El ocaso del Papa encubridor

0

Por Sanjuana Martínez

“El padre Marcial Maciel ha hecho mucho bien a la Iglesia. Lo lamento, no es posible”, dijo sin ambages Joseph Ratzinger, al obispo de Coatzacoalcos, Carlos Talavera, cuando le pidió investigar los abusos sexuales cometidos por el fundador de los Legionarios de Cristo.

“Me quede helado. Se me cayó Ratzinger”, le dijo el obispo mexicano a Alberto Athié, sacerdote perseguido por el cardenal Norberto Rivera, por su defensa de las víctimas del cura pederasta Marcial Maciel.

Era diciembre de 1994 y José Manuel Fernández Amenábar, un alto cargo de los Legionarios de Cristo, hizo una confesión que cambiaría para siempre el ministerio sacerdotal del padre Athié: le contó con lujo de detalles, los abusos sexuales continuados que sufrió por parte de Maciel.

Fernández Amenábar padecía una grave enfermedad y en sus últimas horas de vida en febrero de 1995, el padre Athié intentó que perdonara a su victimario: “Yo no quiero perdonar a un hombre como Maciel que ha destrozado mi vida. Yo lo que quiero es justicia”, le dijo.

Durante semanas, el padre Athié insistió en la experiencia cristiana que busca el perdón y la justicia, dos valores que van unidos. Finalmente consiguió que Fernández Amenábar cediera en parte: “Está bien, padre, le perdono, pero no me olvido de mi deseo: justicia padre, quiero justicia”. Fue así, cuando el padre Athié hizo una promesa de vida que iba a cambiar su destino y futuro: “Yo me comprometo contigo, ante tu lecho de muerte, a buscar la justicia”.

Me consta que el amoroso y comprometido padre Athié cumplió su promesa. Lo intentó por todos los medios en México y en Roma. Pero la justicia de los hombres es un valor ciertamente alejado de los principios eclesiásticos y la moral de Joseph Ratzinger. Así lo comprobó cuando fue a verlo en junio de 1999 para notificarle de lo que estaba sucediendo en la Legión de Cristo desde su fundación en 1941. No lo recibió, pero le dejó a su secretario una carta de su puño y letra explicándole los abusos sexuales cometidos por Maciel contra un grupo de sus discípulos. No tuvo respuesta.

Meses después supo que el obispo de Coatzacoalcos, Carlos Talavera, tenía programada una audiencia con él y le entregó la carta bajo el cometido de notificarle los graves hechos. El obispo Talavera así lo hizo. Ratzinger leyó la carta y en seguida le preguntó: “¿Quien escribe esta carta es un sacerdote confiable o moralmente sustentable?”. El obispo que conocía desde su juventud a Athié dio fe de ello: “Efectivamente. He compartido su trayectoria sacerdotal”, le contestó. Pero a Ratzinger no le importó la solvencia ética y el trabajo pastoral reconocido de Athié frente a los más desfavorecidos. Y de inmediato le contestó: “Lamentablemente el caso de Marcial Maciel no se puede abrir, porque es una persona muy querida del Papa Juan Pablo II y además el padre Marcial Maciel ha hecho mucho bien a la Iglesia. Lo lamento, no es posible”.

Durante 26 años como Perfecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe en el Vaticano y luego durante ocho años como Papa, Joseph Ratzinger nunca movió un dedo para entregarle justicia y reparación a las víctimas de abusos sexuales de miles de sacerdotes en el mundo. Al contrario, su encubrimiento fue institucional y endémico. Nunca le conmovió el sufrimiento de los integrantes más vulnerables del rebaño católico: los niños. Desde su poder, perpetuó un sistema de protección a favor de los agresores sexuales con sotana; y de desprecio y descrédito para las víctimas y sus familiares. Instruyó a obispos, cardenales y superiores de cada congregación en el mundo para que los curas pederastas evadieran la acción de la justicia con un método infalible: cambiarlos de parroquia, Estado o país.

Durante décadas, el sistema de la impunidad endémica que protege a los sacerdotes abusadores, encabezado por Joseph Ratzinger funcionó perfectamente. De manera sistemática, fueron comprando voluntades en las filas sacerdotales para conseguir el manto de silencio que protege a los depredadores sexuales con sotana. Son muchos los que conocen los abusos de un cura abusador y lo callan. La red de complicidades es amplia: compañeros sacerdotes o estudiantes, sacristanes, monjas, obispos, cardenales, padres de familia, maestros, directores de colegios católicos, párrocos, dirigentes de congregaciones religiosas, catequistas, feligreses…

Es la red de cómplices de la pederastia clerical que ha preferido ver hacia otro lado durante décadas, que opta por sostener una venda en los ojos, que se aferra a los atavismos católicos para justificar su silencio e indecencia; su falta de compasión cristiana.

Pero Joseph Ratzinger y su séquito de cómplices no contaban con el valor de las víctimas. Esas víctimas que decidieron romper el cerco de silencio contando su verdad, alzando su voz, luchando contra viento y marea por la justicia y la reparación que el Vaticano y sus Papas les han negado durante décadas por la razón más antigua del mundo: el dinero.

Benedicto XVI se olvidó de los nombres y los apellidos de las víctimas. Pensó que el desprecio y la difamación contra ellos emprendida de manera institucional surtiría eternamente efecto; que las amenazas indiscriminadas contra todo aquel que se atrevía a hablar mantendrían oculto el gran secreto de las cloacas vaticanas: la pederastia clerical.

Ese mal, ese cáncer que carcome los cimientos de la Santa Sede, logró después de seis siglos la renuncia de un Papa gracias a la tenacidad y valentía de miles de víctimas.

Desde un principio, Ratzinger optó por proteger a los verdugos. Al igual que otro gran encubridor y cómplice de curas pederastas, el Arzobispo Primado de México, cardenal y Papable, Norberto Rivera, quien el 11 de mayo de 1997 le dijo al periodista Salvador Guerrero de La Jornada que las acusaciones contra Marcial Maciel eran “un complot”: “Son totalmente falsas. Son inventos. Dinos cuánto te pagaron a ti”.

Ambos, Ratzinger y Rivera, se ensañaron con quienes lucharon a favor de las víctimas. Fueron implacables. Persiguieron e intentaron confinar al silencio a sacerdotes como Alberto Athié, quien finalmente acosado por el cardenal Rivera decidió colgar los hábitos; aunque no abandonar a los más necesitados, a los que sigue acogiendo amorosamente desde su labor cotidiana.

Ahora, ese mismo hombre que se negó a verlo para escuchar la verdad, ese mismo hombre que abrazó a los victimarios y despreció a las víctimas, dice sentirse cansado y enfermo para continuar.

Ratzinger, puede estar seguro de que al final, el peso de los errores cobra factura. Su figura decadente, deteriorada, dañada por la oscuridad de la culpa, maltrecha por las decisiones indignas, destaca y sucumbe, frente a las almas combativas y luminosas como la de Alberto Athié y todas las víctimas de pederastia clerical. Para ellos, mi homenaje.

@SanjuanaMtz

www.websanjuanamartinez.com

Fuente: Sin Embargo

Enhanced by Zemanta

Comments are closed.