Desplazados

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Por Javier Sicilia

“Vivimos sin sentir el suelo bajo nuestros pies”. Con este verso escrito en 1933, Osip Mandelstam iniciaba su poema contra Stalin que le costó el destierro a los Urales, la deportación al gulag y la muerte. Hoy, 83 años después, podemos decir que ese verso nos representa también a los mexicanos. Hace años que ya no sentimos el suelo que pisamos. Sembrado de cadáveres, terror y despojo en nombre del desarrollo –Stalin lo llamaba colectivización–, México se ha convertido en un sitio inhóspito, en una casa que, como la del cuento de Cortázar, ya no podemos preservar porque cada día algo de lo que le pertenece y nos pertenece es ocupado por la muerte y sus sobrecogedores murmullos. El rostro más brutal de esa evidencia son los llamados “desplazados”.

Invisibilizados a fuerza de negación y olvido, ellos representan el otro lado del arrasamiento de nuestro suelo que se mide en muertos, desaparecidos, fosas clandestinas, extorsiones y amenazas. Son víctimas sobrevivientes reducidas a una condición animal, anomalías sociales obligadas a moverse de un sitio a otro sin protección alguna y con la sola esperanza de escapar a la muerte. No sabemos cuántos son. El gobierno, que ni siquiera se ha ocupado por saber el verdadero número de los asesinados y desaparecidos, y la mayoría de los medios no tiene ningún interés en ellos.

Recientemente, sin embargo, dos investigadoras, Laura Rubio Díaz Leal y Brenda Pérez Vázquez, publicaron un estudio sobre el tema (Desplazados, Nexos 457). Según ellas, basándose en un monitoreo “de los desplazamientos forzados registrados en la prensa nacional y local de 2011 a la fecha, en trabajos de campo realizados en siete estados (2011-2014), en entrevistas y estudios focalizados, en México hay al menos 287 mil 358 personas desplazadas”, sólo en el interior del país y sin contar las 254 mil 426 que se desplazaron de 2007 a 2011 nada más de Ciudad Juárez. El número, aterrador en sí mismo, es también, nos dicen, mucho mayor.

Las razones de no poder contar con una cifra más exacta son múltiples: la mayoría de los desplazados son “campesinos, indígenas y habitantes de zonas conurbadas de bajos recursos”, son, por lo mismo, personas que tienen “muchas dificultades para encontrar refugio y rehacer su vida en otro lado”. Desprovistos de sus derechos, despojados de su suelo y de sus medios de subsistencia, sus vidas no sólo están amputadas de identidad, sino, como en la del deportado Mandelstam, reducidas a la invisibilidad de perros abandonados a un azar desgraciado.

Contra lo que el gobierno argumenta –parapetándose en el lugar común de que el desplazamiento se debe a la búsqueda de mejores condiciones de vida–, el estudio de Brenda Pérez y Laura Rubio muestra que los desplazados no sólo han tenido que sufrir el asesinato o la desaparición de sus seres queridos, sino el despojo de su suelo y, junto con él, el deterioro de su “nivel de vida y de su estatus socioeconómico” que los reduce a la pobreza más extrema: la de quienes han sido amputados de su propia humanidad.

Si agregamos al de desplazados el número de los asesinados (200 mil) y desaparecidos (30 mil) –cifras, con toda seguridad, mayores–, es evidente que la tragedia humanitaria y la emergencia nacional que vivimos es tan inmensa como la negación y la reticencia del gobierno a asumirla.

Esta doble realidad permite sospechar que en México comienza a gestarse un totalitarismo de nuevo cuño. No el del estalinismo, basado en la presencia omnipresente de un Estado que tiene el rostro de un “montañés” de “dedos gruesos como gusanos, grasientos” y “bigotes de cucaracha”; tampoco el del nazismo en cuya “casa vive un hombre que juega con serpientes” y cuyos crímenes lo volvieron “un maestro de Alemania” (Paul Celan); ni el de las dictaduras militares “que trajeron los fusiles repletos de pólvora” y “mandaron el acerbo exterminio” (Pablo Neruda). Es algo distinto. Achille Mbembe lo llama “necropolítica”, un totalitarismo que radica ya no en la capacidad de decidir quiénes son prescindibles, sino en la organización del homicidio y la recreación de la muerte bajo criterios económicos o, en otras palabras, en la organización de la violencia entre empresas privadas (legales o ilegales) y el Estado para apoderarse de recursos estratégicos y obtener beneficios inmediatos. Una buena imagen de ello la han dado los zapatistas: la Hidra: un ser cuya letalidad está en las miles de serpientes que conforman su cabeza. El suelo que crea, como el Lerna donde habita, no es sólo líquido, es también licuante e inhóspito como el inframundo al que comunica. Ante ella, todos aquellos que no han sido alcanzados por sus fauces se vuelven desplazados en el encierro del miedo o en el nomadismo animal de los sobrevivientes.

¿Cómo combatirla? La respuesta no es fácil. Contra una forma de totalitarismo inédita se necesita una forma de lucha inédita. Las resistencias organizadas en pueblos y barrios, los albergues para migrantes, la emergencia de las universidades que ponen su saber al servicio de las comunidades, las movilizaciones, la lucha de la cultura por recuperar los medios, son algunos de los atisbos de las nuevas resistencias.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a José Manuel Mireles, a sus autodefensas y a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, boicotear las elecciones, devolverle su programa a Carmen Aristegui y exhumar e identificar los cuerpos de las fosas de Tetelcingo.

Fuente: Proceso

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