¿Democracia mayoritaria?

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Por Soledad Loaeza

Una de las transformaciones más significativas que experimentaron el concepto y la práctica de la democracia en el último tercio del siglo XX fue la sustitución del principio mayoritario por la noción pluralista. Según esta última, la democracia es una fórmula de representación de minorías diversas, y ya no la preminencia del 50 por ciento más uno que durante el siglo XX en más de un caso propició el giro hacia el autoritarismo.

Muchas ventajas más presenta el pluralismo frente a la fórmula mayoritaria; por ejemplo, mientras ésta tiende a concentrar el poder, la otra tiende a distribuirlo. Además, la mayoritaria parece más susceptible de ser distorsionada y utilizada en beneficio de una minoría. Ahora mismo en México las cámaras de Diputados y de Senadores ofrecen un ejemplo de cómo el principio de mayoría puede usarse no para asegurar la adopción de una determinada política, sino para imponerla. Es así como la democracia mayoritaria se vuelve mayoriteo, y cuando eso ocurre la mayoría pierde legitimidad, y su fuerza queda reducida a números que nos hablan de cantidades, pero nada dicen de las razones de la legislación votada. El mayoriteo es el recurso ciego a la superioridad numérica, que se utiliza como un mazo para acallar la discusión; es la ausencia de debate. Es, citando a José López Portillo, un vencer para convencer, en lugar de convencer para vencer.

Las ambiciosas reformas que ha propuesto el Ejecutivo han sido una oportunidad para que el PRI muestre una vez más su talante autoritario y su incapacidad de cambio. Empeñado como está el partido en el gobierno en apoyar al Presidente sin decir ni mu, pretende que los demás se sujeten a esa misma regla. Por esa razón se niegan a discutir las reformas en el seno del Poder Legislativo. ¿O será acaso porque no las apoyan, o porque no las conocen, o tal vez no las entienden? ¿Será que les causan tal inseguridad que no quieren exponer públicamente sus dudas y titubeos? Están dispuestos a promover y a publicitar los cambios constitucionales en los medios; los funcionarios se presentan en programas de televisión, participan en mesas redondas en la radio, dan entrevistas a la prensa; pero en las cámaras los priístas se niegan a debatir con las oposiciones.

Los priístas tendrían que saber que un aspecto clave de la función legislativa es el intercambio de ideas con quienes no piensan como ellos; más todavía, por muy mayoritarios que sean, tienen la obligación de escuchar a los legisladores de los partidos contrarios, pensar las propuestas alternativas, analizarlas y recuperar de ellas aquello que podría enriquecer la propia. Sin embargo, se han negado a debatir. Esta actitud no es de ninguna manera novedosa entre los priístas, y es posible que también sea un reflejo de la inveterada desconfianza del PRI hacia las oposiciones, de su intolerancia frente a la diferencia de opinión.

Cuando se presentó la reforma energética a discusión en la Cámara de Senadores, la estrategia del PRI fue dejar solas a las oposiciones en el debate. De suerte que no hubo tal. Los legisladores del PRD pasaron de uno en uno a la tribuna a discutir la propuesta del Ejecutivo, mientras los priístas miraban con la placidez del Chac-Mool cómo sus colegas de izquierda discutían, objetaban, agitaban, provocaban e intentaban de mil maneras, y sin éxito, llevarlos a la discusión. La misma estrategia parecen haber adoptado en relación con la ley de telecomunicaciones que se ha presentado tan peinada como si le hubieran puesto Glostora.

Orgullosos estarán ahora los priístas de la eficacia de su estrategia: la reforma energética se votó sin que hubiera habido verdadera discusión, como en tiempos de Ruiz Cortinez. Sin embargo, es alto el costo que todos tendremos que pagar porque los legisladores no hagan lo que tienen que hacer, porque legislar no es votar a ciegas y sin discusión la propuesta del Presidente.

En el poder el PRI se sigue comportando como si fuera el partido de las grandes mayorías que fue hasta hace 30 años o más. Sólo que ahora, en lugar del 80 por ciento del voto que llevó a Adolfo López Mateos al poder en 1958, cuenta con menos de 40 por ciento del electorado; ahora pretende suplir la pérdida de esas mayorías con el mayoriteo.

Fuente: La Jornada

 

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