Que nos dejen de violar, que nos dejen de matar

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Por Renata Turrent

Mucho se ha hablado de si los hombres caben o no en el movimiento feminista, si los medios de comunicación debieron o no haber mandado hombres a cubrir la marcha, o si debemos escuchar los consejos no solicitados de los hombres sobre cómo llevar la lucha. Resulta revelador ver cómo la atención de un movimiento que busca —entre otras cosas— visibilizarnos, se torne hacia la opinión y el papel que los hombres quieren jugar. Si bien estas discusiones pueden ser interesantes y hasta necesarias, no dejan de ser una carga para nosotras, y hoy no tenemos tiempo para discutirlo porque estamos ocupadas en que no nos violen ni nos maten. Es por eso que recurrimos a pedir que, si quieren apoyarnos, lo hagan desde atrás.

Julia Álvarez Icaza describe en su columna una historia escalofriante que ejemplifica la cotidianidad del miedo que vivimos. Ese miedo que invade cada célula de nuestro cuerpo y que rápidamente transita a la mente para pedirle que piense en una salida rápida porque, de lo contrario, podríamos terminar violadas o muertas. A pesar de la urgencia de reaccionar, el miedo paraliza nuestra mente y, mientras tanto, el cuerpo, erizado y con el corazón palpitando a toda velocidad, se alista para tratar de sobrevivir. La violencia contra nosotras trasciende el acto porque habita en el miedo perpetuo.

Estos sentimientos, dolorosamente tan comunes para nosotras, son el combustible de nuestra lucha —un combustible que sólo podemos producir nosotras, las sobrevivientes del patriarcado—. Una mentora decía que el enojo casi siempre tiene raíz en el dolor o en el miedo. Y es que nosotras sentimos ambos, todo el tiempo. Y lo sienten también nuestras hermanas, madres, abuelas, lo sentimos todas. Venimos de vientres llenos de miedo y dolor que se traducen en conocimiento intergeneracional que nos ayuda, a veces, a esquivar acosos, violaciones y muertes, pero que, en muchas otras, no es suficiente.

Este entrenamiento lo llevamos recibiendo toda nuestra vida. Empieza por los consejos de las mujeres más cercanas a nosotras, que nos dicen que, si alguien nos toca de niñas, gritemos; sigue en la escuela, con las amigas que nos ayudan a escapar de situaciones de acoso; y otras veces nosotras solas aprendemos cómo navegar este mundo hostil. Les llevamos años de experiencia y por eso, necesitamos que nos escuchen cuando marchamos, cuando escribimos y cuando exigimos.

La marcha del viernes pasado visibilizó la lucha diaria de millones y afortunadamente abrió una puerta institucional que podría transformar nuestras demandas en una estrategia pública. En este sentido, y basándome en muchas de las propuestas presentadas en el pliego petitorio de las compañeras, propongo sintetizarlas y enfocarnos en cinco ejes fundamentales:

  1. Reformar el proceso de denuncias y protocolos de atención
  2. Contar con la presencia del Estado en el acompañamiento de las víctimas
  3. Incrementar presupuesto para investigación y tratamiento a víctimas
  4. Unificar la tipificación de feminicidio en los códigos penales estatales
  5. Crear protocolos de denuncia de acoso en espacios públicos, incluyendo el laboral

Como otras políticas públicas, buscamos conceptualizar dolores para después estructurarlos y sintetizarlos, en este caso en cinco ejes que podrían guiar el rumbo de una estrategia de seguridad para las mujeres. Pero, en realidad, lo que pedimos en el fondo es mucho más simple: que nos dejen de acosar, que nos dejen de violar y que nos dejen de matar.

Renata Turrent. Maestra en políticas públicas por UCLA con especialidad en trabajo social y licenciada en economía por el Tecnológico de Monterrey.
Profesora de desarrollo económico y género en la UNAM y experta en políticas públicas con enfoque feminista. Ha trabajado en el desarrollo e implementación de programas de reinserción para jóvenes privados de su libertad.

Twitter: @rturrent

Fuente: El Soberano

 

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