El paisaje después de la batalla

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Por Epigmenio Ibarra

Yo me he rehusado siempre a ser un profesional de la derrota —y he de morir con esa determinación—. Fue la mía, como la de toda mi generación, una juventud marcada por los lamentos y cantares de una izquierda a la que la victoria, cuando no le era arrebatada violentamente, se le escapaba —por sus propios errores— de las manos.

Crecí mirando cómo los movimientos sociales en América Latina se desgajaban, se fragmentaban, se dividían una y otra vez y cómo, una y otra vez, eran vencidos. Fui a la distancia testigo de cómo, de golpe en golpe, de fraude en fraude, eran derrocados gobernantes progresistas y fracasaban los intentos para acabar con dictaduras y regímenes antidemocráticos.

Me cansé de todo esto y a los 29 años tomé mi cámara y me fui a El Salvador.  A esa guerra que, según todos los pronósticos, no se podía ganar. En ese país pequeño y densamente poblado, sin selvas ni montañas que sirvieran de refugio. Con una guerrilla que no tenía retaguardia estratégica y que se enfrentaba al ejército regular más poderoso y mejor entrenado de América Latina —apoyado, además, por Estados Unidos—. Ahí aprendí que la derrota no es destino ineludible para la izquierda y que la victoria es posible.

En El Salvador aprendí que, en las confrontaciones políticas, cuando se trata de cambiar radicalmente a un país —con las armas o en las urnas— solo vencen quienes superan los dogmas ideológicos y, por encima de los intereses de las diferentes facciones, ponen el interés superior de la nación. Eso lo viví, lo vivimos de nuevo en México y por partida doble en 2018 con la victoria de Andrés Manuel López Obrador; y este 6 de junio con la victoria de Morena en el país.

En el frente de guerra, allá en las montañas de Morazán, aprendí también algo que, habida cuenta de lo sucedido a Morena en la Ciudad de México, es preciso tener presente: a la izquierda solo las victorias la unen, las derrotas la separan. Urge asumir los errores cometidos en la capital del país sin caer en la tentación de desgajar al movimiento, sin volver a los viejos vicios de la izquierda y terminar perpetuando la derrota, en lugar de prepararse para vencer en la próxima contienda.

En el paisaje después de la batalla se perfilan ya, nítidamente y preparadas para los próximos enfrentamientos, dos fuerzas antagónicas. En la coalición opositora, dominan los sectores más radicales de la derecha conservadora. Serán el dinero que la oligarquía no dejará de proveer, la fuerza de los medios que no habrán de cesar sus ataques, el peso de la iglesia que seguirá con su labor de zapa desde el púlpito, los triunfos obtenidos en la Ciudad de México y el dogma compartido de que hay que salvar al país del comunismo, los pilares sobre los que mantendrá una férrea cohesión esa fuerza política.

No cesará la oposición la guerra sucia, tampoco las acciones de desestabilización. No jugó limpio en las elecciones; no habrá de hacerlo en adelante. A pesar de ser, por su propia naturaleza, profundamente antidemocráticas, las fuerzas de la derecha conservadora, en lugar de obsesionarse con su derrota, tratarán de sacar ventaja —vaya paradoja— del inédito ejercicio de democracia participativa: las consultas ciudadanas. Impedir que se juzgue a los expresidentes y revocar el mandato presidencial serán sus próximas batallas. Su objetivo —destruir a López Obrador y detener la cuarta transformación— se mantiene inalterable. Solo podrá ser detenida por una izquierda cohesionada, que coloque por encima de las diferencias el objetivo de transformar a México.

@epigmenioibarra

Fuente: Milenio

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