A la luz de la reforma al Poder Judicial, Natalia Torres Salim analiza la sentencia Camba Campos y Otros Vs. Ecuador, de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, a propósito de la inamovilidad masiva de juzgadores.
En el marco de un Estado constitucional de derecho, el acceso a la justicia y la protección efectiva de los derechos fundamentales requieren no solo la existencia de órganos jurisdiccionales, sino también que éstos estén dotados de condiciones estructurales y funcionales que aseguren su imparcialidad, independencia y eficacia. Estas condiciones son conocidas como garantías jurisdiccionales, y conforman un conjunto de principios y mecanismos institucionales cuyo propósito es asegurar que los jueces, al ejercer su función, lo hagan con autonomía frente a presiones externas, sin temor a represalias ni incentivos indebidos.
La independencia judicial constituye una piedra angular del sistema democrático. Según lo ha definido la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), esta independencia tiene una doble dimensión: institucional, referida a la autonomía del poder judicial frente a los otros poderes del Estado, y personal, vinculada a la garantía de que cada juez pueda resolver los asuntos sometidos a su conocimiento sin interferencias, coacciones o amenazas.1
En su dimensión de independencia personal, la independencia judicial exige que los jueces cuenten con condiciones que los protejan frente a decisiones arbitrarias que puedan comprometer su función. En este contexto, la inamovilidad de juzgadores aparece como una garantía fundamental que salvaguarda la estabilidad en el cargo como presupuesto del ejercicio libre e imparcial de la función judicial. Ello no solo constituye una prerrogativa funcional del Poder Judicial, sino también un derecho de las personas justiciables a ser juzgadas por autoridades imparciales, que resuelvan sin presiones externas y con base únicamente en el derecho y sus principios. La inamovilidad, en este sentido, deja de ser un atributo del cargo para convertirse en una condición indispensable del acceso real a la justicia y, en última instancia, de la legitimidad del sistema democrático.
En vísperas de la entrada en funciones de los nuevos juzgadores electos el pasado 1 de junio de 2025 en México, como resultado de la reforma al Poder Judicial, resulta indispensable volver la mirada a la experiencia internacional.
Lo que hoy parece una coyuntura inédita para nuestro país, ha sido, en realidad, una historia ya contada en los foros de justicia internacional. La remoción masiva, la ruptura del equilibrio institucional y la sustitución abrupta de cuerpos judiciales han sido prácticas que otros Estados han intentado justificar bajo discursos de transformación, pero que, examinadas desde una perspectiva de derechos humanos, revelan patrones preocupantes.
Casos como el de Camba Campos y otros vs. Ecuador, por mencionar sólo uno, demuestran que este tipo de decisiones, cuando se apartan de los estándares de legalidad, debido proceso e independencia judicial, no solo vulneran la estabilidad de las instituciones, sino que abren la puerta a dinámicas autoritarias en nombre del cambio. Lo que está en juego no es solo la configuración del Poder Judicial, sino la garantía efectiva de los derechos y libertades de toda la ciudadanía. Reflexionar a la luz de este caso resulta no sólo oportuno, sino urgente.
CUANDO LA HISTORIA YA FUE JUZGADA: lecciones desde la justicia internacional.
En el año 2004, Ecuador vivía un momento político de alta tensión institucional. El entonces presidente Lucio Gutiérrez impulsaba una reconfiguración del poder público a través del Congreso Nacional, donde había logrado una mayoría parlamentaria temporal mediante alianzas frágiles y oportunistas. En ese contexto, el 25 de noviembre de 2004, el Congreso (actuando sin procedimiento previo, sin derecho de defensa y sin competencia para ello), resolvió destituir a los nueve magistrados que integraban el Tribunal Constitucional del país. Esta decisión se tomó mediante la Resolución No. R-25-174, aprobada con 52 votos de los 100 diputados presentes, sin que existiera causa legal, proceso administrativo, ni juicio seguido en contra de ellos, que pudiera explicar la decisión. El argumento fue genérico: una supuesta «pérdida de confianza«. De inmediato, el Congreso procedió a designar a nuevos magistrados.
Los hechos que detonaron esta decisión estaban directamente vinculados a las resoluciones del Tribunal Constitucional que incomodaban a sectores del poder. En particular, días antes, el Tribunal Ecuatoriano había emitido fallos que limitaban la intervención del Ejecutivo en procesos judiciales, y que anulaban reformas impulsadas por la mayoría legislativa. La destitución no fue un acto aislado, sino parte de una estrategia más amplia para neutralizar a órganos de control que obstaculizaban la concentración de poder. Además del Tribunal Constitucional, también fueron removidos de manera arbitraria jueces de la Corte Suprema de Justicia y del Tribunal Supremo Electoral, conformando lo que la prensa y sectores académicos llamaron entonces una «muerte cruzada institucional«.
El proceso seguido por el Congreso violó de forma flagrante las garantías del debido proceso, al no ofrecer a los magistrados la oportunidad de defenderse, ni en sede administrativa ni jurisdiccional. No existía en la Constitución ni en la legislación secundaria ecuatoriana de la época una atribución expresa al Congreso para destituir jueces constitucionales. De hecho, el diseño institucional preveía que los magistrados solo podían ser removidos por faltas graves y tras la tramitación de un juicio político ante el propio órgano legislativo, con respeto a las formalidades sustantivas y procesales correspondientes. Nada de eso ocurrió. La decisión fue tomada como un acto político, con base en una supuesta potestad de control político sin fundamento legal, y en abierta contradicción con el principio de separación de poderes.
La situación adquirió un carácter aún más grave cuando el Congreso, tras cesar ilegalmente al Tribunal, designó a los nuevos integrantes del órgano constitucional sin seguir tampoco procedimiento reglado alguno. Las nuevas autoridades asumieron funciones con el beneplácito del Ejecutivo, consolidando un nuevo esquema institucional alineado con los intereses coyunturales de la mayoría parlamentaria. Desde entonces, los magistrados cesados no solo fueron excluidos del cargo, sino que se les cerraron sistemáticamente las vías judiciales internas para impugnar su remoción. Esta combinación de ilegalidad, ausencia de recursos efectivos y falta de reparación dio lugar a la presentación del caso ante el sistema interamericano.
En el caso Camba Campos y otros vs. Ecuador, la Corte Interamericana de Derechos Humanos se enfrentó a una de las discusiones más relevantes para la defensa de la independencia judicial en América Latina: la destitución masiva de los jueces del Tribunal Constitucional ecuatoriano en 2004 por parte del Congreso Nacional. A través de esta sentencia, la Corte no sólo resolvió la situación de los diecisiete magistrados cesados, sino que fijó estándares esenciales sobre el alcance del derecho a la estabilidad en el cargo, el debido proceso y la protección judicial como garantías estructurales del Estado de Derecho.
El núcleo jurídico del litigio giró en torno a la pregunta de si los magistrados del Tribunal Constitucional, como titulares de órganos de control constitucional, gozaban de las mismas garantías reforzadas que el sistema interamericano ha reconocido para los jueces ordinarios. La Corte resolvió esta interrogante afirmativamente: tanto la independencia como la estabilidad son condiciones esenciales de toda función jurisdiccional, incluyendo aquella ejercida por órganos de justicia constitucional. Desde esta óptica, la remoción abrupta de los jueces, sin proceso alguno y sin oportunidad para contradecir los hechos, vulneró los artículos 8.1 y 9 de la Convención Americana, que consagran el derecho a ser oído con las debidas garantías y el principio de legalidad, respectivamente.
Uno de los aportes más contundentes de la sentencia reside en su razonamiento sobre el alcance del debido proceso en sede administrativa y parlamentaria. Contrario a la visión tradicional que reserva estas garantías exclusivamente a los procesos judiciales, la Corte sostuvo que toda actuación estatal que afecte derechos debe respetar los principios de defensa adecuada, imparcialidad e independencia. Así, incluso tratándose de una decisión parlamentaria (como fue la destitución en este caso), la Convención exige condiciones mínimas que protejan a los afectados frente al ejercicio arbitrario del poder.
Además, la Corte abordó el principio de legalidad desde una doble perspectiva: por un lado, la inexistencia de una norma clara y previa que habilitara al Congreso para cesar a los magistrados; y por el otro, la imprevisibilidad del acto, que dejó a los jueces desprovistos de toda posibilidad razonable de defensa. Esta combinación de incerteza normativa y arbitrariedad fáctica constituye, a juicio del Tribunal, una manifestación del uso abusivo del poder público, incompatible con los compromisos internacionales del Estado ecuatoriano.
En ese mismo hilo de ideas, otro punto crucial fue la discusión sobre el acceso a recursos judiciales efectivos. Los magistrados destituidos intentaron acudir a diferentes vías internas para cuestionar su remoción: presentaron acciones ante el propio Congreso, ante la Corte Suprema de Justicia y ante órganos administrativos. Sin embargo, todas estas instancias no tuvieron éxito, ya sea por falta de competencia, por omisiones procesales o por consideraciones puramente políticas.
La Corte Interamericana evaluó esta falta de respuesta estatal como una denegación de justicia, violatoria del artículo 25 de la Convención Americana Sobre Derechos Humanos. En su análisis, enfatizó que no basta con la existencia formal de recursos legales; estos deben ser idóneos y eficaces para restituir derechos cuando se han visto amenazados o vulnerados.
Este razonamiento llevó a una conclusión estructural: la remoción de los magistrados no fue simplemente una decisión institucional desafortunada, sino un acto de ruptura del orden constitucional. La Corte identificó un patrón de instrumentalización del Congreso frente al Tribunal Constitucional, con motivaciones políticas evidentes que buscaban neutralizar a un órgano de control incómodo. El daño, por tanto, no fue solamente individual (aunque las afectaciones personales fueron profundas), sino institucional: se trató de una amenaza al equilibrio entre poderes y a la función de control que el constitucionalismo moderno reserva a los tribunales especializados.
La Corte incorporó un enfoque colectivo en su análisis, resaltando que la afectación a la independencia judicial no solo perjudica a los funcionarios removidos, sino que debilita la confianza ciudadana en la capacidad del sistema para impartir justicia.
En ese sentido, subrayó que los jueces no son simplemente servidores públicos; son, en su rol institucional, garantes de los derechos fundamentales de todas las personas. Despojarlos de sus cargos sin fundamento legal y sin derecho de defensa es una regresión inaceptable que mina la estructura democrática.
La Corte Interamericana continuó su razonamiento adentrándose en uno de los temas más delicados del caso: la violación a los derechos políticos de los magistrados cesados.
A diferencia de otras funciones públicas, el rol de un juez constitucional no es una actividad representativa ni está sujeta a la decisión de las mayorías. Por ello, la Corte interpretó el artículo 23 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos2, no solo como el derecho a votar o ser elegido, sino como la garantía de acceso, permanencia y estabilidad en cargos públicos en condiciones de igualdad, legalidad y razonabilidad.
El punto clave fue que la remoción de los magistrados interrumpió arbitrariamente el ejercicio de una función pública que, además, estaba revestida de una dimensión democrática en sentido sustantivo: el control de constitucionalidad. La Corte enfatizó que la garantía de permanencia en el cargo es inseparable de la noción de independencia judicial. Por tanto, cualquier afectación sin causa objetiva y procedimiento debido vulnera simultáneamente el derecho político del juez y el derecho colectivo de la ciudadanía a contar con instituciones independientes. Esta interpretación da un giro relevante al artículo 23, consolidándolo como un paraguas protector de la institucionalidad democrática.
Además, el análisis interamericano puso el foco en las consecuencias personales del acto de destitución. La Corte evaluó, con detenimiento, el daño moral y profesional sufrido por las víctimas. Fueron separados del cargo sin previo aviso, con deshonra pública, y sin posibilidad de defensa. Esto implicó una afectación a su honra, reputación y trayectoria, así como a sus proyectos de vida. La sentencia reconoce que la remoción abrupta y sin base legal razonable constituye una forma de estigmatización institucional. La dimensión humana de la decisión judicial es aquí tangible: se reconoce el sufrimiento de quienes, más allá de su cargo, vieron vulnerada su dignidad personal en el contexto de una maniobra política orquestada desde el poder legislativo.
A partir de lo anterior, la Corte ordenó una serie de medidas de reparación integral. Las más destacadas fueron: la publicación de la sentencia, el pago de indemnizaciones por daño material e inmaterial, y la inclusión de los nombres de las víctimas en el registro oficial de funcionarios cesados arbitrariamente. No obstante, quizá la medida más significativa, aunque no de cumplimiento material, fue la instrucción al Estado de adoptar mecanismos normativos y administrativos que aseguren la independencia de los órganos de justicia constitucional.
En otras palabras, la Corte no solo buscó restituir derechos individuales, sino promover garantías de no repetición estructurales, sentando un precedente crucial para el sistema judicial ecuatoriano y para otros países de la región.
Un aspecto particularmente interesante de la sentencia fue el deslinde que hizo entre “remoción” y “responsabilidad disciplinaria”. La Corte explicó que no toda separación del cargo es per se ilegítima; un juez puede ser removido, por supuesto, cuando existan causas objetivas, definidas legalmente, y se siga un proceso que respete las garantías del debido proceso. Sin embargo, en este caso, no hubo imputación individual, ni defensa, ni órgano independiente que evaluara la actuación de los magistrados. La destitución no fue resultado de una revisión legal de su conducta, sino una sanción impuesta por razones políticas. En este sentido, la Corte reiteró que el respeto al principio de legalidad exige no solo normas claras, sino también procedimientos y garantías adecuadas para evitar abusos de poder.
La Corte también hizo una distinción entre la legitimidad democrática y el control constitucional. Señaló que la existencia de mayorías legislativas no habilita per se a ignorar el orden constitucional. Aunque el Congreso Nacional pueda tener legitimidad política como cuerpo representativo, ello no le autoriza a disolver órganos de control en ausencia de un marco normativo claro y respetuoso de los derechos fundamentales. Esta afirmación refuerza una de las premisas más potentes del constitucionalismo contemporáneo: que la democracia no es solo el gobierno de las mayorías, sino también el respeto a las reglas y límites que garantizan el pluralismo, la legalidad y la justicia.
Un elemento de gran valor interpretativo fue la noción de “desplazamiento de poder”. La Corte sostuvo que permitir que órganos legislativos remuevan jueces constitucionales sin control ni procedimiento debido representa un rompimiento al equilibrio de poderes. Esta práctica erosiona la autonomía del poder judicial y abre la puerta a una peligrosa subordinación de la justicia a intereses políticos coyunturales. En este sentido, la Corte elevó la discusión más allá de los hechos concretos, y la conectó con los riesgos sistémicos que enfrenta el Estado de Derecho en contextos de polarización institucional y captura de poderes.
El caso de los magistrados del Tribunal Constitucional se convierte, así, en un espejo de conflictos estructurales que afectan a múltiples países del continente. Su relevancia trasciende la historia ecuatoriana y se proyecta como una advertencia y una guía: advertencia sobre las consecuencias de politizar la justicia constitucional; guía sobre los mínimos normativos que deben observarse para proteger a quienes integran estos órganos. La Corte nos recordó que las garantías judiciales no protegen privilegios personales, sino condiciones necesarias para el funcionamiento democrático.
No se trata de una lectura formalista de la legalidad, sino de un entendimiento sustantivo del derecho como barrera frente a los abusos de poder. La independencia judicial no es un atributo estático ni un privilegio de casta: es una garantía funcional que protege el acceso a la justicia, la imparcialidad de los fallos y la vigencia de los derechos humanos.
La sentencia de la Corte Interamericana no se limitó a constatar violaciones puntuales, sino que profundizó en el entendimiento estructural del rol que juega la justicia constitucional en una democracia. El Tribunal reafirmó uno de los pilares fundamentales del constitucionalismo, cuando sostuvo que la independencia judicial no puede entenderse como un principio abstracto ni como una garantía únicamente en procesos penales. Es, en cambio, una condición esencial de la función judicial en todas sus variantes, especialmente cuando se trata de jueces constitucionales, cuya labor no se limita a resolver controversias, sino a proteger el pacto fundamental que da coherencia y sentido al Estado de Derecho.
En esa línea, la Corte articuló una visión del juez constitucional como garante de los derechos fundamentales, pero también como custodio de la arquitectura institucional. Esto significa que no solo se juzga conforme a la ley, sino que se vigila su adecuación a la Constitución; se tutela no únicamente a personas, sino a principios. Por ello, cuando se remueve a un magistrado por razones políticas, se daña no solo al individuo, sino a la integridad de todo el sistema. Es una ruptura de las reglas del juego que amenaza la legitimidad democrática y convierte la función jurisdiccional en una actividad subordinada.
Lo notable es que esta argumentación no se construye desde una abstracción teórica, sino desde un análisis cuidadoso del contexto ecuatoriano. La Corte reconstruye la cronología de los hechos con precisión: la crisis política de 2004, las pugnas de poder entre los distintos órganos del Estado, la utilización del Congreso como herramienta de disciplina institucional, y la estrategia de “restauración del orden” que terminó socavando el equilibrio de poderes. En este sentido, la sentencia es también una lección de historia constitucional latinoamericana, en la que se evidencia cómo los conflictos entre órganos estatales pueden degenerar en regresiones autoritarias si no existen contrapesos jurídicos efectivos.
Aun cuando se invocan motivaciones legítimas, como la necesidad de restablecer el orden constitucional, la actuación del Estado debe regirse por procedimientos claros, objetivos y respetuosos de las garantías mínimas. En este caso, los magistrados nunca fueron notificados de acusación alguna, no tuvieron oportunidad de ser escuchados ni de defenderse, y fueron destituidos mediante una decisión política de mayoría simple. Esta situación constituyó una triple violación: al principio de legalidad, al derecho a la defensa y a la imparcialidad de la autoridad decisora. La Corte reafirmó que estos elementos no son accesorios de la función judicial, sino su base misma. Sin debido proceso, no hay legitimidad, ni jurídica ni democrática.
Además, la Corte advirtió sobre el uso retórico de términos como “crisis institucional” o “restauración democrática” para justificar actos arbitrarios. En este caso, el gobierno ecuatoriano intentó enmarcar la destitución como una respuesta a un conflicto político entre órganos del Estado. Sin embargo, la Corte desarticuló esa narrativa señalando que, en realidad, no existió una alteración constitucional que justificara una medida de fuerza. Por el contrario, fue precisamente la intervención del Congreso la que rompió el orden constitucional y precipitó la inestabilidad institucional. Esta reflexión tiene un fuerte valor doctrinal, pues alerta sobre la tendencia, muy presente en México y en general, América Latina, a utilizar el lenguaje de la legalidad para encubrir actos autoritarios.
Uno de los aciertos más contundentes de la Corte fue visibilizar que las violaciones a los derechos humanos pueden revestir formas institucionales. Es decir, que no siempre se presentan como actos de violencia explícita o represión directa, sino como decisiones políticas, votaciones legislativas o reformas jurídicas que, bajo apariencia de legalidad, despojan de derechos a personas o grupos.
En este caso, la remoción de los magistrados se materializó en una resolución congresal, sin violencia física ni uso de la fuerza, pero con consecuencias devastadoras para la independencia judicial y los principios democráticos. El mensaje de la Corte es claro: la forma no puede ocultar el fondo. Dotar de carácter institucional no legitima una violación.
A nivel jurisprudencial, esta sentencia se inscribe dentro de una línea creciente de decisiones interamericanas que han fortalecido el estándar sobre autonomía judicial. Junto con los casos Reverón Trujillo vs. Venezuela, Apitz Barbera vs. Venezuela y López Lone vs. Honduras, el caso Camba Campos representa un paso más en la construcción de un principio robusto de independencia judicial como condición necesaria para la vigencia de todos los demás derechos. La Corte avanza hacia una doctrina que no solo protege a los jueces como individuos, sino que construye un escudo institucional frente a la captura política de la justicia.
En este punto del presente artículo, resulta importante mencionar que, a través de este y todos los fallos mencionados, la Corte evita caer en una visión idealizada de los jueces: no parte de la idea de que todo magistrado es un héroe democrático o un defensor perfecto de la Constitución. Al contrario, reconoce que, como cualquier otro servidor público, los jueces pueden errar o incurrir en conductas cuestionables. Sin embargo, afirma que las herramientas para evaluar su desempeño deben estar reguladas, institucionalizadas y orientadas por criterios de imparcialidad y legalidad. No se trata de inmunidad, sino de garantías. No se protege a la persona, sino a la función.
Hacia el final del fallo, la Corte introdujo una reflexión de gran profundidad teórica: el derecho constitucional debe entenderse en clave evolutiva y abierta. Esto significa que las constituciones no son documentos cerrados, sino marcos dinámicos que interactúan con el derecho internacional, con otras experiencias comparadas, y con la cultura democrática de su tiempo.
En el fondo, lo que está en juego no es únicamente la situación de los magistrados del extinto Tribunal Constitucional de Ecuador, sino la posibilidad misma de que los poderes judiciales puedan cumplir su función sin convertirse en rehenes del juego político.
Desde esta óptica, el fallo puede leerse como un acto de resistencia institucional frente al populismo autoritario y a las tentaciones de control vertical que, en distintos momentos, han asolado a varios países latinoamericanos. El mensaje es contundente: ninguna mayoría legislativa, por abrumadora que sea, puede suprimir los contrapesos que la Constitución impone. Y uno de esos contrapesos fundamentales es la existencia de jueces, y especialmente jueces constitucionales, capaces de decir “no” al poder.
Este estándar no es solo normativo, sino también simbólico. La Corte afirma que la remoción arbitraria de jueces no es un problema interno, ni un desacuerdo político, ni una cuestión de conveniencia administrativa: es una violación internacional de derechos humanos.
Al afirmar esto, convierte la independencia judicial en un derecho con dimensión transnacional, susceptible de vigilancia y protección en el marco del sistema interamericano. Este es un giro fundamental: el poder judicial deja de ser un “asunto interno” para convertirse en materia de escrutinio internacional, cuando su autonomía es puesta en riesgo.
Además, la Corte establece un precedente importante en torno a la protección del derecho al trabajo de los jueces removidos, articulado como un derecho humano en sentido pleno. Esta dimensión, cobra una nueva centralidad: la función jurisdiccional, cuando es ejercida conforme al derecho, merece las mismas garantías de estabilidad que cualquier otro empleo público. Y, por tanto, su terminación arbitraria constituye una violación no solo institucional, sino también personal y económica.
La Corte no se limita a señalar responsabilidades individuales, sino que pone énfasis en las condiciones estructurales que permitieron la vulneración: la ambigüedad normativa sobre la remoción de jueces y la falta de garantías procesales en el Congreso. Este enfoque apunta hacia la construcción de Estados con arquitectura institucional robusta, donde los equilibrios de poder estén protegidos no por la buena voluntad de los actores, sino por reglas claras, procedimientos justos y cortes fuertes.
En este punto, el fallo también se conecta con una preocupación transversal en la teoría constitucional contemporánea: la relación entre justicia constitucional y democracia. La Corte, sin decirlo de forma explícita, se alinea con una visión republicana del constitucionalismo, según la cual la función del juez no es representar la voluntad del pueblo, sino proteger sus derechos frente a la eventual arbitrariedad de esa misma voluntad cuando se expresa sin límites. Es una posición incómoda, sin duda, pero absolutamente necesaria en tiempos de regresión democrática.
El juez constitucional no es un traductor del parlamento, sino un contrapeso. No es un delegado del Ejecutivo, sino su vigilante. Y no está llamado a seguir la opinión pública, sino a proteger lo que a veces la opinión pública olvida: los derechos fundamentales, la legalidad, la dignidad humana.
Desde una perspectiva más amplia, la sentencia también marca un momento de madurez para el sistema interamericano. En vez de imponer una visión cerrada, la Corte propone una hoja de ruta: fortalecer las garantías procesales, definir mecanismos transparentes de remoción, blindar la función judicial frente a la presión política. En otras palabras, propone institucionalidad, no revancha.
Es previsible que el caso Camba Campos se convierta en un referente obligado para litigios sobre independencia judicial. La argumentación del fallo, sustentada en estándares internacionales, derecho comparado y doctrina constitucional, lo convierte en una pieza paradigmática para quienes buscan defender a jueces perseguidos, tribunales intervenidos o cortes constitucionales debilitadas. A partir de esta sentencia, queda claro que cualquier intento de suprimir a un tribunal mediante mecanismos políticos o sin garantías procesales será observado y juzgado como una violación internacional.
Finalmente, este fallo es también un llamado de atención para los poderes constituidos. La lección no es únicamente para Ecuador, sino para todos los Estados parte del sistema interamericano: no hay reforma válida que sacrifique las bases institucionales de la justicia. No hay mayoría legítima que pueda suprimir las garantías mínimas del debido proceso. Y no hay estabilidad democrática posible cuando los jueces son removidos por conveniencia política.
MÉXICO FRENTE AL ESPEJO INTERAMERICANO.
La sentencia en el caso Camba Campos y otros vs. Ecuador no es un documento aislado ni un episodio lejano. Es un espejo incómodo que proyecta los riesgos que enfrenta cualquier democracia cuando la justicia se convierte en instrumento del poder y no en su límite. Y ese espejo, hoy, refleja con nitidez la encrucijada constitucional en la que se encuentra México.
La reforma judicial, hoy texto constitucional, que establece la elección directa de jueces, magistrados y ministros por voto popular, ha sido presentada como un esfuerzo democratizador. Sin embargo, al igual que en el caso ecuatoriano, sus efectos reales deben analizarse más allá del discurso. La destitución y sustitución masiva de juzgadores, la eliminación de contrapesos institucionales y la concentración del poder decisorio en mayorías parlamentarias —aunque revestidas de legalidad— configuran un escenario de regresión democrática si no están acompañadas de garantías sustantivas.
México corre el riesgo de repetir patrones que la justicia interamericana ya ha condenado: decisiones sin fundamento normativo claro, remoción de estructuras judiciales bajo pretextos políticos, y vaciamiento de los mecanismos de control constitucional.
Algo debe quedar muy claro: la elección judicial, en abstracto, no es incompatible con la democracia; lo que sí lo es, es la remoción masiva de juzgadores sin el debido proceso jurisdiccional y administrativo para ello, la no determinación de responsabilidad individualizada, una justicia subordinada a la lógica electoral, inestable, expuesta a intereses de coyuntura y desprovista de condiciones mínimas de independencia e inamovilidad.
Frente a esta realidad, el sistema interamericano ofrece una advertencia y una brújula: no toda reforma es progreso, y no todo cambio es democrático si implica sacrificar los principios que hacen posible la justicia imparcial. El precedente de la Corte Interamericana invita a evaluar con seriedad las implicaciones institucionales de las reformas, y a no perder de vista que la garantía de independencia judicial no protege a los jueces por ser jueces, sino a la sociedad por necesitar justicia libre.
EL DERECHO AUN NOS PUEDE SALVAR.
En este punto de la vida constitucional mexicana —o de lo que queda de ella— resulta inevitable volver al principio: el objetivo del constitucionalismo nunca fue rendirle culto al texto, sino limitar el poder a través del derecho. La Constitución no es un monumento ni un rito. Es una promesa: que nadie, por más legitimado que esté, podrá imponer su voluntad sin controles ni consecuencias. Pero esa promesa solo vive si hay instituciones que la encarnen, y si hay personas que la hagan valer.
Podemos tener el texto más garantista del mundo, podemos enunciar todas las libertades y diseñar todos los contrapesos. Pero si fácticamente el poder no está contenido, distribuido y vigilado, la Constitución se convierte en una pieza de museo: respetable, sí, pero muerta.
Sin independencia judicial, sin equilibrio entre poderes, sin procedimientos que impidan el abuso, la Constitución será solo eso: un buen texto histórico que algún día funcionó.
Las lecciones del pasado nos siguen hablando. Nos recuerdan, con dolor y con sabiduría, que el poder absoluto no se detiene con discursos ni con intenciones, sino con reglas, con órganos autónomos, con voces que incomodan. La justicia interamericana ya nos mostró lo que ocurre cuando el poder se desborda: las instituciones caen, los derechos se diluyen y la democracia se convierte en simulacro.
Hoy, la esperanza es modesta pero no está extinta. La reconfiguración del Congreso mexicano, que se vislumbra como posibilidad en 2027, podría devolverle a nuestro sistema algo que ha perdido: el contrapeso real, la negociación institucional, la necesidad de escuchar al otro. Aun quienes hoy tienen las manos atadas, deben recordar que siguen siendo sus manos. Y con ellas pueden sostener, aún si es con dificultad, la dignidad de la función pública y la resistencia constitucional.
Como se puede advertir del presente, la sentencia en el caso Camba Campos y otros vs. Ecuador no es solo una resolución jurídica. Es una advertencia, una guía y una apuesta por un constitucionalismo comprometido con los principios, no con los intereses. Es una defensa de los jueces no como figuras de poder, sino como pilares del equilibrio. Es, sobre todo, una afirmación de que, sin justicia independiente, no hay derechos; y sin derechos, no hay democracia posible. El tiempo que viene nos exige memoria, responsabilidad y una profunda lealtad al derecho, no como obstáculo al poder, sino como su condición de legitimidad. Porque el verdadero constitucionalismo no protege estructuras; protege futuros posibles.
México no está condenado, pero sí advertido.