AMLO en su lucha contra la corrupción

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Por Víctor Flores Olea

La corrupción política se refiere a los actos delictivos cometidos por funcionarios y autoridades públicas que abusan de su poder y realizan mal uso intencional de los recursos financieros y humanos a los que tienen acceso, anticipando sus intereses personales o los de sus allegados, para conseguir una ventaja ilegítima, generalmente de forma secreta y privada. El término opuesto a corrupción política sería el de transparencia (Wikipedia).

Desde su largo tiempo en la oposición, y no sólo ya en la candidatura a la Presidencia de la República, Andrés Manuel López Obrador (AMLO) situó la batalla a la corrupción como uno de sus objetivos renovadores principales. No sólo por razones morales, sino porque la corrupción resultaba uno de los obstáculos más importantes al desarrollo económico del país y, sobre todo, al desarrollo económico igualitario, es decir, la corrupción era vista justamente como uno de los factores que frenaban el desarrollo económico y social y, por supuesto, las aspiraciones a la justicia social que han tenido los mexicanos durante varias décadas, en las cuales prácticamente no se había avanzado en este terreno, sino, al contrario, retrocediéndose lamentablemente hasta llegar a situaciones insostenibles, dramáticas en muchos aspectos.

Esta batalla contra la corrupción –anunció AMLO en sus primeras palabras al frente del Poder Ejecutivo– erradicar la corrupción será la misión principal de mi gobierno. Sería demasiado prolijo intentar resumir las acciones anticorrupción de la administración de AMLO hasta la fecha, pero, por supuesto, no podemos dejar de referirnos al caso de Emilio Lozoya, que hoy ocupa una parte muy importante de los espacios informativos del país.

Como se recordará, Emilio Lozoya Austin, ex director de Pemex, después de un año de desaparecido, fue aprendido por las autoridades españolas en la región de Málaga, y sometido de inmediato a un proceso de extradicción que había sido promovido por México, con la modalidad de que el incriminado aceptó de inmediato su extradicción a nuestro país. Con posterioridad ha quedado enteramente claro que, digamos, la fácil aceptación de Lozoya de su extradición a México fue presidida por una negociación entre la Fiscalía General de la República y el propio Lozoya, a fin de que el acusado pudiera gozar en México de un trato especial en el juicio, a cambio de que describiera, con la mayor precisión posible –creo entenderlo así–, no sólo su participación en actos fraudulentos relacionados con Pemex, sino hasta donde sea posible la descripción estructural de una serie de delitos que hace muchos años se cometen en las esferas públicas de México.

Así lo he entendido de diversas expresiones de AMLO, y entonces debemos reconocer que el asunto Lozoya tiene, en efecto, una importancia capital en el combate en México a la corrupción de las esferas públicas. Estos acuerdos son perfectamente válidos en los sistemas penales contemporáneos y permiten reducir sensiblemente las sentencias que se pudieran dictar en contra del acusado; esto, aprovechando los criterios de oportunidad que considera el nuevo sistema de justicia penal, al aportar elementos de prueba para perseguir a implicados en otros casos de corrupción o desvíos de recursos públicos, con lo cual Lozoya podría convertirse en testigo colaborador y no ser perseguido por otros delitos en los que hubiera participado, señalaron funcionarios federales.

El buen desarrollo del caso Lozoya, tal como lo ha planteado el Presidente de la República, pudiera ser un gran salto adelante en el combate a la corrupción que a todas luces ha iniciado el actual Presidente.

Pero las cosas van aún más lejos. Todo indica que el acusado estaría también en condiciones de denunciar la corrupción de funcionarios mexicanos que pudieron haber recibido sobornos de la empresa brasileña Odebrecht que, como se sabe bien, ha dejado a su paso una estela de delatores, detenciones, liberaciones y hasta un suicidio (el del presidente de Perú Alan García, 2006-11). Por los diversos casos de soborno han sido investigados –algunos enjuiciados– tres presidentes de Brasil, cuatro de Perú, uno de Colombia, otro de Paraguay, uno más de Panamá y uno de El Salvador. Lo que comenzó como un caso local de sobornos a funcionarios brasileños a cambio de contratos, se convirtió en un escándalo que develó una red de corrupción en América Latina cayendo en desgracia presidentes en toda la región. (Wikipedia).

Una caja de Pandora que el gobierno anterior en México intentó mantener cerrada, pero que la llegada de Emilio Lozoya amenaza con abrir y exhibir los tratos más oscuros de la política. Marcelo Odebrecht fue detenido el 19 de junio de 2015 en Brasil, acusado de corrupción y lavado de dinero, pero a cambio de su libertad delató ante el Departamento de Justicia de Estados Unidos a sus socios.

Aunque los sobornos y las delaciones llegaron a México, no ha tenido la fuerza suficiente, hasta ahora, para acorralar a alguien. La extradición de Lozoya puede ser la punta de la hebra que desmadeje la red de complicidades en nuestro país, y también que confirme sin lugar a dudas la decisión de López Obrador de combatir la corrupción hasta sus últimas consecuencias.

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