La agenda con Estados Unidos

0

Por Javier Sicilia

México –es ya un espantoso lugar común– lleva en menos de siete años, según datos oficiales, más de 70 mil asesinados y cerca de 30 mil desaparecidos. Estados Unidos, desde la masacre de Newton en diciembre de 2012, donde perdieron la vida 20 niños, lleva contabilizados, hasta recientes fechas, 2 mil 657 asesinatos. Todos ellos han sido víctimas, de alguna o de otra manera, de las armas, muchas de ellas de asalto, vendidas de manera legal e ilegal en Estados Unidos.

Estas son sólo cifras, estadísticas que generan una percepción lejana de la realidad, como si la miráramos en una maqueta que no dice nada sobre el horror. Para poder comprenderlo hay que oír el relato de las víctimas, lo que vemos cada noche y nos levanta sobresaltados. Yo, desde hace dos años, no dejo de mirar desde la soledad a mi Juanelo y a sus seis amigos sometidos por unos hombres armados. Están solos frente a ellos, aterrados. Los insultan, los golpean con las culatas de sus armas y los encierran en una bodega. Su miedo se hace cada vez mayor. Argumentan, piden, suplican. Pero esos tipos se sienten seguros detrás de la prepotencia de sus armas y vuelven a golpearlos. Los humillan más, los desnudan, los escupen, los torturan, los vejan. Les han ido destruyendo lentamente su humanidad, llenándolos de un terror animal. Mi Juanelo ha visto morir a sus amigos asfixiados con bolsas de plástico –esos imbéciles no quieren usar sus armas para no llamar la atención–. Le toca a él. Respira con dificultad, con una avidez por la vida que no alcanza su objeto. No hay súplica, no hay compasión, no hay terror ni amor que alcancen a contener la gangrena del alma con la que, al igual que lo han hecho con sus amigos, se lanzan sobre él, que en el terror de su soledad y de su asfixia se pregunta por qué le hacen eso.

Junto a esas insoportables imágenes que cada noche me persiguen no he dejado de escuchar a lo largo de dos años esas historias en donde muchachos desnudos y desarmados han sido pacientemente destruidos, mutilados, torturados y después asesinados con bolsas de plástico, con ráfagas de AK 47 o con un tiro en la nuca, por seres armados cuyo rostro se parece al nuestro. Y frente a cada una de esas historias que las víctimas y quienes trabajan a su lado llevamos con nosotros, la cabeza nos da vueltas, la angustia nos atraganta el alma y nos preguntamos ¿cómo es posible? Sin embargo, lo es; lo está siendo en este momento en que escribo estas líneas. Las causas –si es que hay causas para hacer eso– son insondables. Pero hay una que nos paraliza. Esos hombres pueden hacer lo que hacen, porque otros, que también se parecen a nosotros, que son buenos padres, como nosotros, que tienen hijos buenos, como a los que a nosotros nos arrebataron, decidieron en nombre del dinero y de sus imbéciles razones, fabricar armas, comercializarlas, vendérselas a los asesinos e irse a dormir en paz. Porque también otros hombres que custodian el Estado y que dicen resguardar nuestra seguridad, decidieron, por las mismas razones y amparándose en leyes injustas, que eso que hacen los fabricantes y comerciantes de armas está bien.

Pero no lo está. Ningún arma, ningún interés comercial, ninguna justificación ideológica, como la que ampara la segunda enmienda de la Constitución de los Estados Unidos, ninguna lucha contra las drogas, que en México alimenta exponencialmente el comercio de armas y el crimen, vale esa realidad atroz. Es necesario que esos hombres sepan que un solo cabello de esos muchachos y de esos niños asesinados y desaparecidos por el miserable poder de las armas, que un solo cabello de esos muchachos y de esos niños que corren el peligro de ser destrozados por la prepotencia tecnológica de la industria armamentista, que una sola de las angustias de las madres y padres que buscan a sus hijos que unos hombres armados se llevaron, que una sola de nuestras noches frente a la muerte de nuestros hijos, es más importante para México y los Estados Unidos que los millones de hombres y mujeres que con la sonrisa en los labios defienden el universo de las armas y de la guerra contra unas sustancias que deben ser vistas, no como un asunto de seguridad nacional, sino como un problema de salud que deben regular y controlar los Estados.

Detener las armas y cambiar la óptica frente al problema de las drogas debe ser, de cara a las evidencias del horror y no de la estadística, la prioridad del encuentro que en mayo sostendrán Barack Obama y Enrique Peña Nieto en México. Esa debe ser la base de la agenda bilateral y también la responsabilidad de los ciudadanos de ambos países. Si no presionamos para que así sea, si dejamos que sólo los intereses comerciales y políticos –que han arrodillado a los Estados para hacerlos justificar el crimen– hablen por boca de nuestros mandatarios arropados, como siempre, por nubes de fotógrafos y grandes titulares, todos tendremos el rostro de los asesinos. Entonces nosotros, los que no podemos ya dormir porque sabemos del horror y no tenemos corazón para aceptarlo, seguiremos luchando, contra los delicados que nos encuentran monótonos, para cambiar la suerte que las democracias también reservan a los seres humanos.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco, hacerle juicio político a Ulises Ruiz, cambiar la estrategia de seguridad y resarcir a las víctimas de la guerra de Calderón.

Fuente: Proceso

Comments are closed.