Brasil y Turquía, bajo la misma V

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Por Paul Mason/ BBC

El idioma y el huso horario cambian, pero de Turquía a Brasil, pasando por Bulgaria, los símbolos usados en las protestas cada vez se parecen más.

Las máscaras de Guy Fawkes, el levantamiento de campamentos de tiendas de campaña, las máscaras antigas y los cascos improvisados en respuesta al uso de gas lacrimógeno.

Y la juventud del grueso de los manifestantes.

En el parque Gezi, en Estambul, antes de que fuera desalojado por la policía, vi a grupos de adolescentes que se presentaban en forma regular, cada tarde en grupos pequeños, para colonizar lo que quedaba libre de la grama y comenzar a hacer la tarea escolar.

Las imágenes que vienen de Sao Paulo pintan un cuadro similar.

Caso omiso al Estado

En las dos ciudades, personas que nacieron en una era posideológica están usando los símbolos que pueden para contar una historia en la que sus protagonistas son modernos, urbanos y están descontentos: la bandera y la camiseta del equipo de fútbol son memes usados tanto en Estambul como en Sao Paulo.

¿Pero qué hay detrás del descontento?

Cuando cubrí los desórdenes en Reino Unido y el sur de Europa en 2011 la respuesta estaba clara: una generación entera de jóvenes habían visto negadas las promesas que se le hizo. Probablemente trabajarían más allá de los 60 años de edad y saldrían de la universidad ahogados en deudas para toda la vida.

Y, del mismo modo en que los estudiantes estadounidenses se quejaron en 2009, los empleos a que podían aspirar al graduarse eran los mismos mal pagados y a tiempo parcial que ya tenían cuando eran estudiantes. He conocido a ingenieros civiles en Grecia que trabajaban como meseros. El hecho de que los conocí en los disturbios ya dice todo lo que hay que saber.

Las redes sociales

Con la Primavera Árabe, parecía que había algo diferente. Visto desde fuera, se trataba de economías de crecimiento rápido. En el caso de Libia, particularmente rápido. Pero aquí uno tropieza con un elemento que hace que esta ola de manifestaciones haya sido única: se trata de la primera generación cuya vida, y psicología, ha sido moldeada por el acceso a la información, a través de la tecnología y los medios sociales.

Ya sabemos lo que esto significa: hace que la propaganda estatal, la censura y los medios oficiales sean fáciles de dejar de lado. La televisión egipcia perdió totalmente la credibilidad durante los levantamientos contra el presidente Hosni Mubarak. Este mes, cuando las estaciones turcas intentaron implementar el mismo tipo de política de no información, fueron bombardeados con quejas.

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“Pero la mayoría de las quejas provenían de personas mayores de 35 años”, me apuntó un profesor de política. “Los jóvenes no ven televisión, y en cualquier caso nunca hubieran creído lo que decían las noticias”.

Las redes sociales hacen posible organizar protestas rápidamente, reaccionar a la represión con igual velocidad, y librar una guerra de mensajes tan efectiva, que los medios tradicionales y las maquinarias de relaciones públicas quedan reducidas al ridículo.

Al mismo tiempo, facilitan la creación de estructuras relativamente horizontales de protesta. La plaza Taksim en Estambul fue la excepción por haber contado con la participación de unos 60 grupos en el papel de organizadores. Las protestas en Sao Paulo han seguido el patrón más general de una red amorfa de personas que simplemente deciden participar, escogen qué escribir en los carteles y qué hacer.

Cuando llegué a Estambul, algunos de mis contactos en los mercados financieros no entendían lo que estaba pasando: ¿por qué protestaban cuando vivían en uno de los países de más rápido crecimiento en el planeta?

Una vez que salí a la calle la respuesta me pareció clara. En primer lugar, muchos de los jóvenes educados con los que hablé se quejaron de que “la riqueza está quedándose en manos de la élite corrupta”. Muchos apuntaron que a pesar de ser doctores, ingenieros civiles, especialistas de internet, etc., no tenían dinero para pagar una vivienda propia.

“Gente perfectamente normal”

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Pero esas no eran las afrentas más graves: sentían que el gobierno conservador y religioso del partido AK estaba coartando sus libertades. Un escritor de modas turco -no precisamente el tipo del revolucionario natural- se quejó de una “creciente e insidiosa hostilidad hacia lo moderno”.

Los manifestantes vieron en la acción policial contra el campamento de tiendas de campaña en Gezi Park -una protesta por un tema ambiental- como un símbolo de la falta de libertades.

En Sao Paulo, las quejas eran más claramente sociales: “menos estadios, más hospitales”, decía una de las pancartas. Los crecientes precios del transporte, combinados con la determinación del gobierno de darle prioridad a la infraestructura deportiva eran las razones.

Pero una vez más, la semana pasada, fue una supuesta reacción desproporcionada de la policía -incluido el arresto de un periodista por llevar vinagre para contrarrestar el efecto del gas lacrimógeno y el uso de balas de goma contra cuatro periodistas- lo que hizo escalar la protesta.

En cada caso, el impacto de la acción policial quedó magnificado gracias a que los manifestantes podían distribuir imágenes de la brutalidad al mundo entero en forma inmediata.

Sin ideología

Como veterano reportero que ha cubierto por más de 30 años situaciones de control del orden público por medios “no letales”, mi impresión es que el uso de gas lacrimógeno, bastones y cañones de agua está llevando a los procedimientos policiales en todo el mundo a niveles “cercanos a letales”, que son cada vez más inaceptables para los manifestantes que salen a las calles sin intenciones violentas.

Aunque comparativamente más pequeñas, las protestas en Bulgaria el miércoles pasado por el nombramiento de un controvertido jefe de servicios de seguridad volvieron a poner en el tapete los temas que unen a quienes salen a las calles en muchos países: no se trata de la pobreza, dicen los manifestantes. Se trata de corrupción, de la vergonzosa naturaleza de la democracia, la política de camarillas y de una élite dispuesta a quedarse con la tajada más grande de la prosperidad generada por el desarrollo económico.

En pocas palabras, al igual que en 1989, cuando descubrimos que los habitantes de Europa del Este preferían las libertades individuales al comunismo, el capitalismo de hoy está siendo identificado con el gobierno de élites que no rinden cuentas, la falta de una democracia verdaderamente efectiva y la represión.

Y lo que los eventos de los últimos tres años demuestran que personas perfectamente normales, sin ningún compromiso ideológico claro, han encontrado la manera de resistirse.

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Fuente: BBC Mundo

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