Un año más de libertades plenas

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Por Epigmenio Ibarra

Para la libertad —escribió el poeta Miguel Hernández, a propósito de un combatiente republicano herido en la Guerra Civil Española—, sangro, lucho, pervivo. Para la libertad, mis ojos y mis manos, como un árbol carnal, generoso y cautivo, doy a los cirujanos”. Así, con esa misma disposición vital, llego al final de este año terrible.

Herida mi patria, herida la humanidad entera por la pandemia y la crisis económica, enfrento la tarea de tirarme a reflexionar sobre este segundo año del gobierno de la Cuarta Transformación.

Comienzo con la libertad y la manera extraordinaria en que esta se ha ensanchado en esta tierra antes bajo el yugo de un régimen tan corrupto como represivo y autoritario.

Hoy cualquiera puede alzar la voz en los medios convencionales o en la red y decir lo que le venga en gana; insultar al Presidente, mentir incluso, sin que se exija su despido, se compre su silencio, se le ordene qué decir.

Hoy el perverso amasiato entre prensa y poder, el más pesado lastre para la democracia en México y que fuera coartada de tantos crímenes, ha terminado. Ya no paga el dinero de las y los mexicanos las alabanzas de los medios y periodistas al Presidente, y éste a su vez ya no simula —hipócritamente— la “corrección política” de sus antecesores que mandaban, en privado, asesinar, censurar o cooptar a esas voces disidentes a las que en público fingían respetar.

Hoy, todas las mañanas, en un ejercicio inédito de gobierno abierto, Andrés Manuel López Obrador y su gabinete dan la cara a la nación, se someten al escrutinio de la prensa y también asumen el deber democrático de decirle sus verdades a quienes, hasta ahora, mentían impune y sistemáticamente.

Si quienes hoy se presentan como “valientes críticos” de López Obrador quisieran hacerlo, podrían en ese mismo foro alzar la voz y cuestionar de frente al Presidente; la mayoría de ellas y ellos prefieren, en cambio, fingirse mártires de una libertad de expresión que en el pasado no honraron ni ejercieron.

Hoy, en las giras presidenciales, en las plazas de las ciudades y los pueblos, quienes protestan, con razón o sin ella contra el gobierno, pueden hacerlo sin temor a ser reprimidos por las fuerzas federales.

Con la plata robada del erario y el plomo disparado por las fuerzas armadas y los cuerpos policiacos ahogaba el viejo régimen las libertades públicas.

La tropa, es cierto, no volvió a sus cuarteles, pero, pese a llevar los mismos uniformes, incluso las mismas armas, dejo de someter, de encañonar al pueblo. Del Ejército de Victoriano Huerta pasamos al de Felipe Ángeles.

Hoy, con el cambio de mando en las fuerzas armadas cambió también su misión, que ya no es la de hacer una guerra de exterminio sino la construcción de la paz. Y cambió su doctrina, que ya no es la represión y el atropello sistemático de los derechos humanos sino su defensa. Asimismo, su orden de batalla ya no privilegia el despliegue de fuerzas de combate sino de efectivos empeñados en labores de rescate y atención a la población, de custodia de bienes públicos o de construcción de obra pública.

Y, finalmente, cambió la composición de su fuerza. Con el Estado Mayor Presidencial desapareció esa élite que aprovechaba su cercanía al poder para hacer negocios sucios y se creó, en cambio, un cuerpo cercano a la sociedad: la Guardia Nacional.

Solo cuando se goza de libertad plena de prensa y de manifestación es que —vuelvo a Miguel Hernández— soplan esos vientos del pueblo que llevan, arrastran, esparcen el corazón y aventan la garganta. De ese otro proceso emancipatorio he de escribir la próxima semana.

@epigmenioibarra

 

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