Reforma del Estado: derechos exigibles

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Por Adolfo Sánchez Rebolledo

En una operación de mero trámite, la Comisión Permanente dio por aprobada la reforma política que remienda en algunos capítulos la legislación vigente. Aunque falta precisar en leyes y reglamentos las medidas más sonadas, como las candidaturas independientes, lo cierto es que los cambios son insuficientes para afrontar la crisis de la democracia mexicana que, hemos visto, resulta inoperante a la hora de darle cauce a la gran disputa por el poder que define el presente. Tardía, limitada, la reforma se presentó en su momento como la apertura a la participación ciudadana dada la inconformidad hacia los partidos (sin duda ganada a pulso), aunque también azuzada desde las cúpulas de los poderes fácticos para arbitrar o de plano decidir la agenda pública.

Hoy, a la vista del litigio por la transparencia de los comicios presidenciales, es más que evidente que la tan manida reforma calderonista es un parche más, un tijeretazo constitucional que sumará más problemas de los que pretende resolver. ¿Alguien imagina lo que será la fiscalización de los recursos, las fuentes y los montos, de los independientes en futuras campañas presidenciales? Por desgracia, la incapacidad para encarar cambios verdaderos, so pretexto del gradualismo, demuestra una vez más la mezquindad de los grupos políticos, que no se atreven a plantearse una genuina reforma de Estado que ponga fin a las prácticas políticas, a los usos y costumbres de una sociedad cada vez más dominada por el dinero.

En ese tenor, llaman la atención las declaraciones hechas este lunes por Gerardo Gutiérrez Candiani, presidente del Consejo Coordinador Empresarial, recogidas puntualmente en estas mismas páginas. Dice el CCE: el sistema político mexicano, aun con la reforma en la materia aprobada por el Congreso, “es oneroso, poco representativo y transparente; proclive a la confrontación, la obstrucción y el inmovilismo; socavado y desprestigiado por la corrupción, la impunidad y una pobre rendición de cuentas en múltiples áreas de la gestión pública…” Este juicio sumario toma distancia de las opiniones autocomplacientes que subrayan la normalidad electoral y condenan toda protesta a la expresión de conductas desleales, pero sobre todo plantea implícitamente la cuestión de fondo: los cambios son insuficientes, cuando no equivocados.

Como es natural, el organismo empresarial estima que ahora lo conducente es que la clase política y los distintos sectores de la sociedad impulsemos un pacto para renovar la política y consolidar la democracia mexicana. Sin embargo, el pacto al que hace referencia la cúpula empresarial no desborda los límites de un ajuste en la arquitectura institucional que se quedaría en la aprobación de los capítulos pendientes como, por ejemplo, la reelección de legisladores y alcaldes o la implantación de la segunda vuelta, que a la luz de lo ocurrido el primero de julio muchos magnifican como la gran panacea. Lamentablemente, ese tipo de reformas a la medida no da para más, está agotado. No se puede aspirar a renovar el régimen político concentrando las reformas en el ámbito electoral, como si el Estado, el presidencialismo parchado que ahora padecemos, no exigiera una profunda redefinición. Por lo pronto, los resultados obtenidos en las urnas frenan la intención de Peña Nieto y el bloque que lo sostiene de restaurar (con los ropajes de hoy) la mayoría presidencial, es decir, la capacidad del Ejecutivo de imponer un curso de acción sin trabas opositoras, pero también echan por la borda las pretensiones de calcar el presidencialismo “a la americana”, con dos partidos intercambiables fuertemente atados a grandes intereses. La fortaleza de la opción de izquierda quebró dichos pronósticos y nos devolvió al país real, al pluralismo que da como resultado gobiernos divididos, pero no resuelve en el fondo el mejor arreglo institucional.

México, por supuesto, requiere de una gran reforma de Estado, que ya no puede concebirse al margen de una transformación en las bases mismas de la sociedad.

La credibilidad de las instituciones o, mejor dicho, la desconfianza hacia la política, no es un accidente o algo nuevo: está asociada a una forma específica de gobernar que, pese a las sucesivas transformaciones del mundo electoral, se articula desde arriba para imponer los intereses de la minoría dominante. En rigor, por muy importantes que sean sus funciones, la ciudadanía ignora (o desprecia) la labor del Congreso. Los diputados y senadores suelen ser unos perfectos desconocidos aun para sus electores, y todo se reduce a la personalidad del Presidente, que en el imaginario es el mandón absoluto. Por tanto, la representatividad tiene una dimensión legal que no se corresponde con la identificación de los ciudadanos, que no los reconocen como artífices de la ley. Hay en todo esto una gran simulación predemocrática que la cultura política dominante refuerza pese a los desastrosos resultados que arroja. Por eso se ve como una necesidad del inmediato futuro examinar las potencialidades de acceder a formas más estrictas de proporcionalidad sin descuidar el estímulo a los mecanismos de participación que una sociedad civil exigente viene reclamando. Se equivocan quienes creen que el malestar manifestado por numerosos sectores de la ciudadanía es sólo la reacción ante los resultados electorales y no la expresión moral, pero también política, del cansancio acumulado ante la inmutabilidad de un estado de cosas cada vez más polarizado e injusto.

La reforma del Estado que México requiere no puede conformarse con la adaptación de algunas leyes o la apertura de rendijas para asumir nuevos problemas. Difícilmente se podrá construir una verdadera democracia en un país cruzado por la desigualdad que actualmente organiza la vida social. Además de reclamar medidas para tapar los agujeros antidemocráticos detectados en las leyes (y las prácticas políticas) que permiten fenómenos como la compra del voto, haría falta un cambio de rumbo que permita ubicar en el centro de las preocupaciones nacionales la superación de la desigualdad, apelando no ya a orientaciones de índole moral sino a la necesidad de establecer derechos exigibles que no dependan de la voluntad de los de arriba. Ese cambio verdadero implica una revolución cultural, reformas profundas en todos los ámbitos y la disposición a dejar atrás las inercias del pasado. Implica trasladar a la ciudadanía la gestión y vigilancia del cumplimiento de los derechos para que éstos dejen de ser dádivas de los poderosos. Ahora es más necesaria que nunca una propuesta avanzada y progresista en esta materia

Este artículo ha sido publicado originalmente en La Jornada

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