles/Agence France-Presse — Getty Images

Hay algo de justicia poética en que el nuevo clavo en el ataúd del PRI venga del martillo de López Obrador. Hijo del mismo sistema político que moldeó al México de los caudillos, priista de formación, populista de eslogan, AMLO parece recuperar los primeros tiempos del viejo partido de la revolución institucional, cuando construir el Estado moderno mexicano aún equivalía a ensuciarse los pies en la calle y besar a un millón de niños desconocidos y viejos desdentados.

Si alguien puede aglutinar al viejo PRI es AMLO, pues el priismo, que disfraza de discurso revolucionario un pragmatismo irreductible, no tendrá problemas en seguir a un nuevo hombre fuerte con un partido convertido en un cascarón vacío, lejos de la escuela de líderes que fue. Ante la ausencia de jefazos internos, AMLO calza por cultura y por coyuntura: los hombres y mujeres del PRI adoran más el calor del poder que cualquier ideología. Él puede hallar en la vieja estructura del PRI una solución a su necesidad de gobernabilidad consiguiendo una pax romana si, como ha sugerido, declara cosa juzgada la corrupción durante el gobierno de Peña Nieto.

Derrotado ahora, el PRI sobreviviría como un partido de caudillos estatales encolumnados tras un gobierno donde reconozcan sus marcas culturales. Si AMLO habla con el lenguaje que conectó con las demandas de millones de mexicanos, podrá avanzar cambios significativos gracias a los desechos del priismo post Peña Nieto. Él lo sabe al crear su frente electoral con personajes cuestionables, como Napoleón Gómez Urrutia, el líder sindical contra el que la Interpol emitió una ficha roja por un supuesto fraude de 55 millones de dólares.

Toda transformación necesita incluso de los hombres malos del pasado para crear transiciones a un futuro distinto. Y allí, el PRI tiene cuadrillas de generales dispuestos a reiventarse como presuntos demócratas del siglo XXI.

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