Por qué el Gobierno reprime la auditoría social en México

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Nunca es buena señal cuando un Gobierno empieza a desmantelar los pesos y contrapesos que evitan el abuso del poder

Por Guillermo Trejo

Uno de los conceptos más importantes que han surgido de las ciencias sociales en América Latina en los últimos años es la noción de la contraloría (auditoría) social —o societal accountability en inglés. Es un concepto acuñado por los politólogos argentinos Enrique Peruzzotti y Catalina Smulovitz en el que engloban las acciones pacíficas que llevan a cabo grupos de la sociedad civil para exponer, denunciar y cuestionar abusos de poder, corrupción y violaciones de derechos humanos por parte de los gobernantes y para exigir la rendición de cuentas y el castigo de quien viola la ley. Son acciones que llevan a cabo think tanks, organismos no gubernamentales (ONGs), periodistas y movimientos sociales en los medios de comunicación, en las calles y en las cortes. Son acciones que requieren de la existencia de la libertad de prensa, expresión y movimiento y de un poder judicial autónomo. El ejercicio de la contraloría social es de vital importancia en países donde las elecciones no logran ser un mecanismo efectivo de rendición de cuentas y de representación efectiva.

México vivió en el segundo semestre de 2014 un periodo de contraloría social sin precedentes. Mediante importantísimas investigaciones periodísticas se develaron graves conflictos de interés que afectan al presidente Enrique Peña Nieto y su círculo cercano de colaboradores y se exhibieron graves violaciones de derechos humanos por parte de miembros de las fuerzas armadas en la guerra contra el narco. Mediante enormes movilizaciones sociales, la sociedad civil inundó las calles del país para exigir verdad y justicia en el caso de los 43 estudiantes desaparecidos en el sureño estado de Guerrero a manos de gobernantes aliados con el crimen organizado.

Como suelen reaccionar los líderes autoritarios, los voceros del presidente Peña Nieto calificaron estas múltiples formas de movilización ciudadana como una conspiración en contra de las ambiciosas reformas económicas del presidente. Y hoy se aprestan a amedrentar a los actores y minar los derechos que hacen posible la contraloría social.

Como reaccionan los líderes autoritarios, los voceros del presidente Peña Nieto calificaron las marchas como una conspiración contra las reformas 

Tres ejemplos: El sorpresivo despido de la periodista Carmen Aristegui y su equipo de investigación de la radiodifusora MVS por una falta administrativa menor es un ataque en contra de la contraloría social. Aristegui y sus colegas se han destacado por investigar los temas que más molestan a los gobernantes, como el conflicto de interés, la corrupción y la violación de derechos humanos. Los programas que dirige Aristegui se han convertido en un foro para cientos de voces disidentes que no tienen cabida en los principales medios de comunicación. Aunque el despido de Aristegui y su equipo fue decisión de los dueños de un medio privado, es muy probable que la presión del Gobierno federal y del nuevo equipo de comunicación del presidente haya sido decisiva en el despido de la periodista. Sería un caso de represión encubierta en el que no hay coerción física, pero por medios soterrados se logra amedrentar a quienes proveen evidencia del abuso del poder. El mensaje es contundente: inhibir una de las actividades primordiales de control ciudadano del poder político – el periodismo de investigación.

El sorpresivo anuncio del Archivo General de la Nación de que ya no estarán disponibles para consulta pública los miles de documentos que dan cuenta de la participación gubernamental y de las fuerzas armadas en cientos de ejecuciones y desapariciones forzadas durante la Guerra Sucia en los años setentas es un ataque a la contraloría social. Esta información sirvió de fundamento para que la Comisión de la Verdad de Guerrero sustentara en su informe la activa participación del ejército en la desaparición forzada de cientos de guerrilleros, estudiantes, campesinos y disidentes políticos. Aunque el cierre de los archivos ha sido informado por un ente administrativo, es muy probable que las fuerzas armadas le hayan exigido al presidente el cierre de una fuente oficial que retrata un pasado represor y sugiere la continuidad entre prácticas del pasado y del presente. El mensaje es directo: inhibir el acceso al insumo más valioso para la contraloría social – la información.

Aunque el despido de Aristegui y su equipo fue decisión de los dueños de un medio privado, es muy probable que hubiera presión del Gobierno 

El sorpresivo nombramiento de Eduardo Medina Mora – un funcionario público que estuvo a cargo de los servicios secretos de México y luego de la procuración de justicia durante los primeros años de la guerra contra el narcotráfico – como ministro de la Suprema Corte de Justicia, ignorando más de 50 mil firmas ciudadanas que exigían un debate sobre los méritos del candidato es un ataque a la contraloría social. El alegato ciudadano sugería entre otros puntos que Medina Mora será juez y parte cada vez que lleguen a la corte denuncias de violaciones al debido proceso y a los derechos humanos cometidos durante la guerra contra el narco. En un conflicto que ha dejado 88,000 muertos y 23,000 desapariciones y en el que se ha pisoteado el estado de derecho y que será materia de futuras comisiones de la verdad, Medina Mora carecerá de la mínima neutralidad. El mensaje es claro: el presidente no quiere que las cortes sean aliadas de los ciudadanos para castigar el abuso del poder ejecutivo.

Nunca es buena señal cuando un Gobierno elegido a través de las urnas empieza a desmantelar los pesos y contrapesos que evitan el abuso del poder. Atacar a los actores y socavar los derechos que hacen posible la contraloría ciudadana del poder político es una ominosa señal de erosión democrática. Hay que encender las alarmas ahora, antes de que estos actos den pie a una regresión autoritaria.

* Guillermo Trejo es profesor de ciencia política en la Universidad de Notre Dame e investigador del Kellogg Institute for International Studies.

Fuente: El País

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