Tribulaciones de una perseguida

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La paranoia telefónica también llega al Distrito Federal

Por Bárbara Jacobs

En los días en que se desató la inseguridad y el miedo a ser secuestrado, recibí una llamada de teléfono que me convirtió en víctima en potencia de este mal de la sociedad.

Un hombre que, porque insistí, se presentó como sólo el chofer de la señora Carla Simonpietri (nombre supuesto), me preguntó en dónde vivía para entregarme una invitación de parte de su patrona. Se trataba de asistir a una reunión de ex alumnas del Colegio Equis. Incauta, aunque no temeraria, le aseguré que, aunque yo sí había pasado por el centro escolar que él me refería, no recordaba a la compañera que ahora me invitaba a reunirme con ella y otras señoras no sé qué tarde, en la llamativa dirección que él me pedía que al menos apuntara. Mi interlocutor repitió de tantas maneras como le dio su facilidad de palabra, que era poca, la orden que había recibido de invitarme. Sin embargo, su tono de voz era cada vez más agitado, como si conmigo se hubiera topado con un obstáculo y procurar sortearlo hubiera terminado por hacerlo sudar hasta orillarlo a declararse vencido por las circunstancias.

Colgamos sin que yo hubiera cedido a la petición de pronunciar los datos de mi domicilio particular. Pero, mientras para una persona normal con esto se habría dado por concluido el asunto, para mí no había sino comenzado la que ha sido una de las aventuras de persecución más implacables en las que me ha enredado el destino. La prueba es que, apenas colgué, supuestamente triunfante, como un ratón que se libra por más que al hacerlo se pierda del trozo de queso que le ofrecía la trampa, empecé mi autocrítica al hacer conciencia de que, aun cuando hubiera logrado que mi perseguidora actual se quedara sin conocer mi ubicación en el mapa, conocía mi número de teléfono, y esto, lo aceptara yo o no, anotaba un punto en favor de ella y en contra mía, o un punto más, pues ella, real o ficticia, me había situado a mí en un pasado nada ficticio y sí muy real en el que, para mi inquietud, yo ni siquiera la recordaba a ella.

Siguieron días peores. Una simple llamada activó mi razonamiento detectivesco, y éste no me condujo sino a un laberinto en el que la incongruencia se enredaba con la duda, y del enredo resultaba una situación de enorme angustia para mí y de enorme molestia para quienes suelen rodearme, pues quién tolera a un perseguido que ve al perseguidor en los indicios más familiares y menos susceptibles de sospecha alguna, como puede ser que una señora encargue a su chofer que haga una llamada para citar a alguien en su casa.

Me había desconcertado no sólo no recordar a Carla Simonpietri, ni tampoco sólo temer que ella me hubiera confundido a mí, sino que, si ella de veras había asistido al Colegio Equis, y de veras vivía en la dirección rimbombante que apunté, delegara en un empleado no precisamente especializado en tareas de asistencia secretarial una misión que, según yo, ameritaba una atención personal. O sea, para empezar no me sentía únicamente perseguida, sino también humillada; era una perseguida por confusión o error y, además, una perseguida de segunda, pues mi perseguidora no se había ocupado ella misma de mí, sino que había encargado a un asistente menor la operación de atraparme. Pero ni mi frágil resistencia (al callar mi dirección) ni mi poderoso estado de alarma significaron nada para Carla, pues a los pocos días de la primera llamada recibí una segunda, esta vez de la propia Carla y, para mi mayor desestabilización, cargada de tal torrente de naturalidad y de información precisa sobre mí que sé que mi indefensión se hacía patente del otro extremo de la línea.

Pero acorto. Carla me explicó que el verdadero motivo para reunirnos era que nos pasaría una filmación hecha por ella consistente en nuestro antes confrontado con nuestro ahora, por lo que yo no podía faltar. Me enumeró quiénes ya habían confirmado su asistencia, y yo las reconocía vívidamente a todas, es decir, menos a Carla, quien al tener filmado mi pasado y mi presente me llevaba más que la delantera.

La fecha de la confrontación llegó y pasó, sin mi presencia. Y aunque abrevie de más, cierro al referir que a la mañana siguiente llegó a mi casa una copia de la filmación. No he visto el contenido, pues despierta mayormente mi inquietud que, aparte de todo lo demás, Carla finalmente también supiera las coordenadas exactas de mi domicilio particular.

Fuente: La Jornada

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