Periodismo New Age

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Por José Luis Franco

Hace unos días tuve una invitación para hablar del periodismo contemporáneo en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Autónoma de Sinaloa, en Mazatlán. La recibí por parte de alumnos motivados por un par de maestros, que me enviaron a su mejor representante, una muchacha inquieta, con los ojos llenos de curiosidad, para que me hiciera una entrevista previa. Casi como para que averiguara si estaba apto para una experiencia de ese nivel. Esa impresión me dio, pero no la manifesté.

La joven llevaba muy bien detalladas sus preguntas, incluso algunas eran complicadas hasta para el Director de Comunicación Social de la Presidencia de la República, aunque eso sí, no me preguntó por los tres libros que más han influido en mi vida. Pero era machacante en sus cuestionamientos. Hasta quería que le explicara la inexplicable existencia de la partida secreta que, como todos sabemos, falleció en el sexenio de Zedillo y, si acaso sobrevive en secreto, es secreta.

La verdad –sin asomo de menosprecio– no entendí la situación de tener un alumno enfrente, cuestionándome sobre los temas que debía abordar en la charla que iba a dar días más tarde, pero, sin incomodarme y ante un vaso de agua en Olas Altas –caso insólito en mi– respondí a sus cuestionamientos con el mismo ánimo con que veintitantos años antes lo hice ante un  suizo –que en una estancia en Jalapa fue asistente de Jorge Rufinelli–, mi sinodal para que me considerara capaz de ofrecer una conferencia sobre Jorge Ibargüengoitia a un grupo de estudiantes de Letras Hispánicas en Zurich University.

Se le veía entrona a la niña, a quien le auguro un buen porvenir en el periodismo si deja al lado consejos ajenos al momento de plantearse sus dudas. Su cuestionario, que traía en apuntes manuscritos era a todas luces un producto de alguna plática colectiva. Eso, a fin de cuentas, no importa cuando estamos en los titubeos primarios de lo que es la entrevista. Una vez, en Caracas, vi a un pobre estudiante de Comunicación que fue despreciado alevosamente por Aguilar Camín cuando le preguntó si le daba una entrevista. Como la simpatía no es su fuerte, el autor de Morir en el golfo le dijo que no. Le aconsejé al chamaco que nunca preguntara eso, que lanzara su pregunta de inmediato, sin pedir autorización. Vio mi gafete y preguntó lo mismo: ¿Le puedo hacer una entrevista? Dos derrotas el mismo día para el chamo.

Volviendo al tema, vi en la jovencita entusiasmo por su carrera y como pocas oportunidades tengo de conversar con la generación emergente, le fui respondiendo a como pude todas sus inquietudes aunque, repito, algunas no estaban a mi alcance por ser Secretos de Estado.

En el entusiasmo que me provocaba responder a sus inquietudes empecé a llenarle el panorama de nombres que desconocía. ¿Tom Wolfe? ¿Norman Mailer? ¿Truman Capote? ¿Rodolfo Walsh? Se me encendieron focos rojos y supe que no estaba ante el que fuera asistente de Rufinelli en Jalapa, pero además me entró la duda de que estuviera ante alguien que estudiara Ciencias de la Comunicación y que, además, venía asesorada por maestros de la carrera.

Le expliqué de una manera somera, casi al modo Rius y sus manuales prácticos de temas tan confusos como la religión, el marxismo, el consumo de carne o el hábito por el alcohol, o el tabaco y otras yerbas, lo que era el Nuevo Periodismo, esa corriente encabezada por esos cuatro personajes que lograron renovar una concepción arcaica.

Le hablé de A Sangre Fría, de Truman Capote, le dije que Asesinato, de Vicente Leñero, lo había tomado como modelo. Le dije de las crónicas de Norman Mailer, para mi el mejor cronista contemporáneo, capaz de hacer de una pelea de box algo más atractivo que la llegada del hombre a la Luna.

Le dije cómo habían revolucionado el lenguaje, de su parentela en nuestro idioma, encabezada por Tomás Eloy Martínez, con sus trabajos periodísticos sobre Perón y su excelente Santa Evita, del ya mencionado Vicente Leñero, de Carlos Monsiváis, de Elenita Poniatowska, que en sus entrevistas se comía vivos a todos con su aparente inocencia que en realidad era un anzuelo para pescar la mejor respuesta.

En reconocimiento a su ansiedad de conocimiento, la joven anotó todos los nombres que le fui dando, algunos se los tuve que anotar por ser extranjeros. La verdad, me sentía espantado que desconociera a esas figuras básicas para entender el desarrollo del periodismo. Como si un estudiante de informática no supiera quienes eran y lo que habían hecho Steve Jobs o Bill Gates.

Pasado el trago amargo para la muchacha, que traté no fuera demasiado amargo por respeto a su edad formativa, continuó con sus preguntas prefabricadas en contubernio, a las que di las respuestas que mi capacidad me permitía ofrecer, pensando en mis adentros que más que inspirarle rebuscamientos los maestros deberían enseñarles cosas sencillas, como adentrarse en Música para camaleones, de Capote, o Los tipos duros no bailan, de Mailer; Crónica de una muerte anunciada, de García Márquez, o ya de perdida Se busca a una mujer, de Bukowski, aunque no pertenezca al Nuevo Periodismo, pero ayuda para tener ánimos de resolver situaciones con el lenguaje.

Cuando tuve aquella plática con el ex asistente suizo de Rufinelli, en la que tuve que responder preguntas sobre Octavio Paz, Juan Rulfo, Carlos Fuentes, Alfonso Reyes, Juan José Arreola, José Emilio Pacheco, cerramos la charla con una fecha estipulada y la promesa de que se cumplirían cabalmente mis peticiones técnicas. En el caso reciente, fue la misma. Bueno, me dieron fecha.

Un día antes de dar la charla me cambiaron la pichada. No sería una conferencia sobre periodismo contemporáneo lo que yo habría de hacer, sino que sería un panel en el que estaría acompañado por mi amiga periodista Verónica Arredondo, que al verme en la mañana del compromiso me confesó que, como yo, no estaba muy enterada de lo que tenía qué hacer.

Acabamos hablando de vaguedades ante un auditorio iluminado con la absurda esperanza de hacer buen periodismo sin necesidad de leer, no digo un libro: la realidad.

Fuente: Sin  Embargo

 

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