Leales al gobierno ucraniano de Kiev, unos seis marinos permanecen atrapados en un callejón sin salida, luego de que el Ejército ruso hundió un viejo buque en las playas de Simferopol y los dejó sin acceso de salida al mar
En la calle Karl Marx, de Simferopol, se pone el Sol y desaparece el tráfico.
En el silencio, retruenan las botas de una patrulla de paramilitares prorusos.
Pertrechados con granadas, kalashnikov y armas de puntería con silenciadores, caminan bordeando el perímetro exterior de esta sede de la Marina ucraniana donde hay un batallón de soldados fieles a Kiev.
Los marinos están adentro, como ratones arrinconados.
Fuman en la oscuridad, observan, intentan no perder la compostura.
Ninguno de los dos bandos se va, nadie cede, es una guerra psicológica sin metáfora.
Desde el asalto ruso al Parlamento de Crimea hace una semana, los soldados ucranianos de la calle Karl Marx permanecen en su base, no salen.
Están atrincherados, aunque sus barricadas tengan la misma solidez que un castillo de arena.
En la esquina con la calle Pavlienko, un tronco de árbol apoyado sobre un oxidado portón metálico los protege del enemigo.
Más allá, hay restos de un ancla náutica frente a un alambrado.
“Nuestros sistemas de comunicación con Kiev no funcionan desde el domingo. Sólo nos comunicamos con los móviles. Creemos que los invasores los sabotearon”, explica el coronel Igor Mamchur, el segundo en el mando de este batallón.
“Nadie sale de aquí pues nos rodean las 24 horas. Tienen armas de asalto de fabricación rusa. Pero ellos lo saben. Si nos atacan, responderemos”, añade.
A pocos metros de distancia, los paramilitares encapuchados no se inmutan.
Ante cualquier pregunta, responden con un pestañeo y un movimiento giratorio del cuello.
Se niegan a identificar a sus jefes o a dar cifras sobre su número -el Gobierno de Kiev dice que son 6 mil-.
“Niet (No)”, dicen, en sus momentos de mayor verborrea.
La gente local sobrevive como puede ante estos huéspedes de armas tomar.
Los miran de reojo, algunos con reprobación.
Otros no se alteran e incluso piden sacarse fotos juntos a ellos.
“Es para Facebook”, les aclara un niño.
“Niet”, responden de nuevo.
“Nosotros estamos aquí y ellos allí. No hablamos”, afirma un bombero, en cuyo patio los paramilitares han aparcado sus camiones.
Escenas similares se repiten en todas las bases y estructuras militares ucranianas en Crimea.
Aunque la tensión es particularmente alta en Sebastopol.
Porque en este sitio los militares ucranianos de la base de Belbek y los rusos de la flota del Mar Negro, que, a diferencia de los paramilitares, sí están autorizados por Kiev a estar en Crimea, se encuentran a pocos kilómetros de distancia los unos de los otros.
Los rusos, apoyados por la otra base rusa en Crimea, en Feodosia, y de las cuatro que están en la costa rusa, lo que les suma 57 buques de combate y unas 300 naves auxiliares.
Los ucranianos, por su parte, poseen aquí una pista de aterrizaje aeronáutica que algunos analistas militares consideran entre las mejores de la región.
Algo que tal vez explica la razón por la que para llegar hasta este emplazamiento militar ahora hay que tomar atajos e ir con alguien del lugar, pues los paramilitares bloquean desde hace días la carretera principal que conduce hasta el sitio.
“Los seguirán sitiando hasta que se agoten mentalmente”, afirma Tim Manoshtan, un joven de la delegación de Maidán de Kiev que está en la isla.
Un miembro de los llamados cuerpos de defensa, una especie de milicias civiles -que, en algún caso, se reconocen por un cinta roja en el brazo derecho- acompaña a un grupo de paramilitares. Finalmente aceptan intercambiar unas palabras.
“Ellos (los paramilitares) no están aquí para matar. Si (el Gobierno de Kiev) no invade Crimea, nada pasará”, asegura convencido.
Ya es noche profunda cuando el coronel Mamchur está a punto de entrar a su barracón, el militar se da entonces vuelta y suelta una perla con cinismo.
“Cuando ustedes periodistas se vayan, empezará lo peor”, dice.
Fuente: Reforma