Operan clubes de mariguana en DF

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La venta y consumo de mariguana se da en el Distrito Federal en domicilios particulares, cantinas escondidas o bares, tanto en el Centro Histórico como en la colonia Doctores, Coyoacán o Iztapalapa, publica El Universal.

“El golpe seco de un candado atranca la reja blanca de dos metros de alto, sin ventanas ni manija. Es un “clac” metálico, a espaldas del visitante, que en realidad parece decir: Tú no sales de aquí sin mi permiso. En la ciudad que discute la legalización de la mariguana, aún hay que esconderse para consumir mota. Por eso venimos camuflados de parroquianos, con una cámara de video oculta que filmará las entrañas del club mariguanero más popular de la capital del país”, detalla el rotativo.

Pero hay que ser discretos, porque aquí los delatores o “gallinas” reciben castigo. “Al que se le vea haciendo chingaderas no se le llevará con las autoridades… se le pondrá una madriza”, advierte una cartulina pegada en la pared.

“Este lugar parece una de las tantas vecindades desvencijadas del Centro Histórico, pero al cruzar la puerta se convierte en uno de los puntos de narcomenudeo más activos del Distrito Federal, donde se puede comprar y consumir cannabis. Estamos en La taberna de Don Pancho, un sitio donde se puede pedir mota en la barra, como se pide cerveza y botana, y no irse hasta quemarlo todo con los amigos en una de las cuatro mesas periqueras o en las dos bancas de un patio con piso de cemento”, se agrega.

Panchito, el cancerbero de este fumadero, inspecciona con la mirada a quien quiere pasar. Si le parece que no es policía, abre el candado, da la bienvenida a su negocio… y cierra. Si está demasiado drogado y no puede levantarse de la silla, o alguien le da mala espina, dice que el lugar está lleno y no despega la boca de una pipa atascada de yerba.

Según El Universal, “actúa como gerente de restaurante: vigila que la mercancía no falte a los jóvenes de preparatoria, universitarios, maestros, comerciantes y turistas intrépidos, quienes se dejan enjaular para consumir 50 o 100 pesos de mota. En días de operativo policiaco, este hombre corpulento, treintón, no abre la reja por ningún motivo, hasta que un halcón en la calle República de Brasil le avise que el peligro se ha retirado. Pueden pasar minutos u horas de encierro, pero cuando el riesgo se disipa, el cancerbero se relaja y tranquiliza a los clientes con una frase: ‘Tranquis, acá movemos nosotros, no la tira’”.

En esta taberna, la ley de narcomenudeo no existe. El amo es una planta de cáñamo y la única autoridad es Panchito, quien disfruta ver a sus clientes reír con la mandíbula aflojada por la mariguana, con rock pop de fondo, viendo de reojo el mural de personajes de caricatura que aparecen con los ojos enrojecidos por la yerba, leyendo un letrero burlón que dice: “No puedes fumar”. Es el paraíso grifo hasta que ocasionalmente se baja al infierno cuando aparece una pistola 9 milímetros, que Panchito pone en la barra para que sus clientes examinen el fierro y lo compren, si quieren. Es el otro negocio del club.

Si eso pasa, la gente se espanta, ofrece pagar todo e irse ante el temor de una bala perdida, pero una vez comenzada la venta nadie sale hasta que se concrete. No vaya a ser que un cliente sea policía y dé aviso de la transacción. “Aguanten, échale una jaladita para que se alivianen el susto”, aconseja el cancerbero imitando el jalón de una bachita. En cuanto se acaba el negocio, todos respiran aliviados, vuelven a quemar mota y la angustia se convierte en un olor dulce que impregna el otro lado de la reja y su candado.

“Es seguro el jale… o tan seguro como puede ser un lugar como este”, dice Panchito durante una de las tardes en que visitamos el lugar. Lo hicimos cinco veces, filmamos dos. Aquí suelen encerrarse por pura voluntad alrededor de 30 personas. El negocio clandestino abre por las tardes, cierra de noche.

Adelantándose al cambio de ley

“La mayoría de los asistentes a la taberna se citan en el Zócalo y caminan hacia Santo Domingo, buscan la entrada del club que recibe con recelo a jóvenes en buen estado, para horas más tarde escupirlos aletargados y con los ojos rojos”, de acuerdo a El Universal.

Hay que pasar un local donde se imprimen invitaciones, subir un piso y caminar frente a un comercio de serigrafía. Luego, subir al segundo piso y encontrarse con un espejo que sirve a un local de reparación de cámaras fotográficas para ver quién sube. Si es policía, alguien chifla. Panchito se encierra con sus clientes, finge que el punto de narcomenudeo es un cuartucho cualquiera.

Si nadie silba en el segundo piso, significa que no hay problema para pasar. Hay que atravesar la reja blanca y llegar hasta la barra, donde hay una pecera sin agua que guarda distintos tipos de yerba. Si el visitante tiene suerte, habrá huevona, mariguana de buena calidad que crece perezosamente en invernaderos de Sinaloa, o golden, planta amarilla que se cuida con técnicas de hidroponia. Si no hay fortuna, habrá ladrillo, cannabis de mala calaña que se fuma con semillas sin desarrollar y noquea a los dos toques. Hay días en los que sólo hay droga sintética como LSD o metanfetaminas.

“Es como nos vayan surtiendo, cosa de suerte”, dice Panchito, a quien lo rodea la leyenda de ser hijo de uno de los fundadores de la banda Los Panchitos, que aterrorizó a la capital en los 80.

De lunes a viernes la taberna casi siempre está llena y, como buen negocio, todo cuesta: por 50 pesos los primerizos pueden rentar por una hora una pipa para fumar mariguana; por 40 pesos se compra una caguama; por 30, un paquete de sábanas para armar carrujos.

“Es seguro, banda. Si no quieres que te atore la tira con la merca en la calle, acá te la fumas y sales limpio. La única regla es nada de piedra (cocaína sólida)”, dice el cancerbero.

Este no es el único club de fumadores de una droga que en México es legal si se portan menos de cinco gramos para consumo personal. Están La vecindad, en la calle Moneda del Centro Histórico; La pera, en la colonia Doctores; El depa de mi hermano, en Santo Domingo, Coyoacán; La escuelita, en Santa María Aztahuacán, Iztapalapa. Y más.

“Ahí, los consumidores rozan el peligro. Afuera de La escuelita han matado a una decena de visitantes por pleitos entre grupos de narcomenudeo; en la puerta de La pera un tipo aturdido por la cocaína acuchilló a un cliente en abril pasado; en La traca —colonia Río Blanco, Gustavo A. Madero— han levantado a clientes por comprar droga a la banda Los Negros, cuando la plaza es de Los Macario”, señala El Universal.

Pese al riesgo, los clientes llegan. Lo saben los dueños, quienes se juegan una sentencia de hasta 30 años por encabezar un club mariguanero que capte una parte de un negocio que genera 30 millones de dólares al año sólo en el Distrito Federal, según el Colectivo Por una Política Integral de Drogas (Cupidh).

Algunos, como Panchito, llevan años en el negocio, en espera de que un giro en la ley los vuelva legales. Un golpe de suerte que este año lanzó su primer zarpazo.

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