La política del virus

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Por Ilán Semo 

El argumento central de la película es realmente otro: si la ciencia se ha convertido en un dispositivo para legitimar a los negocios y el poder, ¿quién va a confiar en las predicciones y las supuestas certezas que emanan de sus noticias?

Pocas películas expresan tan irónicamente el Zeitgeist de los tiempos actuales como Don’t Look Up, protagonizada por Leonardo DiCaprio. Dos astrónomos de la Universidad Estatal de Michigan descubren un cometa que en seis meses podría impactar a la Tierra. La Casa Blanca, ahora encabezada por una Presidenta, un símil de Hillary Clinton o de una de las amantes de Bill Clinton, encuentra que la amenaza del cometa se interpone en sus planes de imponer leyes restrictivas. Sus asesores emprenden una campaña contra las predicciones de los astrónomos. Las cadenas televisivas desatan una discusión de dudas sobre el hallazgo científico. Rápidamente, el ambiente se llena de astrónomos súbitos y la verdad se vuelve difusa.

¿Existirá realmente o no el cometa? ¿Viene en dirección de la Tierra o es una provocación rusa? En pocos días ya nadie sabe en qué creer. Hasta que la presidenta descubre que la amenaza del cometa le viene como anillo al dedo para aumentar su rating electoral. Todo cambia en segundos. La nación entera se dispone a tomar medidas para proteger a Estados Unidos –y con ello a la humanidad–. El plan es enviar una nave para que haga estallar al cometa con bombas nucleares. Hasta que, ya en plena comedia, aparece un empresario, dueño de una corporación tecnológica, a lo Bill Gates o Steve Jobs, muy cool y muy New age, que anuncia que el cometa contiene los recursos minerales para que Estados Unidos vuelva a recuperar la supremacía y “liberarse de la pata del oso panda chino”. Para recuperarlos convence a la presidenta de dejar acercarse al cometa para estallarlo de tal manera que sus minerales puedan ser rescatados en el Pacífico. Un negocio redondo; además un salvador de la humanidad. Los astrónomos denuncian al plan porque no tiene ninguna base científica, pero el maridaje de los negocios y el poder es implacable. El plan fracasa, el cometa impacta a la Tierra y todos desaparecemos. Si hay una manera de convertir una sátira en una hilarante tragicomedia, Don’t Look Up es sin duda una manera magnífica de hacerlo. Sin olvidar que hoy la única vía hacia alguna verdad es el absurdo o el carnaval.

Alguien dijo hace poco que era más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. La comedia de DiCaprio propone exactamente lo inverso: de seguir así, el capitalismo nos lleva al fin. Con la salvedad de que hoy nadie cree en ese tipo de augurios de la fatalidad. Simplemente porque la fatalidad forma parte del espectáculo. El argumento central de la película es realmente otro: si la ciencia se ha convertido en un dispositivo para legitimar a los negocios y el poder, ¿quién va a confiar en las predicciones y las supuestas certezas que emanan de sus noticias? Casi una alegoría exacta de la situación creada por la pandemia del covid-19.

¿Quién va a confiar en una farmacéutica como Moderna que anuncia que su antígeno es un remedio efectivo contra la variante ómicron cuando, según la estadística del Instituto Robert Koch, en Alemania, la eficacia de las vacunas no supera 50 por ciento en el mejor de los casos? Cierto, 50 por ciento de certidumbre es, sin duda, mejor que nada. Pero incluso la dimensión de esa nada nos es desconocida. Durante dos años las farmacéuticas y los Estados (que requieren de su consenso) vendieron la idea de que la eficacia de sus dispositivos alcanzaba 95 por ciento. No hay cosa más redituable que el comercio con los sueños y las esperanzas. Sobre todo, cuando la muerte toca a la puerta. Por ahora lo que se ha resquebrajado es la columna vertebral del sostén simbólico de nuestras sociedades: la creencia en la ciencia. En el siglo XIX, sólo algunos filósofos que eran vistos como excéntricos advirtieron esta posibilidad: Schopenhauer, Kierkegaard, Nietzsche. En la actualidad se trata ya de una parte del sentido común, aquella que anida en el vacío de la “posverdad”.

A dos años del inicio de la pandemia, argumentos como el de “cuenta con el cuadro completo de la vacunación o “ya contrajo el virus” sirven para muy poco a la hora de garantizar medidas de seguridad. Nadie pide a la ciencia, ni a las compañías ni a los Estados que cuenten con los dispositivos para enfrentar los peligros de la situación. El virus no nos ha revelado sus secretos todavía. Pero lo que acumula el malestar social y el deslave de la gobernabilidad es la retórica que encubre el sacrificio de vidas a cambio de volver a la situación económica prepandemia. Pues de esa ilusión se trata precisamente. Tal y como lo conocimos el mundo de la prepandemia se fue para siempre. El desafío consiste en encontrar las formas de vida que permitan realmente enfrentar la situación.

Sólo hay dos características ciertas en la pandemia del covid-19: las olas de contagio suceden de manera cíclica y el virus muta a una velocidad asombrosa. Frente a la variante ómicron, hay países que han optado de nuevo por la cuarentena; otros, no. No hay tampoco certidumbre al respecto. La Unión Europea en su conjunto ya cuenta con tantas víctimas como Estados Unidos. Lo que sí es claro a nivel de comunidades locales o institucionales (la escuela, el transporte, el comercio), es que las aglomeraciones son el centro del contagio. ¿Cómo actuar si la lógica de la acumulación de capital trae consigo la lógica de la acumulación de los cuerpos? La única solución: pensar en la comunidad no en su eficiencia como mercado.

Fuente: La Jornada

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