Quitar, poner, mandar

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Por Epigmenio Ibarra
Convertirnos en una nación que les demanda de manera libre y fulminante a quienes la gobiernan que cumplan o se vayan, no debe ser solo parte sustancial del legado histórico de López Obrador

Llegó la hora de garantizar que esos monstruos que la democracia puede llegar a engendrar tengan corta vida y hagan el menor daño posible.

Llegó la hora de que quienes nos gobiernan sepan que están ahí no solo porque el pueblo pone y el pueblo quita, sino también hasta que el pueblo lo decida.

La transformación de México —una decisión tomada por la mayoría en 2018— debe ser una transformación profunda y radical de nuestra democracia.

Atrás ha de quedar el tiempo en que se nos requería solo cada tres o seis años, y nuestros votos eran una especie de patente de corso para quienes resultaban electos.

La democracia no debe ser ya —como lo fue 36 años— coartada para charlatanes y criminales.

El daño ocasionado a la nación por personajes de la calaña de Vicente Fox, Felipe Calderón o Enrique Peña Nieto se hubiera reducido sustancialmente si a mitad de sus respectivos sexenios se hubieran visto obligados a someterse a la revocación de mandato.

Con sangre, dolor y pobreza pagamos el que esos infames se mantuvieran seis años en el cargo.

Para el régimen neoliberal, la democracia era un asalto enmascarado al poder por la vía del fraude electoral o una vil transacción comercial.

Los grandes electores eran los medios de comunicación y el poder económico; las y los votantes éramos un instrumento inerme a quienes duraba muy poco la ilusión óptica de haber elegido a los gobernantes.

Por eso Andrés Manuel López Obrador prometió en campaña someterse a la revocación de mandato a la mitad de su sexenio.

Insistió en ello una y otra vez, porque —como él mismo dice— la obligación de un dirigente político es repetirse, y colocó esa promesa junto a la lucha contra la corrupción y el principio de que “el poder solo tiene sentido y se convierte en virtud cuando se pone al servicio de los demás” en el centro mismo de su plataforma política.

Resulta paradójico que ese, al que la derecha acusó y acusa aún de pretender eternizarse en el poder, haya sido el primer candidato en poner su propia cabeza en la picota.

Una decisión que, ya convertido en el presidente más votado de la historia de México, ha reiterado y por la que ha luchado contra la derecha conservadora.

Bien podía López Obrador haberse dormido en sus laureles, acomodarse sobre sus 30 millones de votos.

Bien podía, siendo un presidente sometido a un linchamiento mediático constante y brutal, haberse evitado un riesgo a todas luces innecesario.

Al empecinarse en la consulta sobre la revocación de mandato muestra su congruencia política y su indeclinable vocación democrática.

La derecha, al resistirse a este ejercicio de democracia participativa (como ya lo hizo con la anterior consulta), exhibe por el contrario su vocación autoritaria y su desprecio por lo que la gente piensa y quiere.

Convertirnos en una nación que les demanda de manera libre y fulminante a quienes la gobiernan que cumplan o se vayan, no debe ser solo parte sustancial del legado histórico de López Obrador; ha de ser nuestro propio legado. Una herencia de libertad y soberanía para nuestras hijas e hijos.

El comienzo de una nueva era en la que, como quería Abraham Lincoln, la democracia sea, efectivamente, el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo; ese pueblo, de ahora en adelante, habrá de poner, quitar, mandar.

@epigmenioibarra

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