Lo que quizá viene

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Por Javier Sicilia

Vivimos una profunda crisis civilizatoria. Es inédita pero no nueva. Tales crisis han acompañado la historia de la humanidad. Son la consecuencia del envejecimiento, la corrupción y el desmoronamiento de las instituciones que algún día tuvieron sentido en la vida social. Son también, en el dolor y el desgarramiento, el lugar donde surge lo nuevo que, mediante otras formas políticas y sociales, rehará la cultura y la vida civil. Pensemos, para referirnos sólo a Occidente, en la más antigua: la caída del Imperio Romano. Su largo desmoronamiento y su fin en el año 476, que arrancó gritos de espanto a San Agustín, no pudieron siquiera ser detenidos por la Iglesia elevada a rango imperial en el año 313. Quienes salvarían la cultura y la civilización venían, como siempre que suceden estas crisis, de abajo y de las márgenes. Eran los herederos de un puñado de hombres que durante la construcción de la Iglesia imperial se autoexiliaron en los desiertos de Siria y Egipto y fueron conocidos como los Padres del Desierto. Para ellos, la vida evangélica era incompatible con una política de Estado. Tuvieron razón y, organizados por Benito de Nursia, subieron al Occidente derruido para crear la vida monástica y el feudo.

Hoy vivimos algo semejante. Las instituciones políticas que nacieron de la Ilustración y de la Revolución Francesa como una respuesta a otra gran crisis civilizatoria –el desmoronamiento de las monarquías absolutistas– llegaron a su fin. México, dados sus niveles de corrupción, es el paradigma de esa crisis cuyos síntomas aparecen por todas partes. En nuestro país las instituciones que llamamos Estado han llegado a un deterioro tan profundo que se han vuelto contraproductivas: construidas para la seguridad, la justicia, la paz y la democracia, se han convertido en su contrario. Generan inseguridad, injusticia, violencia y crimen. No hay manera, como sucedió con el Imperio Romano, de recomponerlas. Sus mejores hombres y mujeres no alcanzan para reformarlas.

Pensar lo contrario –como lo creen quienes se aferran todavía a los partidos y a las elecciones– es no querer ver que las instituciones políticas son construcciones humanas que, semejantes a sus creadores, nacen, envejecen, enferman y mueren, y que las nuestras están profundamente graves y a punto de morir.

Es natural. Nadie quiere aceptar –aunque lo viva diariamente– que lo que conocemos ya no existe; que el Estado y sus instituciones se han convertido en baluartes del crimen, la decadencia y el espanto, donde lo bárbaro y sus atrocidades reinan. Aceptarlo es asumir que estamos en el vacío. Es afirmar que hoy esa casa que llamamos México está derruida y que cada vez se parece más a un rastro, a una inmensa fosa clandestina, a un campo de concentración al aire libre. Es también abrir la puerta a la desesperanza. Pero es el único camino. La mejor manera de enfrentar el peso de la realidad es aceptándola en toda su crudeza. Georges Bernanos, quien en la era de los fascismos y de la ocupación de Francia tuvo, como todos los que resistieron, que enfrentar el horror, decía que la verdadera esperanza comienza cuando hemos aprendido a desesperar de todo.

Si pudiéramos –venciendo nuestros miedos– llegar allí y aceptar que el Estado moderno es ya sólo algo que está en el imaginario de los politólogos y en los anaqueles sobre teoría del Estado de las bibliotecas; si pudiéramos aceptar que Ayotzinapa, Tlatlaya y las fosas clandestinas que, en la búsqueda de los normalistas, el gobierno no deja de encontrar, son el signo inequívoco y ominoso del gran fracaso del Estado y de lo que las personas nos hemos vuelto para él: votos para los cárteles y los intereses trasnacionales, mercancías para maximizar capitales, externalidades que pueden desaparecer, asesinar, vender en las redes de trata y por las que fingirán preocuparse cuando sus costos se vuelven escandalosos; si pudiéramos mirar sin anteojeras ese horror y guardar un silencio reflexivo… podríamos escuchar que, semejante a cualquier crisis civilizatoria, lo que viene ya está allí, en las márgenes, en los pobres, y que tiene el rostro de las autonomías. Esas que, en el levantamiento zapatista, despreció el Estado y que resurgen ahora en los pueblos, en las comunidades, en las universidades, como elementos articuladores de la cultura y la civilización.

¿Cómo organizar el nuevo Estado a partir de ellas? Nadie lo sabe. Lo nuevo se construye siempre con la intuición, el dolor y lo mejor del pasado. Es la enseñanza, para volver a mi ejemplo, de los Padres del Desierto, cuya sabiduría se transformó en el monacato. En nuestro México, esa sabiduría está en el trabajo que durante 20 años el zapatismo ha construido y ha insuflado en los movimientos autonómicos que surgen de entre las ruinas del Estado. Para aproximarnos a ese camino, la Universidad Nacional del Estado de Morelos (UAEM) ha convocado a un foro internacional bajo el título de Comunidad, Cultura y Paz, que se desarrolló del 10 al 14 de noviembre en el Museo de Memoria y Tolerancia de la Ciudad de México y en el auditorio Emiliano Zapata de la UAEM. Es el primer intento por unir gran parte de los procesos autonómicos y comenzar a pensar en su pertinencia frente al derrumbamiento del Estado moderno.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a José Manuel Mireles, a sus autodefensas, a Nestora Salgado, a Mario Luna y a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia y juzgar a gobernadores y funcionarios criminales.

Fuente: Proceso

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