American Curios: Actos de gracia

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Por David Brooks

En medio de matanzas, huracanes, crisis fiscales en donde políticos seleccionados por ricos debaten qué tan poco deben los ricos a sus sociedades mientras le pasan la cuenta a los más vulnerables, en medio de la histeria en la calles decoradas de luces para que no se vea tan feo el lucro obsceno en nombre de Cristo, o sea, en medio de todo lo que anula la luz en estos los días más oscuros del año, nos salvan –a veces literalmente– infinitos actos de gracia.

Jóvenes de Ocupa Wall Street, religiosos, bomberos, veteranos de guerra, policías, artistas y músicos continúan apareciendo en zonas devastadas por el huracán Sandy para ayudar a desconocidos a limpiar los escombros, apoyarlos en su desolación, tratar de resucitar vidas casi ahogadas por las aguas y los vientos, e insistir en que sus voces sean escuchadas por políticos distraídos por desastres inventados como el precipicio fiscal.

Mientras tanto, en otra esquina, en un pueblo de Connecticut no tan lejos de estas escenas ya concluyeron los ritos fúnebres de los 20 niños y seis adultos asesinados por armas legalmente obtenidas. Victoria Soto fue enterrada rodeada de flores y lágrimas, una maestra que, junto con sus compañeros, en un país donde se ha denostado, demonizado, y acusado a los maestros de ser los culpables de casi todo, dio su vida para salvar a sus estudiantes, los hijos de todos. No sólo lo hizo frente a las balas de un loco, sino de la locura de un país inundado de armas de fuego y que desde sus mandos más altos afirma que es legítimo disparar y matar para resolver conflictos y disputas aquí y en el extranjero.

Mi hermana dio su vida para salvar a sus estudiantes, y si eso no es fortaleza y heroísmo real, no sé qué es, dijo Carlee en el funeral, al cual asistió Paul Simon y cantó Los sonidos del silencio, la canción favorita de Soto.

Lo de Soto no se trata de un acto aislado. Todos los días los maestros se dedican a dos cosas que de cierta manera son una sola: la tarea humana más noble de compartir luz, y el rescate de las vidas. Si no fuera por esta escuela, yo estaría muerto, comentó un estudiante latino a Sarah, maestra y ahora asesora de escuelas públicas en Nueva York. No era la primera vez que lo había escuchado: varios jóvenes nacidos con un futuro anulado y descartado, bajo sospecha permanente por ser jóvenes y negros o latinos, o sólo por ser pobres, se lo habían dicho de varias maneras a lo largo de los años.

Millones de estudiantes, todos anónimos (algunos después se vuelven famosos) son rescatados todos los días por maestros aquí y en todo el mundo. Los maestros se dedican al ejercicio humano más noble: pasar el fuego de Prometeo, la manzana de Eva, la conciencia y la sabiduría humana colectiva y acumulada a la próxima generación. Obviamente no lo hacen por remuneración, ni por fama, ni por ambición (esa profesión es inútil para todo eso), sino por ser la labor esencial de la civilización. Pero al estar entre lo universal y lo particular, entre el cosmos y el estudiante, también son a veces los que con un consejo, con un abrazo, con un poema o con sus cuerpos salvan a otro ser humano. Nada de esto está en los exámenes estandarizados, no hay calificaciones para registrarlo, no hay un empresario de la educación que sepa, o pueda, girar instrucciones para todo eso.

Acaba de pasar por aquí tal vez una de las expresiones supremas de la educación en el mundo: la Orquesta Sinfónica Simón Bolívar, corona del Sistema Nacional de Orquestas Juveniles e Infantiles de Venezuela. Cientos de miles, ya tienen que ser millones, de jóvenes anónimos, casi todos de barrios populares, de repente son rescatados por la música clásica universal, para, a su vez, rescatarnos a todos a través de su luz sonora.

Mientras tanto, en una esquina de Nueva York, Leo, quien trabaja en las escuelas públicas en asuntos de seguridad (tuvo una semana intensa después de lo ocurrido en Connecticut) se detiene para comer algo en una de las miles de pizzerías comunes en esta ciudad. Ahí ofrecen un paquete económico: un pedazo de pizza y un refresco por sólo 2.75 dólares. Leo ve que trae 8 dólares y decide que alcanza para pedir una para él y regalarle una pizza y un refresco a otros dos. Compra el suyo y se queda por la caja, y le dice al que sigue en la fila que su pizza y refresco ya están pagados. ¿De verdad?, pregunta el otro cliente, y Leo le dice que sí, y le desea una Feliz Navidad. Hace lo mismo con el que sigue, quien ya tenía su billete de 5 dólares para pagar, y éste le dice que muchas gracias, y le da el billete a Leo, diciéndole que lo use para los que siguen; uno de los siguientes tenía un billete de a 10 dólares para pagar lo suyo, acepta el regalo de Leo, y le entrega el billete para convidar a los que siguen. Y los que seguían también aceptaron el regalo, pero le dieron más, para lo mismo, para invitar a los próximos. Leo se quedo más de media ahora así, uno tras otro, para finalmente acabar con la fila de generosidad.

En el metro y en las calles aquí, todos los días se ofrecen regalos, algunos rescatan del olvido, otros son para olvidar lo que no es bello. Dos músicos, uno con guitarra, otro con banjo, ofrecen melodías de las montañas Appalachia, en un vagón un trío de Puebla ofrece la música de las montañas del otro lado de la frontera, un chino ofrece los ecos de sus montañas en un tipo de arpa, mientras un hombre con lentes oscuros ofrece Jimi Hendrix, un pianista ofrece Beethoven, una banda de metales ofrece algunas rolas navideñas mezcladas con un tantito de jazz.

Algunos de estos son actos heroicos, otros son pequeños aunque a veces capacitan, preparan y hasta convocan a nuevos actos magníficos (nunca se sabe). Otros sólo son para compartir belleza, para expresar solidaridad, para bailar un poco, para hacer latir un corazón.

Son actos de gracia que, a pesar de todo, prometen nueva luz.

Fuente: La Jornada

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