Tarantino: More Bang for the Buck

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Por Octavio Fraga Guerra

(Este artículo contiene spoilers)

Para el discurso moral estadounidense, consagrado desde el púlpito, la ficción barata de Quentin Tarantino peca tanto como incomoda. Sobre todo por ese hábito malformado que tiene de frecuentar con obvia intemperancia—en medio de litros de crúor y plomo—los bajos fondos de la psique norteamericana; la misma de Twain, esa que sucede entre grandes brechas clasistas y descarado atraso social—racismo, misoginia, machismo; en fin, de todo lo que escapa el moto de lo “políticamente correcto”.

Nada de esto valdría la pena resaltar si no fuera por la reciente decisión de los medios angloparlantes de iniciar una cruzada en contra de la “cultura de la violencia”. Así, tras el estreno de su última película Django Unchained, Tarantino ha sido bombardeado con recicladas críticas sobre el uso “excesivo” de violencia en sus filmes, explotando hasta la náusea el trasfondo de los recientes tiroteos asesinos en Newton, Connecticut y Aurora, Colorado.

En una entrevista en la National Public Radio, un Tarantino visiblemente encabronado reviró: “Obviamente la cuestión es control de armas y salud mental”, no la violencia en el cine, y añadió: “¿Vería una película de kung-fu tres días después de la masacre en Sandy Hook? Tal vez, porque no tienen nada que ver entre sí.” Una respuesta adecuada al déficit cognitivo de la pregunta.

En este contexto, no sorprende entonces que el gobierno estadounidense haya intimado posibles restricciones a la representación de violencia en las películas comerciales. Por suerte para los censores, los filmes clásicos de los directores emblemáticos del cine norteamericano—Scorsese, De Palma, Coppola, Stone o incluso Hitchcock—son sobre unicornios y arcoíris. Sin obviar, por supuesto, la gran cantidad de propaganda bélica cinematográfica destinada a estimular el jingoísmo imperial estadounidense.

Sin embargo, lo que está en juego esta vez es más que la posibilidad de observar o no balazos y gore en los cines. El gobierno norteamericano pretende restringir la portación de armas de fuego en EE.UU.—un derecho civil codificado en la constitución estadounidense tras la experiencia de las milicias locales que nutrieron la guerra independentista en contra de la corona británica en el siglo XVIII.

Este derecho es una conquista política que ha jugado un papel instrumental en la autodefensa de la luchas sociales progresistas más importantes de ese país en los últimos dos siglos. Basta recordar, por ejemplo, las batallas huelguísticas de los sindicatos en los 30s contra esquiroles y policías, así como la autodefensa armada de radicales negros en los años 50-60 en contra del Ku Klux Klan y el terror racista del sur de Jim Crow.

La violencia producto de psicópatas armados no es más que un grano de arena en el mar de terror estatal que supera con creses cualquier ficción cinematográfica. Desde las guerras de ocupación estadounidenses en todo el orbe, hasta la ubicua brutalidad policiaca en guetos y barrios pobres, las operaciones encubiertas y no encubiertas de agencias de inteligencia, y la rauda aplicación de la pena de muerte. El punto de esta hipócrita campaña es reforzar el monopolio de armas por parte del estado con un fin claramente orwelliano.

En este sentido, el retrato que Tarantino hace de Django— un pistolero negro que se dedica a cobrar venganza contra los esclavistas blancos—es un trago no sólo amargo sino laxante para la clase gobernante estadounidense. Aunque Obama diga lo contrario, Tarantino no está muy lejos de la realidad cuando en la premiación de los Golden Globe Awards levantó cejas tras opinar que la esclavitud persiste en EE.UU. mediante las reaccionarias leyes antidrogas que han puesto tras las rejas a un desproporcionado porcentaje de la población negra.

Siendo justos, es el espectro de Malcom X y Robert F. Williams lo que inquieta a la élite política estadounidense, no las fantasías cinematográficas de una imaginación algo fuera del patrón comercial de Hollywood. Pero para una tarde de sano entretenimiento, la violencia en los filmes de Tarantino, que por lo general concierne una torrencial revancha de los sojuzgados, es una bocanada de aire fresco.

Esto es lo que muchos de los seguidores del Spaghetti Western anhelan ver: el castigo ejemplar de una suástica tallada de por vida sobre la frente de un asesino nazi, o un antiguo esclavo negro pateando el trasero de despiadados esclavistas. Fantasías provenientes de la mente locuaz de Quentin sobre cómo sería un mundo donde los oprimidos e injuriados invirtieran los papeles para variar.

 

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