Tatiana y la fuerza de la transformación

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Por Epigmenio Ibarra

Que basta con ser decente para ser revolucionario, es decir, para estar por la transformación pacífica y democrática pero radical de México, es algo que Tatiana Clouthier —hija de un panista distinguido y ella misma ex militante de ese partido— supo comprender y asumir muy tempranamente, y que la hoy “unificada” derecha conservadora —aferrada a dogmas e ideas preconcebidas que comparte más allá de sus ahora inútiles y deslavados colores partidarios— aún no entiende. 

Con un miedo cerval, la oposición se agrupa contra lo que considera una amenaza a su propia sobrevivencia. Sus “creencias” le impiden ver lo que sucede hoy en el país porque, como sostiene Howard Gardner en Mentes flexibles: “Cuanto más absolutista (o autoritaria) es la visión que se tiene de la vida más seguridad se tiene de las propias opiniones y menos probables es que se las abandone”.

Apelando a lo más primitivo de la cultura nacional: el catolicismo reaccionario, el clasismo, el racismo, el machismo, su rancio anticomunismo, los conservadores endilgan las mismas etiquetas a mujeres y hombres de muy distinto origen y formas de entender la vida.

Al mismo tiempo que ella misma, que sus partidos políticos —por el apetito irrefrenable de volver al poder— pierden hasta último rasgo de identidad, la oposición reduce, iguala y simplifica (como si se mirara al espejo) a la compleja y diversa corriente de pensamiento y acción que, después de echarla del gobierno, protagoniza una gesta histórica.

Desde hace más de 20 años —con mi cámara al hombro— he seguido los pasos y la lucha de Andrés Manuel López Obrador. He grabado muchos de sus discursos, de sus pláticas con la gente; lo he visto actuar como dirigente, como candidato y como gobernante. Lo he visto mantener firmes sus ideales y lo he visto cambiar diametralmente su estrategia.

Tengo 69 años. Le llevo dos. Somos contemporáneos y por esa razón compartimos —lo conversamos en el penúltimo tramo de la campaña el 2018— algunas claves vitales.

Somos hijos de una represión, de una derrota histórica, la del 68, y crecimos con un hambre de victoria inextinguible y la voluntad de ser pragmáticos para conquistarla.

Nos iluminaron la “opción preferencial por los pobres” y la palabra y la vida de dos obispos: Sergio Méndez Arceo y monseñor Óscar Arnulfo Romero.

Aprendimos marxismo en la Universidad, pero como herramienta de análisis y no como dogma, sobre todo aquello de la Onceava tesis sobre Feuerbach: “No se trata solo de comprender el mundo, sino de transformarlo”.

En la carretera de Ciudad Victoria a Monterrey, hablamos del cambio copernicano que se había operado en su discurso: “Me equivoqué —dijo—, al colocar al capital y la plusvalía como causas fundamentales de la desigualdad. Es la corrupción la verdadera causa; el peor de los males. Si convocamos a unirnos para erradicarla nadie podrá arrebatarnos la victoria”.

Tenía razón. Ya no fue necesario ser proletario, campesino, estudiante, intelectual de vanguardia; ya no importaron la clase social ni la ideología, solo los principios. En torno a ellos se aglutinaron múltiples luchas. Y así es, tan amplia y diversa como el país, la fuerza de la transformación.

La fuerza de millones de mujeres y hombres decentes e íntegros de muy diverso origen, como Tatiana Clouthier, empeñados en tender puentes, en estrechar lazos, en negociar sin claudicar, para construir un México justo, digno, igualitario y en paz e impedir el retorno al pasado de corrupción e impunidad.

@epigmenioibarra

Este articulo se publicó originalmente en Milenio

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