Policía política: nunca más

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Por Jorge Carrillo Olea

Muy justificada preocupación ha causado la posible vuelta de la Policía Federal a Gobernación. Otra vez la desinformación y la dramática experiencia forman la pauta de la opinión. Los actores de aquellos instrumentos represivos, no sólo la Dirección Federal de Seguridad, sino también el llamado servicio secreto, que acabó sus días disfrazado de Dirección de Investigación para la Prevención de la Delincuencia, son temas del pasado. Asesinaron, desaparecieron, torturaron, extorsionaron, robaron. Ellos y sus réplicas estatales no pueden ser reditados.

No tienen cabida en el México de hoy, pero como todas las cosas el hecho está sujeto a condiciones; en este caso, al menos dos: La voluntad presidencial y la vigilancia social. En aquellos tiempos ni una ni otra existieron. Se ejerció el poder con desprecio por la ley, de parte de la sociedad con inmadurez que no le permitió expresarse en sus facultades legislativas o judiciales, ni en las casi inexistentes organizaciones sociales, ni en dolientes con voz. Eso no existirá más, a menos que esos condicionantes fallaran. Definitivamente no será el caso, porque hoy es posible fijar sobre ellas un dominio.

Los controles deseables y viables son esencialmente cuatro: 1. control del Ejecutivo, que se materializa desde el primer momento al otorgar nombramientos exclusivamente a personas libres de sospecha y al fijarles espacios y objetivos factibles de medición y calificación. 2. Control del Congreso, al legislar reglas de contención y al obligar a la rendición de cuentas en comparecencias y reuniones de trabajo. 3. Control Judicial, mediante el efectivo actuar de jueces. A ellos procede comprobar, en su caso, que ciertos procedimientos empleados en las policías se ajusten a los fines previstos y por ellos aprobados. 4. Control Social, que es el ejercido mediante la actuación de organizaciones civiles, medios de comunicación y ciudadanía en general.

Estas concisas normas son efectivas, operan en otros países, pero naturalmente demandan ser tomadas en cuenta en las reglamentaciones correspondientes; en una auténtica resolución en favor de su cumplimiento; en la confiabilidad de los órganos de control y en la entereza por parte de la sociedad. Es un reto ampliamente compartido, que no puede con simple actitud antagonista adjudicarse simplemente al gobierno en turno. Es un derecho, facultad y responsabilidad que sólo operará si se comparte.

Aquel oscuro pasado fue posible básicamente como resultado del uso y abuso del poder, de la tolerancia, de la resistencia a todo afán democrático en pro de la legalidad. Esa deplorable situación de los cuerpos federales tenía su réplica lógica en los estados. Desaparecieron unos y, lamentablemente, se adaptaron otros. Es una tarea sin fin que se inició cuando hubo la voluntad de hacerlo y se responsabilizó de ello a sus niveles superiores, cuando se promovió su vigilancia (CNDH) y cuando se abrieron las puertas a sus gestores sociales.

Del pasado participaron, sirviéndose con complacencia el Poder Ejecutivo, con disimulo el Legislativo y el Judicial, y con amarga resignación parte de la sociedad. Empezaron a brotar voces de dolor, se hicieron cada vez más inocultables sus reclamos, se puso al poder contra la pared y así acabó en términos de aquellos extremos, una época de vergüenza nacional. Debería instaurarse una memoria pública a Rosario Ibarra y sus doñas respetabilísimas en su dolor; al obispo Samuel Ruiz; a Digna Ochoa, Tere Jardí, Carmen Merino, mencionando simbólicamente a pocos de ellos.

Con penosa lentitud se avanza cada día. Creció sobre el ido Calderón el apremio por promulgar una Ley para la Protección de las Personas Defensoras de Derechos Humanos. El recién establecido régimen no ha dado muestras de una preocupación específica sobre este tema. Es una urgencia que no debería llegar nuevamente a lastimosos extremos. Es tiempo de que el presidente Peña se pronuncie y, así, gobierno federal y estados muestren su compromiso en tan dolorosa especie.

Son estas el conjunto de razones y de fórmulas por las que se confía en que es posible evitar la vuelta al pasado. Decir enfáticamente ¡nunca jamás! Esa suposición en el contexto de lo deseable carecería de fundamento si sólo se basara en la confianza y no en la fortaleza de las decisiones, en la constancia de la presentación de cuentas, en la transparencia y, de manera muy definitoria, en no volver a permitir la impunidad.

hienca@prodigy.net.mx

Fuente: La Jornada

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