El otro Papa santo: Juan XXIII

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Por Francisco Ortiz Pinchetti

Que no me lo hagan menos. Cierto, no es el de las multitudes y los viajes, el venerado por millones particularmente en México. Tampoco el carismático y conmovedor, ni el controvertido, ni el gran impugnado; pero el ahora ya San Juan XXIII abrió surco en la tierra devastada por la injusticia y sembró esperanza. Ese fue su mérito enorme.

Pocos sabrán a esta alturas que se llamó Ángelo Giuseppe Roncalli y nació en 1881en un pequeño pueblo del norte de Italia llamado Sotto il Monte, cerca de Bérgamo. Llegó al papado a los 76 años de edad. En sólo cinco años que duró su pontificado (1958-1963) aquel que muchos consideraron un papa de mera transición debido a su avanzada edad, resultó ser el inspirador de una sorprendente renovación en la Iglesia Católica. Rescató y divulgó la Doctrina Social de la Iglesia como nadie lo había hecho, sobre todo a través de la publicación de ocho encíclicas, entre las que destaca Mater et Magistra (Madre y Maestra), publicada en 1961, y otra muy referida al papel y la importancia de los medios de comunicación (Pacem in terris), en 1962. “No hay misión más noble en el mundo que la del periodista”, escribió.

Y se aventó el boleto de convocar al Concilio Ecuménico Vaticano II, inaugurado el 11 de octubre de 1962, que se convertiría en uno de los acontecimientos más importantes y trascendentes en toda la historia milenaria del catolicismo. Con ello el Papa Bueno, como se le llamó –que no sobrevivió al Concilio, concluido por su sucesor Paulo VI– abrió el cauce para un reencuentro de la Iglesia con los valores más elementales del cristianismo, la justicia y la paz como objetivo primordial, lo que tuvo un impacto brutal en toda América Latina: la Iglesia renegaba por fin de los lujos y privilegios mundanos, su predilección por los poderosos, para volver a la humildad y la pobreza de Jesús. Así de simple. “Si quieres la paz, trabaja por la justicia”, sintetizó.

Fruto de esos aires de renovación conciliados por el Vaticano II fue la irrupción de la Teología de la Liberación (TL), que llevó a decenas de obispos, a cientos de sacerdotes y a miles de católicos laicos latinoamericanos a asumir una “opción preferencial por los pobres”, concepto que el propio Juan XXIII uso por primera vez. Más que por los pobres: por los marginados, por los explotados, por los oprimidos. Por los jodidos, pues. Una opción no orientada hacia la caridad, sino hacia una justicia social terrena e inmediata. No en la “otra vida”. Aquí y ahora: a la luz de la palabra de Cristo, postuló la TL, la verdadera salvación del hombre no puede darse sin la liberación económica, política, social e ideológica, como signos visibles de la dignidad humana. Una revolución.

Surgieron figuras como el peruano Gustavo Gutiérrez, a quien se considera el fundador en América Latina de la Teología de la Liberación. Los brasileños Leonardo Boff y Hélder Cámara, el español Jon Sobrino, el chileno Pablo Richard, el ecuatoriano Leónidas Proaño, el uruguayo José Luis Segundo, el colombiano Camilo Torres… En la mayoría de los casos se trató de auténticas conversiones, como ocurrió en El Salvador con el arzobispo Oscar Arnulfo Romero, que transitó desde una posición muy conservadora y anticomunista hasta el compromiso con los pobres y con las víctimas de la opresión de los gobiernos castrenses,  al grado de que ello lo llevó finalmente al martirio, al ser asesinado a balazos por un francotirador en el altar de su propia catedral, en San Salvador, el 24 de marzo de 1980, un día después de pronunciar una homilía del Domingo de Ramos en la que pidió al ejército de su país dejar de asesinar al pueblo.

En México, un número importante de prelados se sumaron a esa corriente teológica, casi todos también a través de una paulatina toma de conciencia ante la lacerante realidad social, económica y política que enfrentaron en sus respectivas diócesis. Sergio Méndez Arceo, en Cuernavaca; Arturo Lona, en Tehuantepec; Bartolomé Carrasco, en Oaxaca; Samuel Ruiz, en San Cristóbal de las Casas; José Llaguno, en la Tarahumara, Raúl Vera, en Saltillo, dieron testimonio de su compromiso.

La influencia de la renovada Teología dio un nuevo impulso a la acción social de la iglesia mexicana a través del Secretariado Social Mexicano (SSM), fundado como órgano de pastoral social del Episcopado Mexicano muchos años atrás, en 1923. Dirigido por el padre Pedro Velázquez en los años sesentas del siglo pasado, en el clima de renovación auspiciado por Juan XXIII, el SSM prohijó de una serie de organizaciones sociales de inspiración cristiana en el campo y en las ciudades, siempre cerca de los pobres: fueron ramas del tronco original, todas ellas dirigidas por laicos, la mayoría de los cuales dedicaría toda su vida a sus respectivos proyectos. Así, se fortaleció como nunca en esa década el movimiento de las cooperativas de ahorro y crédito a través de la Confederación Mexicana de Cajas Populares que encabezaba Florencio Eguía Villaseñor. En 1962 nació el Centro Nacional de Comunicación Social (Cencos), dirigido por mí siempre recordado Pepe Álvarez Icaza, fundador que fue del Movimiento Familiar Cristiano. Él y su esposa Luz fueron por cierto los únicos laicos que participaron en el Concilio Vaticano II, en calidad de “auditores”. Proveniente del “cristianismo sí, comunismo no”, el director de Cencos (cuya sede de Medellín 33, en la colonia Roma, fue allanada brutalmente por la policía de Arturo Durazo Moreno en 1977) asumiría paulatinamente un compromiso político. Al lado de Heberto Castillo fue fundador del Partido Mexicano de los Trabajadores (PMT), después del Frente Democrático Nacional (FDN) y finalmente del Partido de la Revolución Democrática (PRD).

También consecuencia directa del trabajo pastoral del SSM fueron el Instituto Mexicano de Estudios Sociales (IMES), con el sociólogo Luis Leñero Otero al frente; la Unión Social de Empresarios Mexicanos (USEM), con Rafael Pardo Zepeda; el Centro Operativo de Población y Vivienda (Copevi), con el arquitecto Enrique Ortiz; Promoción del Desarrollo Popular (PDP), con Luis Lopezllera. Y la Juventud Obrera Católica (JOC), la Juventud Católica Campesina (JCC), el Frente Auténtico del Trabajo (FAT)… A la muerte del padre Pedro en 1968, su hermano Manuel, también sacerdote diocesano,  asumió la dirección del Secretariado Social, que prosiguió con la tarea que ejerce hasta la fecha allá en su refugio de Roma 1, en la colonia Juárez de la capital mexicana. Recientemente, Manuel Velázquez fue condecorado en sesión solemne por la Cámara de Diputados con la Medalla al Mérito Cooperativista, por su trabajo de décadas en la promoción de las cajas populares.

Para muchos católicos latinoamericanos conservadores, la Teología de la Liberación estuvo demasiado cercana al marxismo y a los movimientos de liberación nacional de diversos países, incluida la lucha armada. Ciertamente, no pocos laicos y aun sacerdotes se incorporaron a la guerrilla en países como Colombia, Nicaragua, El Salvador y Guatemala, con la convicción de que era esa la única vía para alcanzar la justicia social. Eso, por supuesto, inquietó a muchos, preocupó a otros, causó miedo a algunos y pavor a los más retrógradas y más ricos. Los prelados inscritos en esa corriente eran llamados  “obispos rojos”. Pocos recuerdan que a don Sergio Méndez Arceo fanáticos lo bañaron con pintura roja un día en el aeropuerto de la Ciudad de México al regresar de un viaje a la Habana.

En más de una ocasión, Juan Pablo II, canonizado también el pasado domingo por el Papa Tocayo –o mi tocayo el Papa– hizo eco a esas voces. En enero de 1979, durante su primera visita a México, se reunió con los obispos mexicanos en la Basílica de Guadalupe. En su discurso mandó un mensaje muy clarito: “Vosotros sois sacerdotes y religiosos, no sois dirigentes sociales, líderes políticos o funcionarios del poder temporal”, les dijo. Siete años después, sin embargo, el propio Papa polaco escribió en una carta dirigida al episcopado brasileño el 9 de abril de 1986: “La Teología de la Liberación no sólo es oportuna, sino útil y necesaria”. La contradicción es mejor planteada en una frase escrita por dom Hélder Cámara, arzobispo de Recife, Brasil: “Cuando alimenté a los pobres me llamaron santo; pero cuando pregunté por qué hay gente pobre me llamaron comunista”. Válgame.

Twitter: @fopinchetti

 

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