La lógica criminal de las reformas

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Por Javier Sicilia

Cuando, delante de los demostrados efectos nocivos del fracking, el secretario de Medio Ambiente y Recursos Naturales –un ingeniero industrial, válgame Dios–, Juan José Guerra Abud, puede declarar que, en comparación con las ventajas en el orden del crecimiento del país, los daños ambientales que esa tecnología traerá son desdeñables porque “no hay actividad humana que no tenga impacto en el medio ambiente” (La Jornada, 20 de agosto de 2014), podemos decir que México no tiene remedio, que la lógica de los tecnócratas es la misma que la de los criminales.

Es la misma con la que La Tuta o Los Zetas pueden decirnos también –no han dejado de hacerlo– que, en comparación con las ventajas económicas que genera el crimen en la economía global, el sufrimiento de la gente es secundario “porque no hay actividad humana que no tenga impacto en la vida de la gente”. La diferencia es de matices. Al secretario Guerra Abud lo ampara la legalidad de las reformas estructurales aprobadas por los aparatos de gobierno –no por la gente ni por el medio ambiente–, y puede declarar en conferencia de prensa sin que nadie lo acuse de criminal; al fin, se trata de cosas que sólo a los ecologistas alarman. A los otros, en cambio, no los ampara nada más que la fuerza ilegal de su poder, cuyas consecuencias son tan inmediatamente atroces que nos alarman a casi todos. Sin embargo, ambas lógicas empatan. Los tecnócratas que nos gobiernan se niegan a ver los vínculos que hay entre el desarrollo y el crimen. Para ellos, al igual que para el crimen organizado, los costos humanos no cuentan, son meras externalidades en función de un beneficio abstracto, que nunca se ve reflejado en la realidad más que como lo que son, desastres irreparables.

La evidencia es tan clara como el hecho de que, en el momento en que el secretario Guerra Abud declaraba lo que declaró, estaba –y continúa estando– en el centro de la realidad no sólo el desastre ambiental del agua de los ríos Bacanuchi y Sonora provocado por el derrame de 40 mil metros cúbicos de lixiviados de sulfato de cobre de la mina Buena Vista del Cobre, sino la destrucción de comunidades, de producciones locales y la generación de enfermedades y muerte de los pobladores de la zona. Eso, que el secretario no ha tenido más remedio que enfrentar porque la catástrofe es mayúscula –70% de los ríos del país, según datos de Green­peace, tiene diversos grados de contaminación frente a los cuales la Semarnat no hace nada–, parece confirmar tanto su tesis –“no hay actividad humana que no tenga impacto en el medio ambiente”– como la de los criminales –“no hay actividad humana que no tenga impacto en la vida de la gente”–. Son las externalidades –las bajas colaterales, las estadísticas, que a pocos importan porque carecen de rostro– que todo progreso comporta. Si a usted le tocó, ni modo, usted disculpará, pero no haremos nada. Son las reglas del dinero, sin el cual no hay desarrollo.

Hay, en ese sentido, una inextricable relación entre la destrucción del crimen organizado y las del pragmatismo tecnocrático de las reformas estructurales. Tal vez por ello el Estado no persigue al primero como debería hacerlo –aunque dice que lo hace– y, al igual que sucede con el derrame del sulfato de cobre, sólo se pone en acción cuando el crimen desborda el silencio. Cree que puede administrarla porque generalmente las víctimas de ambos órdenes pertenecen al mundo de las mayorías, es decir, al de aquellas personas que no están preparadas interiormente para la violencia y, más débiles que el opresor, no saben gritar ni defenderse. “Sólo los revolucionarios –decía Solyenitzin– tienen siempre consignas que lanzar a la multitud. ¿De dónde podría sacarlas el hombre pacífico, el hombre común que nunca se ha metido en nada” y que lo único que quiere es vivir en paz? Por eso los tecnócratas se ensañan con él y dejan que los criminales lo hagan también. Al borrar la política y el difícil trabajo de los equilibrios y las proporciones de la vida humana, han dejado que se instale la barbarie en el centro de la sociedad. De allí la crisis civilizatoria: la ruptura de la política en nombre de la maximización del capital y del progreso sin límite.

La acumulación de capital no es sólo –como lo pensaba Marx– una simple relación entre el capital y el trabajo, el primero explotando al segundo. Es algo más terrible: la destrucción de un tercero inocente que alternativa o simultáneamente es la naturaleza, la cultura, la tradición, la economía –en su sentido real de cuidado de la casa– de subsistencia y sus saberes, y, finalmente, de las personas que la hacen posible. Esa destrucción, como señala Jean Robert, no es únicamente un “efecto secundario negativo” del proceso de acumulación para el desarrollo, como lo piensan los tecnócratas, sino al mismo tiempo el propio proceso metabólico del capitalismo que necesita alimentarse de la vida. Eso es lo que ellos, que se han apoderado desde hace tiempo del Estado, se niegan a ver. Eso es lo que nos está destruyendo y corroyendo. Si no lo detenemos, la tragedia de Sonora se hará tan cotidiana como el asesinato y la desaparición; entonces habrá que buscar a México en las geografías del infierno donde habitan el nazismo, los planes quinquenales del estalinismo, las catástrofes ambientales y las bestialidades de las juntas militares.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a José Manuel Mireles, a sus autodefensas y a todos los zapatistas y atenquenses presos, hacer justicia a las víctimas de la violencia y juzgar a gobernadores y funcionarios criminales.

Fuente: Proceso

 

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