El Chapo, fetiche de la corrupción oficial

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Al comparar datos que los órganos de seguridad y la prensa difundieron sobre la recaptura de El Chapo Guzmán, el investigador Oswaldo Zavala encuentra que la figura del capo sinaloense se ha mitificado en gran medida como una estrategia del Estado para imponer en los medios ese fetiche e incluso condicionar las formas de imaginar el narcotráfico.

Por Oswaldo Zavala*

En una de las tantas escenas legendarias de El Padrino III, Vince Corleone (interpretado por Andy García) se encuentra con Don Luchessi, uno de los oscuros gángsteres que acechan a su tío Michael Corleone (Al Pacino) en la última parte de la célebre trilogía de Francis Ford Coppola. Cuando Vince admite no entender de política y finanzas, Don Luchessi emplea una metáfora elocuente para educar a un hombre impulsivo y visceral que sólo sabe de violencia: “Tú entiendes de armas. Las finanzas son un arma. La política es saber cuándo apretar el gatillo”.

Convendría recordar esas líneas que apuntan hacia una reflexión más aguda y productiva de lo que hasta ahora se ha comentado en torno a la reciente recaptura de Joaquín El Chapo Guzmán, preso por tercera vez después de fugarse en dos ocasiones de penales de máxima seguridad. Aunque al parecer se ha pensado la caída del capo en términos políticos y policiales, los análisis más atendidos han reiterado la absurda mitología que contradictoriamente convierte a El Chapo en el mayor criminal de la historia occidental aun después de ser humillado y exhibido por el Estado mexicano con su tercera captura. A esto se ha sumado el artículo publicado el 9 de enero —un día después de la detención de El Chapo— por el actor estadunidense Sean Penn en la revista Rolling Stone sobre el encuentro que él y la actriz mexicana Kate del Castillo sostuvieron con el traficante en Sinaloa el 2 de octubre. El texto de Penn ha sido menospreciado y condenado por numerosos narradores, periodistas y académicos como un riesgoso ejercicio de egocentrismo y una oportunidad periodística supuestamente desperdiciada.

Contra esas opiniones, propongo discutir la captura de El Chapo y la crónica de su entrevista con Sean Penn y Kate del Castillo como eventos significativos que permiten un acercamiento inusual a la realidad del narcotráfico y que plantea ciertas interrogantes sobre el operativo mismo de captura y el papel que la revista Rolling Stone tuvo en este incidente. Más allá de la superficial lectura que se ha hecho de ambos episodios, considero la detención del traficante y su encuentro con los actores como singulares avistamientos del crimen organizado en México.

Consideremos la secuencia temporal en la que ocurrieron. El gobierno de Peña Nieto no sólo admitió haber monitoreado el viaje clandestino de los actores, sino que, según información confiable, el gobierno federal también habría sabido con antelación la fecha precisa de la publicación de “El Chapo habla”, el artículo escrito por Penn para Rolling Stone. La insólita proximidad entre el operativo militar para recapturar a El Chapo la madrugada del 8 de enero —el presidente Enrique Peña Nieto anunció la captura en su cuenta de Twitter a las 10:19 am— y la publicación del artículo un día después, suponen dos posibilidades: o bien el gobierno federal tuvo la intención, entre otros objetivos, de controlar el contexto en el que se publicaría el artículo de Penn, o bien el artículo se publicó como contrapunto mediático para acompañar la captura, lo cual supondría un cierto nivel de coordinación entre el Estado y la propia revista estadunidense. Es importante subrayar que el ar­tículo de Rolling Stone, fechado en su sitio web el 9 de enero y adelantado ese mismo día incluso por una nota en el sitio del New York Times, ya menciona la recaptura del Chapo. En otras palabras, los editores incluyeron esa información menos de 24 horas antes de enviar la revista a imprimir. No queda claro qué día exactamente se publicó la revista en papel —varios sitios de noticias indican que se imprimió entre el 9 y 10 de enero—, pero ese proceso normalmente requiere de por lo menos un día de anticipación. El ar­tículo incluso se permite concluir vaticinando con ironía la probable extradición del traficante: “No pasará mucho tiempo, estoy seguro, antes de que el próximo cargamento del cártel de Sinaloa hacia los Estados Unidos sea el hombre (El Chapo) mismo”, escribe Penn al final de su texto. (En un video oficial difundido por la PGR el 27 de enero incluso se afirma que el operativo de recaptura de El Chapoocurrió “la madrugada del 9 de enero”, es decir, cuando el artículo de Rolling Stone ya se había impreso y el New York Times ya lo había adelantado en su sitio de internet.) En cualquiera de los escenarios sobre ese cerrado timing, concebir la posibilidad de una simple coincidencia entre la captura y la publicación del artículo de Penn resultaría ingenuo e implicaría desestimar la estrategia mediática del Estado.

Al recapturar a El Chapo antes de su aparición en Rolling Stone, el Estado siguió un orden mediático inverso al de la segunda captura del traficante hace casi dos años. Como se recordará, el presidente Barack Obama sostuvo a principios de 2014 un encuentro privado con Peña Nieto durante la Cumbre de Líderes de América del Norte. En una rueda de prensa conjunta el 19 de febrero de ese año, Obama elogió al gobierno de Peña Nieto haciendo eco del encabezado “Saving Mexico” que la revista Time había dedicado al presidente mexicano en su polémico reportaje de portada seis días antes. Apenas tres días después de ese encuentro, la mañana del 22 de febrero, marinos de la Armada de México y agentes de la Policía Federal detuvieron a El Chapo sin un solo disparo. Con un orden distinto de los factores pero obteniendo el mismo producto, el gobierno mexicano reactivó su soberanía recapturando a El Chapo por tercera ocasión antes del artículo deRolling Stone. Ambas capturas han sido complementadas simbólicamente por las revistas estadunidenses. Time pareció preparar el triunfo del gobierno federal, mientras que Rolling Stone sin duda explica retroactivamente la derrota de El Chapo.

La magistral jugada del gobierno federal se confirma con las revelaciones que hace el propio traficante en la entrevista con Penn. El Chapo dista aquí de ser el brillante genio criminal que en su momento reportaron periodistas como Anabel Hernández, Diego Osorno o Alejandro Almazán. Joaquín Guzmán aparece en el texto de Penn más bien como un parco e ignorante delincuente rodeado de un acotado grupo de colaboradores que pese a su desmesurada fortuna y su supuesta presencia delictiva en más de 50 países no cuenta con un solo intérprete del inglés que traduzca las preguntas del actor ni con la tecnología mínima para hacerle llegar por internet un simple video con sus declaraciones tomado con un teléfono celular. Por otro lado, la captura misma puso en evidencia las escasas opciones de supervivencia del capo. Según el gobierno federal, se confirmó su presencia en la casa de seguridad donde fue localizado luego de que un emisario suyo comprara una gran orden de tacos para llevar. Finalmente, al igual que Jean Valjean, el protagonista de la novela Los miserables, El Chapo optó por embarrarse de mierda literalmente al intentar un último escape a través de un desagüe de drenaje antes de ser capturado en la calle.

Es sorprendente que ciertos análisis pasen por alto estos datos. Están quienes ven la captura del Chapo y el artículo de Rolling Stone como un juego de simulaciones que sólo revela el supuesto fracaso del Estado mexicano. La antropóloga Natalia Mendoza, por ejemplo, afirmó en un artículo en Milenio el 18 de enero pasado que el texto de Penn y su entrevista a El Chapo “son irrelevantes desde el punto de vista de la investigación judicial y de los estudios de seguridad”. En la misma línea, Jorge Quintana Navarrete afirma en un texto publicado el 21 de enero en el sitio Horizontal.mx: “Los performances de soberanía del Estado moderno, con sus alardes de fuerza y eficiencia, revelan paradójicamente la verdadera impotencia y debilidad del propio Estado, su incapacidad constitutiva para garantizar la estabilidad del pacto social”. Finalmente, el texto de Francisco Goldman del 14 de enero en The New Yorker resume la opinión popular más prevalente al considerar la captura como una “gringada” de Hollywood que lo único que logró “fue recordar cómo El Chapo había humillado al gobierno escapando la última vez”.

Resulta curioso observar, en este punto, cómo esas opiniones coinciden con ciertos análisis que buscan enfatizar la supuesta crisis de seguridad nacional del actual gobierno. Según Guillermo Valdés Castellanos, exdirector del Cisen durante la presidencia de Felipe Calderón, la caída de El Chapo debe acreditarse como resultado de la “guerra contra las drogas” que inició en la presidencia anterior. Valdés explica: “La época dorada de los narcos, cuando podían vivir sin esconderse, aparecer en las secciones de sociales de los periódicos y ser consejeros de bancos, como era el caso de Miguel Ángel Félix Gallardo todavía en los 80, esa época se acabó. La presión de EU primero, y la persecución del gobierno mexicano a partir de 2006, los obligó a la clandestinidad”. Valdés pasa por alto, sin embargo, que durante décadas el PRI mantuvo al crimen organizado sometido y marginado del poder político utilizando un violento sistema policial represor, como ha demostrado el sociólogo Luis Astorga. El gobierno de Peña Nieto igualmente ha detenido o asesinado a los mayores jefes del crimen organizado en contextos políticos significativos. La neutralización de Los Zetas y el reciente conflicto en Tierra Caliente deben entenderse en esa clave. Heriberto Lazcano, el sanguinario jefe de Los Zetas, fue asesinado en octubre de 2012 mientras disfrutaba de un juego de beisbol en compañía de un guardaespaldas. En Michoacán, los usos políticos, documentados por reporteros como José Gil Olmos, que el gobierno federal hizo de las autodefensas para diezmar los poderes locales aglutinados bajo el supuesto grupo criminal de Los Templarios, convalida una significativa portada de la revista Proceso, fechada el 18 de mayo de 2014, que resume elocuentemente la conclusión de este episodio a sólo 15 meses de haberse iniciado: “Las autodefensas domesticadas”.

Más recientemente, nuestro mejor periodismo indica cada vez con mayor claridad que las fuerzas del Estado —desde la Policía Federal hasta el Ejército— cargan con gran responsabilidad en la desaparición de los 43 normalistas en el estado de Guerrero. Ahora se dice rápido, pero hasta la irrupción del reclamo nacional de justicia por Ayotzinapa, la presidencia de Peña Nieto había reconfigurado con éxito los parámetros de la agenda de seguridad nacional. Así, es una abdicación intelectual y crítica asumir de entrada que las fugas y los arrestos del Chapo son indicativas de un Estado rebasado por el crimen organizado. Por el contrario, al detentar el monopolio sobre la violencia legítima, como explicó en su momento Max Weber, el Estado es la principal condición de posibilidad del crimen organizado en México, ya sea gestionando o destruyendo al crimen organizado de acuerdo con necesidades políticas contingentes.

Como con la célebre entrevista que Ismael El Mayo Zambada concedió en 2010 al periodista Julio Scherer, El Chapo dejó entrever el verdadero tamaño de su poder. Así lo anota Juan Villoro en un artículo publicado el 15 de enero en Reforma: “Cuesta trabajo ver a El Chapo como responsable de tramas de lavado de dinero que pasan por la banca de Londres, van a los paraísos off shore en el Caribe y regresan a México gracias a empresas aparentemente legales. Si controlara esta red, sería el narco más poderoso de todos los tiempos. Más bien parece estar al servicio de esa red”. Esa red, me parece innegable a estas alturas, remite una y otra vez al Estado. Asumir que hombres como El Chapo ocupan posiciones de verdadero poder es subestimar la capacidad del Estado de excepción y la capacidad de nuestro actual gobierno de ejercer en la ilegalidad.

En estos días de importantes preguntas sobre nuestro oscuro sistema político, recordé mi lectura de la novela Cuatro muertos por capítulo (2013) del autor sinaloense César López Cuadras. Se trata de una joven estadunidense que viaja a Sinaloa para entrevistar a Pancho Caldera, quien en otro tiempo fue el chofer de la familia Simental, un poderoso clan de narcotraficantes. La estadunidense se propone escribir un guión cinematográfico para narrar la épica caída de la familia. Con cada capítulo, sin embargo, Pancho Caldera desmitifica el poder de los traficantes y advierte los límites políticos del crimen organizado. Hacia el final de la novela, alecciona para una mejor comprensión del narco: 1) “ya no es posible distinguir entre buenos y malos” pues narcos y policías trabajan en “franca asociación”; 2) los supuestos “cárteles” no tienen el poder internacional que se les atribuye y ninguno “ejerce, ni en espacios reducidos, un control absoluto del mercado”; y 3) “todos los traficantes pierden, desde los más pequeños hasta los más grandes, sea porque caen en prisión, los maten o los desplacen desde los verdaderos centros del poder”.

La ironía de la novela llega a su clímax cuando el jefe de la familia, Emanuel Simental, lee en un periódico que se le acusa de encabezar un “cártel”. A punto de ser asesinado, Simental reflexiona: “Un cártel, dicen los periódicos, eso voy a construir”. La caída del Chapo se acerca a la novela de López Cuadras. Más humilde y consciente de sus límites que el personaje de Emanuel Simental, sin embargo, El Chapo responde con sencillez cuando Penn le pregunta si considera que su organización es “un cártel”: “No señor, para nada. Porque la gente que dedica sus vidas a esta actividad no depende de mí”. Sin un verdadero cártel a su mando, El Chapo simplemente quería una película que realizara la imposible fantasía de ser el “jefe de jefes” que promovió el Estado.

En la captura o en la fuga, El Chapo es el fetiche de la corrupción oficial, pero también del asombroso poder simbólico del Estado que ha conseguido imponer su verdad sobre el narcotráfico. El periodista Ignacio Alvarado, acaso uno de los más agudos investigadores y expertos en el tema, me explicó este fenómeno como la “conquista mediática del Estado” que limita el entendimiento de periodistas, novelistas y académicos sobre el narco y que establece las coordenadas epistemológicas que condicionan la manera en la que incluso imaginamos el narco. Es preciso, entonces, comprender la violencia del narco menos como un ciclo interminable de vendettas personales entre sicópatas, sino como el frío cálculo geopolítico entre los estados de excepción de nuestro hemisferio. No es personal, es business insisten los capos de la trilogía de El Padrino. Y para situar el ascenso y caída de El Chapo en el contexto correcto, es imprescindible aceptar, como pediría Don Luchessi, que la política del Estado —las más poderosa forma de política en la sociedad— consiste en el arte de determinar cuándo, por fin, apretar el gatillo.

Fuente: Proceso

* Oswaldo Zavala es narrador, periodista y profesor investigador de literatura latinoamericana en el College of Staten Island y en The Graduate Center de la City University of New York (CUNY). Se especializa en narrativa fronteriza y representaciones culturales del narcotráfico en México y Estados Unidos. Actualmente prepara un estudio académico sobre la dimensión política de las narconarrativas de los últimos 20 años.

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