El corazón de las tinieblas

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(Y las tinieblas del corazón…)

Por Carlos Martínez García

La negación de la humanidad de los otros tiene muchas causas, pero su fin es único: aniquilarlos simbólica o físicamente. El discurso del odio étnico, político, ideológico, sexista, religioso o nacionalista tiene el común denominador del supremacismo: niega igualdad a quienes no comparten la identidad que se levanta sobre las demás como paradigma incuestionable.

Todo poder construye fortalezas para contener a quienes considera peligrosos, y hasta nocivos, no solamente para el poder representado en instituciones y un cúmulo de capital simbólico, sino que también el poder cuestionado presenta al conjunto de la sociedad a los cuestionadores como un peligro para todos. Los casos que en no pocas ocasiones se desbordan en violencia se agravan cuando la conflictividad provocada por quienes detentan el poder (sea éste económico, político, cultural, de género, religioso, etcétera) usan las estructuras que protegen ese poder para blindarse.

Desde los poderes se arrincona a determinado sector de la población, se busca reducirle espacios simbólicos y físicos imprescindibles para reproducir su forma de vida y/o dignificarla. En ocasiones es intencional ese ejercicio de reducción, en otras puede no ser intencional, por cierta ceguera cognoscitiva, pero el efecto sobre los acosados de todos modos es contrario a su bienestar y dignidad.

Ciertos patrones culturales, que han quedado imbricados en las instituciones que enmarcan a una sociedad, van edificando estructuras que a su vez reproducen aquellos valores culturales a los que se les considera compartidos por la generalidad de un grupo social y/o de una nación.

Son terribles las historias personales y grupales sobre la violencia estructural que lastiman cotidianamente a sectores muy específicos (infantes, mujeres, población indígena, pobres). Esos relatos no dejan du­da que es en tal terreno, el estructural, en el cual debe empujarse la transformación para crear condiciones en las que pueda haber vida en abundancia en todos los órdenes, no la flagrante mortandad de todos los días.

La violencia contra minorías (o mayorías que son minorizadas por las élites políticas, económicas, étnicas y de otras índoles) tiene como meta ladepuración de la sociedad. Los depuradores son acérrimos enemigos de la diversidad. Anhelan sociedades monocromáticas, les incomoda en grado supremo el colorido del pluralismo sociocultural. Quienes así piensan desarrollan primero un discurso de linchamiento simbólico, en el que su principal componente es el odio a los otros, a los diferentes.

Ese odio enfermizo se reviste de supuestos argumentos, y de seguidores que los hagan suyos, para transitar del linchamiento simbólico a crecientes ataques hacia los sujetos identificados como el mal a ser extirpado. El pensamiento único se reviste de una pretendida racionalidad de la que carece, porque lo que lo caracteriza es el esquematismo y la simplificación que propone un horizonte idílico si los monstruos son eliminados.

En la deconstrucción de los discursos de odio encuentra uno arengas, eslóganes, múltiples adjetivaciones que convocan a emprender acciones depuradoras, actos que extirpen la mancha de un espacio pretendidamente inmaculado. El ejercicio decodificador conlleva internarse en el corazón de las tinieblas, en el centro desde donde se desatan las justificaciones para emprender rituales sanguinarios. En esos rituales devastadores se deshumaniza a las víctimas, se les bestializa para que sus agresores se sientan cómodos eliminándolos.

El corazón de las tinieblas, su centro motor, saturado de odio acusatorio y sediento de venganza no tiene miramientos para llevar a cabo su metódica tarea de borrar de la faz de la tierra a los deformes. Pero ese corazón de la oscuridad es resultado de haber sembrado tinieblas en el corazón. Por eso el proceso educativo, que no necesariamente es lo mismo que la escolarización, es vital para formar ciudadanos y ciudadanas y no clientelas ideológicas inermes ante los discursos que niegan la dignidad humana de los otros. Hay que educar para la libertad y no para la esclavitud de modelos mentales que se sienten amenazados por el dinamismo de la diversificación cultural.

El mundo es social y culturalmente más diverso que nunca. En el futuro lo será más, realidad contra la que desde varias arenas ideológicas se aprestan para combatirla. Los tambores de guerra tocan para azuzar con discursos tribalistas a quienes hacen suyo el llamado para ofrecer víctimas propiciatorias.

En la tarea de construir personalidades democráticas es central la internalización personal y colectiva de la tolerancia. Los ciudadanos y las ciudadanas son lo contrario de las clientelas cautivas. Fomentar que en todos los espacios de la sociedad se haga la luz, mediante información y argumentos sólidos, es cerrarle el paso a quienes hacen de la oscuridad precondición para sus manejos que destruyen el tejido social.

Es urgente que en todos los ámbitos reforcemos una pedagogía lumínica, que se opone a la pedagogía del miedo. Discutir, debatir, proponer, vislumbrar horizontes son acciones que refuerzan el principio de ciudadanía, el cual es todo lo contrario al vasallaje. El corazón de las tinieblas no se disipa solo; las tinieblas del corazón, para aminorar su poder encubridor, hacen necesario un proceso de aprendizaje permanente de la tolerancia y las virtudes cívicas.

Fuente: La Jornada

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