Un don Luis de carne y hueso

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Por Francisco Ortiz Pinchetti

A muchos panistas de estos tiempos debería caérseles la cara de vergüenza al cruzar el patio central de la sede nacional de su partido,  que desde la semana pasada lleva el nombre de “Plaza Luis H. Álvarez”. Don Luis representa precisamente los valores de los que ellos carecen, los principios que han traicionado. El homenaje es más que merecido, por supuesto, como lo fue el otorgamiento que le hizo el Senado de la medalla “Belisario Domínguez” en 2010.

Lo que en cambio de plano no me parece es que se haya colocado en ese lugar un busto en bronce del político chihuahuense. Pienso que la costumbre de perpetuar en vida a sus “próceres” es una de las más detestables y hasta macabras prácticas de la cultura priista. Recordemos las estatuas erigidas a Carlos Hank González y Fidel Velázquez, por mencionar sólo dos. Don Luis no merece tal afrenta. Para fortuna de este país está vivito y coleando y de su vitalidad ha dado muestras recientes al participar activamente en la contienda interna de su partido en apoyo a uno de los aspirantes a la presidencia nacional del PAN.

Luis Héctor Álvarez Álvarez, que el próximo 25 de octubre cumplirá 95 años de edad, ha tenido una vida particularmente intensa a partir de que, siendo un joven empresario de la industria textil, su paisano Manuel Gómez Morín lo convenció en Ciudad Juárez de entrarle a la participación política. Fue candidato del PAN en 1956, sin militar todavía en ese partido, a la gubernatura de Chihuahua.  Dos años más tarde, en 1958, contendió por la presidencia de la República contra el priista Adolfo López Mateos. Fue luego alcalde de Chihuahua capital, en 1983, dos veces presidente nacional del PAN, senador de la República, miembro como tal de la Comisión para la Concordia y Pacificación en Chiapas (Cocopa), y  luego designado por el presidente Vicente Fox coordinador para el Diálogo para la Paz en ese estado.

De toda esa historia de 59 años, el episodio más significativo y decisorio ha sido sin duda el histórico ayuno de 41 días que realizó en 1986 en el kiosco del parque Lerdo de la capital chihuahuense como un acto de resistencia contra el fraude electoral que llevó al priista Fernando Baeza Meléndez a la gubernatura de esa entidad norteña, la más grande del país. Y en particular, la difícil y dolorosa decisión final de levantar o no la huelga de hambre, ya ante la inminencia de la muerte.

Como reportero me tocó vivir muy de cerca aquellos días intensos, precursores sin duda de la tan cara y hoy cuestionada transición de México a la democracia. Tres meses permanecí en Chihuahua de manera prácticamente ininterrumpida como enviado del semanario Proceso. Acompañé  informativamente tanto los prolegómenos como el desarrollo del proceso electoral y su infeliz desenlace, pero de manera muy especial y constante el ayuno de don Luis, que se convirtió en el eje de la resistencia civil de la ciudadanía chihuahuense, que rebasó por mucho la lucha electoral de los panistas.  Así, fui testigo del lento pero evidente deterioro de la salud del ayunante nacido en Camargo en 1919, que entonces tenía 67 años de edad, en medio de un creciente fervor popular.  Y, por supuesto, cubrí la escena final de aquella jornada de 41 días.

Antes, acompañé al ingeniero Heberto Castillo(1928-1997), entonces dirigente del Partido Mexicano de los Trabajadores (PMT) durante la visita que hizo a Ciudad Juárez y Chihuahua. En la ciudad fronteriza, dos personajes se mantenían también en ayuno para respaldar la huelga de hambre de don Luis. Uno era el médico homeópata, dirigente pemetista juarense, Víctor Manuel Oropeza Contreras –asesinado impunemente de 14 puñaladas en 1991– y otro el empresario y expresidente municipal  Francisco Villarreal Torres –fallecido en 1996.  Heberto estaba convencido de que el régimen priista no cedería a pesar de la fuerte presión que significaba el sacrificio de esos mexicanos y fue a hablar con ellos para persuadirlos de levantar el ayuno y continuar la lucha por otros caminos. “El régimen los va a dejar morir”, les dijo. “Si han decidido dar la vida por la democracia, háganlo pero en abonos, no al contado”.

Luego de una visita a los puentes internacionales, tomados entonces por los panistas encabezados por Francisco Barrio Terrazas – y donde nos encontramos casualmente con el escritor Fernando Benítez– Heberto y yo volamos a Chihuahua. Del aeropuerto  fuimos directamente al parque Lerdo. Ahí, el pemetista rompió viejos esquemas de la izquierda mexicana y Luis H. Álvarez, debilitado, menguaba su salud por 38 días de ayuno voluntario, desobedeció las indicaciones médicas y recibió al ingeniero con un cálido abrazo. Hablaron a solas durante media hora. Heberto entregó al alcalde chihuahuense con licencia una carta de los dos ayunantes de Ciudad Juárez en la que le reiteraban su decisión de continuar, pero le ofrecían también levantarlo si él lo hacía, y le propuso “recorrer juntos el país” para proseguir la lucha por la democracia. “Respeto su camino, le dijo Castilllo. “Admiro su valor y decisión”. Le expuso también su postura de que la oposición no participara en ninguna elección local en todo el país y se preparara para una “gran batalla” nacional en las elecciones presidenciales de 1988: “la unidad de toda la oposición contra el PRI”.  Don Luis agradeció a Heberto su solidaridad y le ofreció reflexionar sobre su propuesta.  Al día siguiente, viernes 8 de agosto, anunció en conferencia de prensa su decisión de proseguir con su huelga de hambre.

Esa misma noche acudió al doctora Patricia Berlanga a buscarme en la redacción del Diario de Chihuahua, donde yo solía refugiarme todos los viernes para redactar mis crónicas semanales para Proceso aprovechando la hospitalidad del entonces director editorial del periódico, Jaime Pérez Mendoza, y de los editores y reporteros, mis amigos. La joven geriatra, hija de un afamado médico fronterizo de esa especialidad,  estaba encargada de vigilar la salud de don Luis desde el inicio de su ayuno. Nos habíamos conocido precisamente en el kiosco del parque Lerdo y en numerosas ocasiones coincidimos ahí, siempre amable y optimista ella, risueña.  Esa noche, sin embargo, se miraba acongojada. Quería conocer mi opinión sobre las expectativas políticas que en ese momento pudieran existir. “La vida de don Luis está en peligro”, me dijo muy en serio. “A partir de ahora, los estragos del ayuno empezarán a ser irreversibles”. Su dilema era recomendar o no el levantamiento de la huelga de hambre, pero estaba consciente de las implicaciones políticas que podía tener una u otra decisión.

Le dije que como reportero sólo podía percibir indicios a partir de las informaciones limitadas a las que tenía acceso y que mi impresión sincera es que no veía en las actitudes del gobierno federal encabezado por Miguel de la Madrid ningún indicio claro de ceder. Al Presidente y su secretario de Gobernación, Manuel Bartlett Díaz –ahora convertido en un demócrata y patriótico senador opositor–  preocupaba por supuesto el mantenimiento del ayuno y las repercusiones inclusive internacional que estaba adquiriendo, pero no parecían dispuestos a ceder. Sabían que la muerte de los ayunantes, y especialmente la de don Luis, desataría una crisis política que podría derivar en una insurrección violenta, aunque confiaban en poderla controlar. Para ellos era muy importante, vital, el control prácticamente absoluto que el gobierno priista ejercía entonces sobre los medios de comunicación, especialmente la televisión. También le hice ver que la huelga de hambre era la única, poderosa y última arma de la resistencia civil y que su levantamiento equivaldría irremediablemente a la derrota del movimiento ciudadano pacífico.  La doctora Berlanga agradeció mis comentarios y salió el diario igual de compungida. Nunca conocí el sentido de su recomendación.

Dos días después, el domingo 10 de agosto, se convocó al mediodía a un mitin frente al kiosco de don Luis, como ya se le decía, que como en otras ocasiones resultó multitudinario.  Les comparto un fragmento de mi crónica sobre esa jornada, una de las últimas de mi cobertura periodística sobre el 1986 chihuahuense, y que en alguna medida refleja la intensidad y la emoción de aquel episodio sobrecogedor e inolvidable, en el que se mezclaron la alegría de recuperar para la vida a un hombre bueno y honrado, ejemplar, y la inevitable tristeza de presenciar el final de una lucha histórica:

Miguel de la Madrid “ha confirmado ser el frío e insensible jefe de una facción, más no el Presidente de todos los mexicanos”, dijo con voz débil pero firme, Luis H. Álvarez, al levantar su ayuno público de 41 días.

El alcalde panista de Chihuahua habló ante más de 30,000 personas aglomeradas en torno del kiosco del parque Lerdo, expectantes por conocer su decisión. Minutos antes, esa multitud había participado en uno de los más concurridos mítines panistas de todo el proceso electoral.

“Para mí —dijo Álvarez— la decisión más fácil, en cierto modo, sería la de permanecer en este kiosco con el propósito inicial; sin embargo, el ayuno y los argumentos de todos los que me han escrito y visitado han enriquecido y ampliado mis perspectivas respecto a lo que debe hacerse en el futuro. Así, aunque sé que atenido a mis propias fuerzas y sometido a mis humanas flaquezas poco podría lograr, deposito mi confianza en lo alto, acepto el reto que se me presenta y hoy abandono el ayuno…”

Un alarido de júbilo interrumpió sus palabras. El coro —don Luis, don Luis, don Luis, don Luis— duró cuatro, cinco minutos. Álvarez retomó su frase por encima del griterío: “… Hoy abandono el ayuno para, al lado de ustedes, salir a ocupar las nuevas trincheras”.

Fue un momento de emotividad extrema. Junto al alcalde, los dirigentes estatales del PAN aplaudían, Francisco Barrio, el excandidato a gobernador, trataba en vano de contener el llanto, mientras decenas de personas lloraban abiertamente. Álvarez bajó por la escalerilla interior del quiosco y, por sí solo, al lado de su esposa Blanca Magrassi y de la doctora Patricia Berlanga, caminó entre una valla delirante de más de 200 metros hasta la clínica del Parque, donde quedó hospitalizado.

Ese es el Luis H. Álvarez de carne y hueso que queremos, no el de bronce. Válgame.

De la libreta.

Durante su participación como senador en la Comisión de Concordia y Pacificación en Chiapas  (Cocopa), Luis H. Álvarez tuvo cierta cercanía con el Subcomandante Marcos y entre ambos hubo una relación al menos de mutua simpatía. En 2001 Marcos expresó públicamente el beneplácito del EZLN por el nombramiento de don Luis como coordinador  para el Diálogo por la Paz, hecho por el presidente Fox.  Un día don Luis me platicó una anécdota que luego publicaría en su libro autobiográfico Medio siglo (Ed. Plaza Janés, 2006), donde tiene expresiones muy positivas sobre el jefe zapatista  ahora “en retiro”. Una tarde, al terminar una reunión sobre usos y costumbres en  San Andrés Larráinzar, el legislador panista caminaba por una vereda en compañía de Marcos y del comandante Tacho. “En ese momento pasó frente a nosotros una pareja de indígenas”, contó. “La mujer iba atrás cargando la leña y el hombre por delante, tan campante. Entonces voltee hacia Marcos y le dije: ¿Esos son los usos y costumbres que tenemos que respetar?  Él contestó: ahí te hablan, Tacho”.

Twitter: @fopinchetti

Fuente: Sin Embargo

 

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