La libertad de elegir y otras argucias

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Por Rolando Cordera Campos

La libertad de elegir no está a discusión, sobre todo si se hace caso omiso de las condiciones y circunstancias que rodean y modulan tal elección. De este axioma se pasa sin mayor trámite a proclamar la libertad política como valor absoluto que no requiere comprobación, lo que puede ser hobby o divertimento de liberales más bien silvestres, por poco ilustrados en la materia, pero que será uno de los argumentos más manidos del poder establecido y sus ocasionales partidarios, una vez que las aguas del malestar ciudadano retomen su lodoso nivel y la puja distributiva reclame la centralidad que merece, cuando la política de composición y oportunismo con que arrancó el nuevo gobierno dé de sí.

Por más que se los eluda, algunos de los temas elementales de la normalidad electoral siguen con nosotros sin encontrar salida. Los usos y los abusos del dinero privado y público, por ejemplo, no ha dejado de ser el argumento más visitado por la oposición política y, en especial, por la coalición que apoyó a Andrés Manuel López Obrador tanto en 2006 como el año pasado. Y por más que pase el tiempo, no ha habido una respuesta política e institucional satisfactoria a esa protesta que no ha pasado al archivo muerto, a pesar de tanto afán normalizador.

Si algo acompaña y alimenta tal reclamo, más allá de la desfachatez de los poderosos, es la falta de argumentos aceptables o, por lo menos, dignos de consideración, de la autoridad responsable y de quienes piensan que el proceso electoral de la sucesión presidencial no ha tenido fallas profundas. Como se recordará, esta cuestión adquirió ribetes de crisis constitucional en 2006, pero seis años después mantuvo su vigencia como reclamo y entredicho del proceso en su conjunto.

El México de entonces, de ayer, sin duda, por tanto cambio subsecuente, pero también el de hoy, si asumimos la inconclusión política de 2012 que encarnan López Obrador y su proyecto de Morena, no pasó la prueba de ácido de la limpieza electoral, y los gobernantes y gobiernos resultantes han tenido que apelar a aquella invención nefasta del señor Luis H. Álvarez y patriotas que lo acompañaron, de la legitimidad por desempeño.

Gracias a esta bien aventurada fórmula del patriarca chihuahuense, el PAN pudo acomodarse en sus relaciones con el poder del Estado y, luego, prepararse para acometer la toma del poder presidencial. Frente al embate panista y de la barbarie norteña, había un PRI que no encontraba brújula ni jefe y se debatía entre el liberalismo social del presidente Salinas, que no se atrevía a reconocer historia ni prosapia, y el liberalismo más bien salvaje de su sucesor, el presidente Zedillo, quien se reducía a reclamar de tirios y troyanos la aceptación entusiasta, cuando no gozosa, de que no había otra ruta que la suya. La sana distancia decretada para relacionarse con su partido fue desastrosa para sus seguidores y jerarquías. Pero eso sí, fiel y consecuente con la divisa vergonzantemente adoptada y, tal vez, concertada con el Washington de Clinton y el inefable Summers, de darle a la grey toda la libertad para por fin elegir.

Y así entró México en la fase de la llamada alternancia, cuyo principal usufructuario se negaba a reconocer como tal, para proponer a cambio el inicio de una transición sin adjetivos ni congruencia. En vez de hacerse cargo de los deberes normalizadores y reformadores del Estado que su victoria le asignaba, el gobierno del presidente Fox se abocó a un festín dilapidador de recursos y activos políticos que no encuentra parangón en aquel pasado que sus epígonos insisten en declarar inexistente.

El precio que se ha pagado por tanta ignorancia e irresponsabilidad políticas todavía no acaba de estimarse; si lo calculamos por sus resultados, en especial por aquellos que caracterizaron su sucesión, habría que hablar más bien de un costo histórico y político, tal vez irrecuperable en el corto plazo. Por desgracia, se trata de un fardo no asumido cabalmente, que no se desvanece con el cambio de manos en el gobierno y que, en un descuido, puede incluso aumentar si su secuela se mantiene intocada y da lugar a evoluciones disolventes como las que encarnan los grupos de vigilantes de Guerrero, Michoacán o Oaxaca.

La política constitucional, la que requiere nuestra balbuceante democracia, con y sin Pacto, no las tiene todas consigo y nadie debería apostar a que, merced a las destrezas concertadoras de que ha hecho gala el nuevo grupo gobernante, pronto pasaremos a una normalidad democrática sin asperezas ni sobresaltos. Las cuotas de pobreza son mayúsculas y muchos de sus habitantes en el campo y en las ciudades sufren hambre pero no sólo de pan, sino de empleo, justicia y atención.

Y los de arriba, a juzgar por los devaneos de la diputación priísta, luego de entonar las honras fúnebres del privilegio de la concentración del privilegio y riqueza se aprestan a celebrar a Lampedusa. ¡Y que la competencia nos y los purifique!

La libertad de elegir no está a discusión se nos dice, porque con ella va de la mano la libertad política tan ansiada; pero, ¿qué elegir y entre qué? ¿Para quién? Estas y otras cuestiones han desvelado a los liberales y socialistas serios y a Anatole France lo llevaron a ver de otra manera los puentes del Sena. Antes de proclamar la llegada del reino libertario, nuestros aprendices de brujo bien podrían tomar un diplomado… o escuchar y leer bien al papa Francisco.

Fuente: La Jornada

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