Los nuevos balseros

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Por Jorge Durand

En la década del 90 los medios llamaban la atención sobre la migración de los llamados boat people, barcos maltrechos llenos de emigrantes o gente desesperada que se lanzaba a la mar en espera de que algún otro barco los salvara del naufragio y los llevara a algún país que se viera obligado a acogerlos.

Primero fueron los vietnamitas que huían de la calamitosa situación de la posguerra; luego los desheredados de países quebrados o fallidos con gente que escapaba de las dictaduras, pero también de la miseria y la imposibilidad de pensar en alguna alternativa viable de sobrevivencia en su nación de origen.

Luego los haitianos tomaron el mismo rumbo en la zona del Caribe, con la esperanza de llegar a alguno de los cayos estadunidenses o cualquier país que les diera asilo. Sus razones para salir eran más económicas que políticas; no le veían ningún futuro a quedarse en su isla devastada y erosionada.

En el caso de los balseros cubanos, la aventura era más bien individual o de pequeños grupos de amigos o familiares que se arriesgaban en pequeñas e improvisadas balsas a cruzar el estrecho de la Florida y solicitar refugio. Se aducían razones políticas y económicas, pero mal que bien, todos los cubanos tenían algún tipo de trabajo, además de acceso a la educación y la salud.

En realidad, muchos cubanos habían tocado fondo a nivel personal, era la época terrible del periodo especial, cuando se les terminó el subsidio que recibían del régimen soviético. Era una situación extrema de sálvese quien pueda, donde no importaba dejar atrás a la esposa, los hijos, los amigos. En realidad se escapaba de la cotidiana austeridad, del hacinamiento y el racionamiento, de la imposibilidad de vislumbrar un futuro donde su individualidad tuviera cabida, alguna salida.

Pero los casos de Haití y Cuba pueden ser extremos: uno en el escenario del subdesarrollo y la pobreza extrema y otro en el contexto de un régimen que limita la posibilidad de viajar, de emigrar. Carencia que se vuelve dramática cuando se tiene la certeza de que Estados Unidos les ofrece asilo en términos ilimitados.

Sin embargo, hoy en día podemos constatar que sucede lo mismo en el contexto del capitalismo subdesarrollado. Los indocumentados que vemos al lomo de La Bestia ya no son todos migrantes laborales o personas que van al rencuentro de sus familias radicadas en Estados Unidos. Muchos son los desahuciados del sistema capitalista que no tienen nada que perder. Quizá algo que ganar o, de perdida, pasear, conocer, aventurarse, a pesar de todos los riesgos.

Los migrantes de hoy ya no son como los de ayer, que tenían ciertos recursos económicos y algún capital social para emprender el viaje. Antes, los pobres se quedaban en casa y con gusto asumían las labores que dejaban vacantes los migrantes. En otros tiempos los indígenas se quedaban en sus comunidades y sobrevivían con las pocas y pobres tierras que les había concedido en usufructo la reforma agraria. Hoy, cientos de pueblos, rancherías y comunidades se están muriendo; el despoblamiento rural es corrosivo y el final inevitable.

Antes fueron los migrantes del campo a la ciudad que salían en busca de empleo, luego muchos se aventuraron a irse al norte en busca de oportunidades; hoy en día el capitalismo salvaje ha generado una nueva generación de migrantes desahuciados por la vida y el sistema, tanto urbanos como rurales: los que no tienen nada que perder, salvo la vida. Y están dispuestos a jugársela.

Más vale morir en el camino en busca de algo, de un golpe de suerte, que morir de hambre en un pueblo miserable y en un país donde no hay nada qué hacer, donde campea la impunidad, donde los políticos y los policías se dedican a robar y la esperanza es asunto de unos pocos. El capitalismo ya no es el sistema donde con trabajo y esfuerzo se podía salir adelante. Ese cuento de los países en vías de desarrollo ha llegado a su fin.

Bárbara Gómez, estudiante de la U de G, que colabora en el comedor migrante FM4, en Guadalajara, entrevistó a una pareja que viajaba con su hijo de 2 años. Y la razón que daban para emigrar era que querían pasear y ver qué oportunidades le deparaba en viaje. Él ya tenía experiencia como migrante, y su esposa lo animó a emprender el viaje en familia, disquepara conocer. Y justificaba su atrevimiento diciendo que había conocido a otra pareja que viajaba con tres hijos en el lomo del tren, mientras él nada más tenía uno. El panorama es desolador. Hay mujeres en estado avanzado de embarazo que no tienen ninguna posibilidad de cruzar la frontera, hay niños que van en busca de sus padres a los que prácticamente no conocen, hay madres de familia que huyen de sus pueblos, de sus casas y de su propia historia, porque ya no hay otra alternativa.

En realidad, se trata de un panorama global más que regional o centroamericano. Es el anuncio de una crisis generalizada del sistema capitalista periférico, que nunca va a salir del subdesarrollo y que hoy se expresa como miseria, violencia e impunidad extremas. Eso explica que hoy en día haya migrantes africanos que quieren ir a España, donde se vive una crisis sin precedentes y donde no hay ninguna alternativa laboral. Es por eso que tantos migrantes centroamericanos y algunos mexicanos se aventuran a viajar hacia el norte en el lomo de La Bestia. Muchos ni siquiera saben con precisión a dónde quieren ir, por eso en las casas de migrantes hay mapas donde les explican nociones básicas de geografía y las rutas que podrían seguir.

Estos nuevos balseros, navegantes en el lomo de La Bestia, sólo quieren huir. Escapar de una realidad, de un sistema que los ha marginado al extremo, que les ha cortado toda esperanza de construir un futuro soportable. La diferencia con los balseros de antes es paradójica: en el mar se enfrentaban a los peligros de la naturaleza, en tierra mexicana se enfrentan a posibles accidentes, que ya han costado vidas y decenas de mutilados, pero también a sus semejantes que matan, violan, roban, agreden y extorsionan.

Fuente: La Jornada

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