A tres años de la victoria

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Por Epigmenio Ibarra

No tengo título universitario. No soy politólogo ni experto en cuestiones sociales. Hablo desde la entraña y desde la experiencia, desde lo que he vivido, desde lo que —con mi cámara al hombro— he registrado.

Abrevo tanto del dolor, que me ha saciado hasta marcarme, como de la inagotable capacidad de lucha de los pueblos que tanto he admirado siempre.

He visto a mujeres y a hombres sencillos convertirse en héroes y he visto también a los canallas —que los hay y muchos— combatirles.

“Hombre soy —como diría Plubio Terencio— y nada humano me es ajeno”. Y menos esos “momentos estelares”: las victorias de dos pueblos, el salvadoreño y el mexicano, que he tenido el privilegio de atestiguar.

Me fui a El Salvador en 1981.

Solo un año antes, el 23 de marzo de 1980, Monseñor Óscar Arnulfo Romero había dicho desde el púlpito: “En nombre de Dios, en nombre de este sufrido pueblo cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les pido, les suplico, les ruego… les ordeno: ¡cese la represión!”.

Al día siguiente, mientras celebraba misa y en el momento mismo de la consagración, una bala (disparada por un mercenario de una ultraderecha rabiosa y empecinada en mantenerse en el poder) le partió el corazón. La izquierda, por su parte, se fue al monte.

Doce años cubrí esa guerra en la que las partes no daban ni pedían cuartel. Vi a las y a los ciudadanos armarse y convertirse en guerreros y vi al ejército gubernamental responderles con furia y con fuego.

Vi, también, cómo los enemigos irreconciliables, finalmente deponían dogmas ideológicos e intereses particulares y —por el bien del país— se sentaban en la mesa a negociar.

Dejaron a un lado, la guerrilla y el ejército, la disputa sorda por el poder. Unos perdieron sus sueños: no habría un Salvador socialista. Otros su realidad: no continuarían sometiendo al país. Se conquistó la democracia, ganaron las y los salvadoreños.

Veintiséis años después, el 1 de julio de 2018, en el Zócalo de México y, ante las decenas de miles de personas que celebraban la victoria de Andrés Manuel López Obrador, no pude dejar de recordar el momento en que las fuerzas del FMLN entraban a San Salvador y de evocar esa última homilía de Monseñor Romero y su sacrificio.

El derrumbe de un régimen corrupto, autoritario y represivo comenzó esa noche. En México cesó, por fin, la represión y se abrió paso la democracia. No fueron, esta vez, las armas sino los votos los que conquistaron la victoria.

Derrotados quedaron de nuevo, en esta gesta histórica, los radicales de ambos signos. López Obrador, a diferencia de sus antecesores, hoy puede ser juzgado como cualquier ciudadano si comete un delito, y que finalice su mandato en 2024 dependerá de lo que la gente decida en marzo del año próximo.

No hay ni habrá “revolución obradorista” que sirva de pretexto, como ha sucedido en otros países, para extender el mandato. Tampoco hay ni habrá en este país la dictadura de la que hablan (y sobre la que arman su estrategia golpista) los sectores radicales de la derecha conservadora.

“Hay —decía Gramsci— dos tipos de políticos: los que luchan por la consolidación de la distancia entre gobernantes y gobernados y los que luchan por superar esa distancia”. De la pasta de estos últimos está hecho López Obrador.

Sin más armas que su convicción de gobernar para transformar el país y servir “primero a los pobres” (pero no solo a los pobres) llegó al poder y celebra en estos días tres años de una victoria: la de la democracia, que no solo a él pertenece, que entre todas y todos conquistamos, y que a todas y a todos nos toca defender.

Epigmenio Ibarra

Fuente: Milenio

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