Aracataca, nunca más

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Por Francisco Ortiz Pinchetti

Durante muchos años, décadas, lo guardé como un anhelo inalcanzable. Y de pronto me encontré, hace apenas cuatro meses y de manera un tanto fortuita, frente a la estación de ferrocarril del mítico Aracataca, imaginando el arribo estruendoso de un tren amarillo que nunca existió. Había llegado ahí luego de una noche de vallenatos en la plaza principal de Santa Marta, en el extremo noroeste colombiano, y de manejar 80 kilómetros por una carretera de cuota recta como regla que se abre paso entre ciénagas y platanares. He de confesar que el trayecto todo fue una continua y creciente emoción y que durante él no hice otra cosa que recordar en silencio párrafos enteros de Cien años de soledad. Casi lloro cuando a unos 20 kilómetros de llegar empezó a caer una nutrida llovizna que me completó por supuesto el escenario ideal para irrumpir en el pueblo, que suponía un vergel exuberante, en el que nació Gabriel García Márquez, ese genio.

Mi arribo, sin embargo, fue de entrada desconcertante. De pronto la lluvia cesó y al tomar la calle de acceso al poblado no encontré una sola referencia al Premio Nobel de Literatura 1982. Tampoco alguna indicación sobre los lugares relacionados con el escritor en su terruño. Me vi de pronto en un pueblote sin gracia de calles mal pavimentadas y huertos abandonados, en el que ahora viven 24 mil personas la mayoría de ellas dedicada como siempre  al cultivo de arroz, banano y palma africana, la mitad de las cuales no tiene todavía agua potable en sus casas. En el terroso centro hay numerosos comercios pequeños –tiendas de ropa y abarrotes, farmacias, fondas, panaderías—y una abundante  presencia de motocicletas, convertidas en medio de transporte predilecto en todos los pueblos y ciudades del Caribe colombiano. Tuve la impresión de que la gente a la que le preguntaba por los sitios supuestamente macondianos ni siquiera sabía de qué le estaba hablando. O, de plano, que no le importaba. Un tanto desolado recorrí las calles de Aracataca sin encontrar más rastro de Macondo que un par de mariposas amarillas, sin ficción, que aparecieron inesperadamente en el pequeño jardín frontal de la casa que remeda la que fue de los abuelos maternos del Gabo, donde nació el 6 de marzo de 1927 y donde pasó los primeros ocho años de su vida.

La casa-museo, ubicada en la carrera (calle) 5 de la cabecera municipal que justamente el próximo 2015 cumplirá 100 años,  es en realidad una réplica de la casa original, totalmente destruida por un incendio a principios de los años cuarenta del siglo pasado. Se trata de una construcción de madera, toda blanca, con techos de láminas de cinc de dos aguas pintados de rojo, inaugurada en marzo de 2010. Concebida ex profeso como museo, la casa tiene una docena de espacios en los que se reproducen las habitaciones que debió tener la residencia de los abuelos. Más que mostrar los vestigios reales, lo que se exhibe son muebles y enseres similares a los que se usaban entonces, que dan idea de cómo era una casa de aquella época, primera mitad del siglo XX: sus recámaras, su comedor, su baño, su cocina, el despacho del coronel, el patio y el jardín, en el que sobrevive el enorme almendro mencionado por el escritor. En las paredes hay colocados bastidores con citas textuales de Cien años de soledad y de la auto biografía de García Márquez, Vivir para contarlo. La visita vale la pena.

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La plaza principal de Aracataca se llama Bolívar. Es un parque descuidado poblado de fresnos, almendros y palmeras en cuya esquina noreste se localiza la parroquia de San José, una construcción centenaria donde el pequeño Gabriel fue bautizado y que según un anuncio reciente del gobierno será restaurada con una inversión inicial de 1.5 millones de dólares. Cerca de la iglesia está la oficina de telégrafos donde trabajó el padre del escritor, Gabriel Eligio García Martínez, entre 1923 y 1926. La Casa del Telegrafista, que así se llama, pretende ser un museo de la época, pero sufre un descuido que da grima. Contiene algunos instrumentos empolvados como máquinas de escribir, lámparas o aparatos telégraficos, sin ningún orden ni concierto. Hay también algunas fotografías familiares de los ancestros del escritor, amarillentas y retorcidas, sueltas, sin ninguna protección.

En la plaza principal del pueblo de García Márquez En Aracataca es imposible adquirir un libro de Gabriel García Márquez. Ni Cien años de soledad ni ningún otro. No hay librerías y en la casa-museo no los venden. Ni siquiera en la Biblioteca Municipal “Remedios la Bella” cuentan con algún ejemplar en español de la obra cumbre del novelista colombiano. “Sólo tenemos uno, pero está en alemán”, me dijo el encargado. Me enteré además que el 18.5 por ciento de los niños de cinco años o más y el 19 por ciento de las personas mayores de 15 años, no sabe leer ni escribir. El colegio Montesori, donde Gabo cursó sus primeros años de primaria, no tiene siquiera una placa que así lo indique.

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La tumba de Melquiades, el gitano.

Tampoco hay hoteles. El único hostal que existía fue fundado en 2010 por un viajero holandés de 29 años de edad, Tim Aan’t Goor, que súbitamente enamorado del realismo mágico decidió quedarse a vivir en el supuesto Macondo. Su hotelito se llamaba The Gypsy Residence. Invirtió en él todos sus ahorros y un préstamo y se convirtió en promotor turístico a Aracataca. Tuvo la ocurrencia de sembrar en diversos lugares del pueblo íconos referentes a la obra de García Márquez, como un atractivo para los visitantes. La primera -y única- fue la tumba de Melquiades, el gitano, “una sepultura simbólica” un tanto grotesca construida en un lote perdido, en las orillas de la población. No fue fácil llegar hasta ahí, porque nadie sabe en realidad de su existencia, hasta que un muchacho montado en su motoneta me guio hasta el lugar. Tim, que adoptó el apellido Buendía ante la dificultad de los lugareños para pronunciar el suyo, acabó por decepcionarse ante la falta de apoyo y las mentiras de las autoridades. En febrero de 2012 cerró su hotelito y se fue del pueblo para siempre.

La estación del tren es, o pretende ser más bien, otro símbolo del vínculo de García Márquez con Aracataca. La original fue fundada en 1908 por la compañía bananera estadunidense, la United Fruit Company, para la explotación de la producción bananera de la zona. Cuando la empresa se fue y los platanares languidecieron, el tren dejó de llegar a Aracataca y la estación estuvo cerrada, abandonada durante décadas. Hasta que en 2010, como parte de un proyecto turístico denominado “La ruta de Macondo: realismo mágico”, que nunca ha funcionado realmente, la estación fue restaurada. Desde entonces permanece, pintadita, como un pequeño “elefante blanco”, en espera del día en que se inicie el servicio regular de Santa Marta a Aracataca con legiones de turistas. Muy cerca de ahí hay una suerte de pequeña glorieta con un adefesio al que los lugareños llaman “el monumento”, ya muy deteriorado además. Un montículo en cuya cúspide se intentó representar el busto de Rosario La Bella, con un libro abierto lleno de mariposas amarillas. En la base hay un “retrato” del escritor.

A esa estación llegó Gabriel García Márquez el 30 de mayo de 2007 a bordo de un tren pintado con mariposas amarillas, luego de 24 años de total ausencia: precisamente los de su apogeo mayor. Lo acompañaba Mercedes Barcha, su mujer. El acontecimiento tuvo como marco y motivo los 80 años de vida del escritor y los 40 de la primera edición de Cien años de soledad.  Una multitud recibió al “hijo predilecto” que no había regresado desde que recibió el Premio Nobel de Literatura en 1982. La visita, sin embargo, se redujo a las dos horas que tardó un recorrido por el pueblo en un carruaje  descubierto y un almuerzo en el colegio donde estudió. Enseguida, el Gabo regresó junto con Mercedes a Santa Marta, por carretera. Nunca más volvió a su pueblo.

Lejos de revivir la esperanza de que el nombre mágico significara para el pueblo algún beneficio tangible, la breve visita del Nobel pareció recrudecer el  inevitable resentimiento de los cataqueros hacia el escritor. Aunque no pocos  –sobre todo adultos mayores– lo admiran y se reconocen orgullosos de su coterráneo, otros muchos le reprochan el haberse olvidado de su terruño. Piensan que hubiera bastado su presencia así fuera esporádica para conseguir mejoras materiales y una promoción turística real para el pueblo; pero su ausencia dolió. “Él escogió México y nos dejó”, me dijo la maestra Julieta Aránburo mientras jugaba a las suertes bajo un tejaban en el parque central. Sus detractores no le perdonan el que nunca, jamás, haya hecho alguna donación para mejorar al pueblo. “Ni un peso, mi señor”. En el año 2006 el alcalde en turno, Pedro Sánchez, promovió la idea a rebautizar a Aracataca con el nombre de Macondo o llamarle Aracataca-Macondo. La idea no prospero. Sobre todo porque en un referéndum realizado el 25 de junio de ese año la mayoría de los pobladores la rechazó.

García Márquez actuó siempre como un hombre generoso, sin hacer ostentación de ello. Creó la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, que realiza talleres, da becas y premios a periodistas talentosos. Fundó y financió la Escuela de Cine y Televisión San Antonio de los Baños, en la Habana, Cuba. Donó en 1972 los 100 mil dólares del Premio Rómulo Gallegos de Novela y el Premio Neustadt, al Movimiento al Socialismo de Venezuela, MAS, y al Comité de Solidaridad con los Presos Políticos, entre muchas otras obras que han quedado en el anonimato. Pero para Aracataca “ni un peso, mi señor”.

A raíz de su muerte el pasado 17 de abril en la ciudad de México, Aracataca pareció tener un repunte al menos de su presencia mediática en el ámbito mundial. Fue otra vez referencia y objeto de crónicas, reportajes y menciones. No obstante, sus calamidades no cesan. Su celebridad como cuna de un hombre extraordinario pudo cambiar el curso de su historia. No fue así. Se perdió. Y en verdad es poco probable que sus habitantes tengan una segunda oportunidad sobre la tierra. Válgame.

Twitter: @fopinchetti

Fuente: Sin Embargo

 

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