Juicio sí, impunidad no

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Por Epigmenio Ibarra

A finales de diciembre de 1997, Carlos Fuentes nos invitó a Verónica y a mí a su casa. Llegamos al caer la noche. Ya estaban ahí Gabriel García Márquez, Carlos Payán y José Saramago. Unos días antes habíamos filmado el funeral de las víctimas de la masacre de Acteal.

La prensa, que fue a cubrir la nota, se retiró antes de que los 45 ataúdes fueran colocados al fondo de una larga zanja que, con sus propias manos, habían cavado los sobrevivientes. Solo Carlos Monsiváis, Hermann Bellinghausen, Verónica y yo nos quedamos ahí.

Filmamos el momento en que los deudos colocaban juguetes (20 niños fueron asesinados), cobijas y guajes dentro de las cajas y se despedían de sus seres queridos. Entre sollozos y oraciones la gente nos narró la masacre; el horror que vivieron esa noche, mientras rezaban por la paz, en la ermita de su comunidad.

Recuerdo a José Saramago, sentado al borde de la cama, llorando mientras veía, con el Gabo y Fuentes, en la recámara de este último, el video que un día antes habíamos proyectado en el Zócalo.

Pienso en las lágrimas de Saramago provocadas por las muchas lágrimas derramadas por los sobrevivientes de Acteal, y pienso en los campesinos masacrados en Aguas Blancas en 1995, en los cuerpos destrozados por la metralla en las masacres de El Charco y El Bosque en 1998, en la tortura y la violencia sexual a las que fueron sometidas las mujeres de Atenco en 2006, en las 25 niñas y los 24 niños que no debieron morir en la Guardería ABC en 2009, en los 15 adolescentes masacrados en Villas de Salvárcar a los que despreció Felipe Calderón porque “en algo andaban”, en los dos estudiantes del TEC de Monterrey que según dijo el ejército estaban “armados hasta los dientes”, en los 300 desaparecidos de Allende en 2011 a los que el gobierno no quiso prestar ayuda, en los 22 fusilados en Tlatlaya en 2014, en los heridos a los que la policía federal remató en Tanhuato y en Ecuandureo en 2015, en aquellos a los que, en Apatzingán, los federales obedeciendo la orden de un oficial “mataron como perros”, en los 43 normalistas de Ayotzinapa. En las familias resquebrajadas por la guerra que Calderón nos impuso y que Enrique Peña Nieto continuó. En las heridas que tardarán generaciones en cerrar, en la sangre que a causa de esa guerra aún se sigue derramando a caudales, en tantos crímenes del pasado aún impunes pienso en este momento.

Y pienso también en el saqueo neoliberal, en los sobornos de Odebrecht e Iberdrola, en el remate de los bienes nacionales, en la destrucción de Pemex, en la demolición del sistema de salud pública, en la monstruosa desigualdad social, en el negocio de las medicinas, en el brutal cinismo de quienes siguen hablando de ese México al que masacraron, sometieron, saquearon a su antojo, como si hubiera sido Suiza. Y pienso en las y los periodistas que sirvieron y sirven al viejo régimen; en el descaro con que mienten y se fingen víctimas y en los oligarcas rapaces que antes mandaban sobre los presidentes y que piensan que el país es solo uno más de sus negocios.

A ese rosario de crímenes, que hicieron llorar a Saramago y sangrar a varias generaciones de mexicanas y mexicanos, desde Tlatelolco hasta Ayotzinapa y Nochixtlán, lo hilvana esa impunidad que, según Eduardo Galeano, “premia el delito, induce a su repetición y le hace propaganda: estimula al delincuente y contagia su ejemplo”. ¿Queremos —les pregunto— ser gobernados de nuevo por asesinos y ladrones? ¿Queremos que, a causa de la impunidad y como dice Giovanni Papini, no haya en este país otra moral que la de los lobos, otro código que el de los buitres? Yo no quiero. Por eso este 1 de agosto, en la consulta, votaré: juicio sí, impunidad no.

@epigmenioibarra

Fuente: Milenio

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