Un análisis interseccional de la represión estatal
Tanya Golash-Boza | Universidad de California, Merced
Donald Trump hizo su campaña para presidente de los Estados Unidos a partir de una plataforma antiinmigrante y antimusulmana. Sus discursos apelaron directamente a un tipo de política del miedo que ha dominado el propio discurso político estadounidense desde los atentados terroristas del 11 de septiembre, en la ciudad de Nueva York. Desde su elección en noviembre de 2016, el tenor del país ha cambiado dada su retórica y acciones anti-negras, antiinmigrantes y anti-musulmanas. Si bien estos sentimientos provienen de una larga historia de supremacía blanca en los Estados Unidos, nuevas formas de discriminación han surgido desde su elección.
Las referencias de Trump a los mexicanos como criminales y violadores son los ejemplos más recientes de un tipo de discurso que apela al género y a la raza para retratar a ciertos grupos como desechables. Sus comentarios son más groseros que las referencias de Obama a “familias no delincuentes”, pero las implicaciones son las mismas: ciertas clases de personas son desechables, expulsables. A muchos les sorprende que las deportaciones migrantes en los Estados Unidos alcanzaran su máximo histórico en 2012, cuando el presidente Barack Obama estaba en el poder. Sin embargo, una comprensión de las tendencias de deportación requiere que miremos más allá de la oficina del presidente y analicemos tendencias globales más amplias.
A medida que el capitalismo ha engullido al mundo, este se ha vuelto más desigual. Existe una desigualdad masiva tanto dentro como entre las naciones. Los países tienen diversos grados de desarrollo y acceso a las comodidades modernas. Los países más ricos fortifican sus fronteras por temor no solo a que los cuerpos más oscuros e hispanos crucen las atraviesen, sino también por el deseo de proteger sus intereses materiales. La deportación es la manifestación física de los controles fronterizos. Sin la posibilidad y realidad de la deportación, los países serían incapaces de prevenir la migración a través de sus fronteras.
Si bien las tendencias económicas mundiales son el telón de fondo de las expulsiones y exclusiones, los presidentes marcan la pauta y las políticas. El presidente Barack Obama promovió la inclusión de (algunos) inmigrantes a través de su retórica, al tiempo que tomaba decisiones clave que aseguraban que las deportaciones aumentaran durante su presidencia. Nombró a Janet Napolitano como Secretaria del Departamento de Seguridad Nacional (DHS). Bajo su mirada, el DHS buscó enfocarse en extranjeros criminales, lograr una cuota de al menos 400.000 deportaciones al año y aumentar los arrestos a lo largo de la frontera entre México y Estados Unidos. Estas políticas condujeron a un mayor número de deportaciones. Cuando Napolitano dejó su puesto en 2013, para dirigir la Universidad de California, Obama nombró a Jeh Johnson. Si Janet Napolitano tenía experiencia en el cumplimiento de la política de inmigración de su estado natal de Arizona, Jeh Johnson, que venía del Pentágono, tenía experiencia en las políticas antiterroristas. Las deportaciones bajaron de un máximo histórico de 409.849, en 2012, a 235.413, en 2015, el número más bajo desde 2005. Los primeros informes indican que ese número fue aún menor en 2017, con unas 211.000 deportaciones (Miroff 2007).
A diferencia del presidente Obama, Donald Trump lanza su odiosa retórica desde la Oficina Oval, mientras supervisa los intentos fallidos de aumentar las deportaciones y construir un muro. Las deportaciones bajo la presidencia de Trump –un presidente abiertamente antiinmigrante– solo llegan a la mitad respecto de las ocurridas en el período de Obama. Esto se debe a que las deportaciones requieren más que voluntad política. El presidente Trump recurre al sentimiento antiinmigrante en los Estados Unidos para obtener apoyo para las deportaciones masivas y la seguridad fronteriza. Sin embargo, las barreras a la deportación masiva son prácticas. Menos inmigrantes están intentando ingresar a los Estados Unidos. Las localidades están menos dispuestas a cooperar con los agentes de inmigración. Sin embargo, todavía se siente como si estuviéramos en una era de deportación masiva, en parte debido a la manera cómo los medios cubren las deportaciones y a la despiadada rescisión del DACA, una política de la era de Obama que protegió a algunos jóvenes de ser deportados. Es importante destacar que la idea de que algunas personas son removibles y deben ser expulsadas persiste. Esta idea (aquella que asegura que el lugar de nacimiento y ciudadanía determina los derechos económicos, sociales y culturales) está en la base de las prácticas contemporáneas de expulsión.
¿Qué discursos y prácticas hacen que la expulsión sea aceptable? ¿Cómo decidimos quién no es apto para vivir entre nosotros? En este artículo, argumento que la confluencia de cuatro factores ha creado las condiciones de posibilidad de deportación masiva en los Estados Unidos: (1) discriminación racial (casi todos los deportados son personas de América Latina y el Caribe); (2) el surgimiento de una política de miedo después de los ataques del 11 de septiembre; (3) la crisis financiera global; y (4) la utilidad de los deportados. Estas condiciones persisten. La demografía de los deportados peranece sin cambios. La política del miedo se ha exacerbado. La crisis financiera mundial no tiene final a la vista. Los deportados y las personas deportables continúan siendo chivos expiatorios. Los políticos nos han vendido la expulsión masiva como la solución a nuestros problemas. Las evidencias son claras: poner a algunas personas en jaulas y otras fuera de la vista no genera prosperidad. Al menos no en un 99 por ciento de los casos.
Figura 1
Las remociones en los Estados Unidos, 1892-2012[2].
Durante los primeros cinco años de la presidencia de Barack Obama se deportaron a más de dos millones de personas desde los Estados Unidos. Este número no solo superó la suma total de todas las deportaciones que se habían realizado antes de 1990, sino que sobrepasó por mucho las cifras de todos los presidentes anteriores.
El carácter de las deportaciones también ha ido cambiando en años recientes: se ha enfatizado más la deportación de criminales convictos y, como consecuencia, el gobierno se ha enfocado más en la aplicación de la ley dentro del país—es decir, el el control migratorio dentro de los Estados Unidos, en vez de en las fronteras. A partir de estas tendencias, la cifra de personas expulsadas que tienen familia en los Estados Unidos también ha aumentado. Por otro lado, la deportación masiva no ha afectado de igual modo a todos los inmigrantes: la gran mayoría son hombres caribeños y latinoamericanos. Casi el 90% de los deportados son hombres, y más de un 97% son originarios de América Latina y el Caribe (Golash-Boza y Hondagneu-Sotelo 2013). Incluso, el 94% de las personas deportadas dentro del país son hombres (Rosenblum y McCabe 2014).
El aumento de las deportaciones se ha presenciado no solo en los Estados Unidos, sino también en el Reino Unido, Holanda, Alemania, Canadá y Australia (Gibney 2008). Este “giro hacia la deportación” (Gibney 2008, 146) representa un reflejo de la intensificación del control migratorio en estos países; asimismo, es una señal de los esfuerzos por cerrar la brecha entre el número de individuos que cumplen los requisitos de deportación y aquellos que son realmente deportados. Este cambio en la aplicación de las leyes de inmigración ha sido aun mayor en los Estados Unidos, donde la cifra anual de deportaciones sobrepasa considerablemente a la de otros países.
¿Por qué razones surgió el fenómeno de la deportación masiva en este momento histórico particular? En este artículo propongo que las condiciones de posibilidad de la deportación masiva en los Estados Unidos se deben a la convergencia de cuatro factores: (1) casi todos los deportados son hombres latinoamericanos y caribeños; (2) el auge de la política del miedo como secuela de los ataques del 11 de septiembre; (3) la crisis financiera a nivel global; y (4) la utilidad de los deportados. Además, sostengo que el estudio del surgimiento de la deportación masiva se complementa con el análisis de una forma similar de represión estatal: el encarcelamiento masivo.
El contexto de la deportación masiva
Entre 1997 y 2015, se realizaron más de cinco millones de deportaciones en los Estados Unidos —dos veces y media más que la suma total de todas las deportaciones que se llevaron a cabo antes de 1997—. Esta política ha sido el resultado de las leyes penales que se aprobaron en el año 1996, así como de una serie de cambios políticos y presupuestarios en la rama ejecutiva del gobierno. El aumento de las deportaciones se originó en 1997 a partir de la aprobación, en el congreso, de dos leyes que transformaron de manera fundamental los derechos de toda la población extranjera en el país —la Ley Antiterrorista y de Pena de Muerte Efectiva (Anti-Terrorism and Effective Death Penalty Act, o AEDPA) y la Ley de Reforma de la Inmigración Ilegal y de Responsabilidad del Inmigrante (Illegal Immigration Reform and Immigrant Responsibility Act, o IIRIRA).
A través de estas leyes el congreso eliminó el control jurídico de varias de las órdenes de deportación y requirió la detención obligatoria de algunos indocumentados (Fragomen 1997). Las leyes del 1996 provocaron un incremento en el número de deportaciones por tres razones: (1) ampliaron las bases para deportar a una persona; (2) redujeron las bases para apelar una orden de deportación; y (3) asignaron más fondos para la aplicación de las leyes de inmigración.
Como resultado de la aprobación de estas leyes, el número de deportados prácticamente se duplicó, de 70.000 en 1996 pasó a 114.432 en 1997. En el 1998, esta cifra ascendió a 173.000. Los números siguieron aumentando lentamente hasta el 2003, cuando la creación del Departamento de Seguridad Nacional (Department of Homeland Security, o DHS) adjudicó aun más dinero para la aplicación de las leyes de inmigración, lo que llevó a un incremento vertiginoso en la cantidad de deportaciones.
Siete años después, el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (Immigration and Customs Enforcement, o ICE) estableció un objetivo anual de 400.000 deportaciones a partir de dos factores —fondos destinados por el congreso para la aplicación de las leyes de inmigración, y la presión para el cumplimiento de la ley—. Este objetivo se superó en el 2012, cuando se realizaron más de 419.000 deportaciones. El año siguiente la cifra aumentó más aún, a 438.421 (Yearbook of Immigrations Statistics 2013).
Las leyes del 1996 fueron aprobadas durante un periodo de miedo racial con relación al crimen. Desde entonces, esto no ha cambiado de manera sustancial. Como consecuencia de los ataques terroristas del 11 de septiembre, en Nueva York, el congreso asignó una creciente cantidad de dinero para la aplicación de las leyes de inmigración. En el año fiscal del 2011, el presupuesto del Departamento de Seguridad Nacional fue de $56 billones, del cual se dedicó un 30% a la aplicación de las leyes de inmigración mediante ICE y la Patrulla de Aduanas y Fronteras (Customs and Border Patrol, o CBP). Asimismo, el 18% del presupuesto se adjudicó a la Guardia Costera de los Estados Unidos, y un 5% para los Servicios de Inmigración y Ciudadanía (United States Citizenship and Immigration Services, o USCIS).
En otras palabras, más de la mitad del presupuesto se concentró en la seguridad fronteriza y la aplicación de las leyes de inmigración (Department of Homeland Security 2011a). Para poner esta cifra en perspectiva, el presupuesto del Departamento de Educación fue de $29.2 billones en el mismo año fiscal (Department of Homeland Security 2011b; Department of Justice 2011). En resumen, el auge de las deportaciones en la última década se debe principalmente a una serie de políticas públicas que fueron diseñadas para expandir la aplicación de las leyes de inmigración, como parte de un proyecto más amplio en respuesta a los ataques del 11 de septiembre. Es importante mencionar también que las leyes de 1996 se implementaron después de dos ataques terroristas: el atentado de Oklahoma City, en 1996, y el del World Trade Center en 1993. Por lo tanto, las conexiones entre el miedo al terrorismo y la aplicación de las leyes de inmigración no son un fenómeno nuevo.
Hacia una teoría de la deportación
Los investigadores están aún comenzando a abordar la importancia de la era actual de deportación masiva, y pocos han logrado contextualizar esta práctica dentro del marco más amplio del capitalismo global. Desde diversas disciplinas, varios estudiosos se han dedicado a analizar el número elevado de deportaciones (Coutin 2010; Hernandez 2008; Brotherton y Barrios 2011; Kanstroom 2012; King, Massoglia y Uggen 2012; Kretsedemas 2012; Golash-Boza 2012), así como el incremento en la aplicación de las leyes de inmigración (Coleman 2012; Armenta 2012; Stumpf 2006; Zilberg 2004). Pero estas investigaciones no se preguntan por qué la deportación masiva está sucediendo ahora. Por otro lado, se le ha prestado poca atención al hecho de que casi todas las personas deportadas son hombres latinoamericanos y caribeños, y a los vínculos de la deportación con el movimiento global del capital y su relación con la fuerza laboral.
Por lo general, aquellos investigadores que se han preguntado sobre el por qué de la deportación ofrecen dos razones que se relacionan entre sí: (1) la deportación funciona como una forma de control social o migratorio (Bloch and Schuster 2005; Gibney 2008; Bosworth 2011; Collyer 2012); y (2) la deportación genera una fuerza laboral vulnerable (de Genova 2005). Para muchos estudiosos, el fenómeno de la deportación demuestra “la capacidad del estado para controlar el movimiento de los extranjeros” [the capacity of the state to control the movement of non-citizens](Bloch and Schuster 2005: 509). Como los extranjeros son las únicas personas que pueden ser deportadas, “la deportación les sirve a las élites gobernantes para reafirmar el valor y el sentido de la ciudadanía nacional” [“deportation works for governing elites to reinforce the value and significance of national citizenship”] (Anderson, Gibney y Paoletti 2013, 2).
Kanstroom desarrolla esta idea más aún al sostener que “la deportación es y siempre ha sido mucho más que [un instrumento de política migratoria]” (2007: 5). Este es también una “herramienta poderosa de control social discrecional” (2007, 5). Los gobiernos aprovechan las estadísticas de deportación para poder proclamar que están combatiendo el crimen con dureza; así, el estado logra ganar legitimidad por medio de este tipo de control social (Gibney 2008; Bosworth 2011).
Tamara Nopper ha señalado las dimensiones raciales de este proceso y ha propuesto que el incremento de las deportaciones criminales “refleja la creciente intersección entre la aplicación de las leyes de inmigración y las formas de control del crimen que han subyugado históricamente a las poblaciones negras en los Estados Unidos (tanto inmigrantes como nativos) (2008, 204-5). El señalamiento es de importancia porque la política dura contra el crimen se ha enfocado, a través de la historia, principalmente en las minorías raciales, y el fenómeno de la deportación no constituye una excepción. La deportabilidad no subordina a los inmigrantes mediante la [1]remoción de todos los individuos que son deportables, sino por medio de la remoción de algunos de ellos, mientras el resto permanece en un estado de mayor vulnerabilidad. La ilegalidad y deportabilidad convierte a los inmigrantes indocumentados y su fuerza laboral en “una mercancía sumamente desechable” (de Genova 2005, 215).
Todos estos estudios ofrecen distintos métodos para un análisis productivo de la deportación. A pesar de esto, me gustaría presentar una crítica general. La mayoría de estas investigaciones no abordan el papel de la raza y el género en la deportación y, por consiguiente, no logran explicar por qué casi todos los deportados en los Estados Unidos son hombres latinoamericanos y caribeños. Además, tienden a examinar la deportación como si fuera un asunto de política doméstica, sin considerar que se trata de una relación de al menos dos países. Debido a este aspecto internacional, resulta entonces lógico considerar la deportación a través de las teorías sobre la migración que definen el desplazamiento de personas como un movimiento global de capital y fuerza laboral. La deportación se comprende mejor, como sostengo más abajo, si tomamos en cuenta la última crisis del capitalismo global. Esta perspectiva nos podría ayudar a entender más a fondo cómo la reestructuración de la economía mundial se ha articulado en términos de raza y género.
Los paralelismos entre la deportación y el encarcelamiento masivos son múltiples. Por ejemplo, la gran mayoría de las personas que han sido objeto de ambas formas de represión estatal han sido hombres negros y latinos (Christian y Thomas 2009; Western 2006; Alexander 2012; Golash-Boza y Hondagneu-Sotelo 2013). Asimismo, ambas prácticas se han justificado mediante una política de miedo basada en las diferencias de raza y de género. La deportación y el encarcelamiento masivos surgieron en tiempos de crisis: la primera emerge como resultado de la crisis del petróleo y el proceso de desindustrialización de los años 1970, mientras que la segunda se intensifica a partir de la Gran Recesión del 2008. Finalmente, ciertos sectores de la élite corporativa transnacional han logrado encontrar diferentes maneras de beneficiarse a través de estas prácticas. En esta sección se aclararán estas conexiones.
Demografía del encarcelamiento y la deportación
Según el Centro Hispánico Pew, de los 10.4 millones de adultos indocumentados en los Estados Unidos en el 2008, 4.1 millones eran mujeres y el 80% provenían de América Latina y el Caribe (Passel y Cohn 2009). En Estados Unidos, toda persona que carece de ciudadanía puede ser deportada, pero los inmigrantes indocumentados son el grupo con mayor riesgo de deportación. Aunque el 40% de los inmigrantes indocumentados son mujeres, ellas representan solamente el 10% de las personas deportadas. Y, a pesar de que el 20% de los indocumentados no son latinoamericanos, estos inmigrantes constituyen menos del 2% de la cifra de deportados. En otras palabras, la probabilidad de que los hombres latinoamericanos y caribeños sean deportados es mucho más alta que la de cualquier otro grupo social.
La ampliación del control migratorio se ha enfocado casi exclusivamente en los hombres inmigrantes, pero los estudios sobre la deportación mencionan raras veces el tema del género (Coutin 2010; Gibney 2008; Hernandez 2008; Brotherton y Barrios 2011; Kanstroom 2012; King, Massoglia y Uggen 2012; Kretsedemas 2012; Hagan, Eschbach y Rodriguez. 2008). En el 2011, el 89% de todas las personas removidas fueron hombres. Por otra parte, el auge de las remociones, desde el 1998, ha afectado casi exclusivamente a hombres que no tienen la ciudadanía estadounidense, mientras que el número de mujeres deportadas se ha mantenido estable[2].
En el 1999 y el 2011, las cifras de mujeres deportadas fueron aproximadamente iguales: 44.029 y 43.781 respectivamente. En cambio, el número de hombres deportados ascendió a 138.231 en 1998, y a 347.781 en el 2011 —un aumento total de 250%—. La proporción de deportaciones en términos de género se puede observar en la Figura 1. En esta figura se hace evidente cómo las nuevas leyes de 1996 y los cambios generados por la Guerra contra el Terror dieron lugar a más deportaciones de hombres, pero no de mujeres. Al parecer, la creación del Departamento de Seguridad Nacional, en el 2003, estuvo relacionada directamente con el incremento en la deportación de hombres en los Estados Unidos.
El auge de las deportaciones también ha afectado a unas nacionalidades más que a otras. La gran mayoría de las remociones se debe al incremento de la deportación de mexicanos y centroamericanos. La determinación de esta alza se basa en el número total de remociones, el cual incluye no solo a los inmigrantes indocumentados sino también a aquellas personas que se hallan legalmente presentes en el país. El inmigrante indocumentado corre el riesgo de ser removido, mientras que los inmigrantes que están legalmente presentes pueden ser deportados solo por una causa criminal o por violar los parámetros del visado (como, por ejemplo, sobrepasar las horas de trabajo asignadas por la visa estudiantil).
Se vislumbran distintas tendencias al examinar las cifras sobre los residentes permanentes legales que provienen del Caribe. En términos de origen nacional, los dominicanos y los jamaiquinos son los grupos con mayor probabilidad de ser deportados por una causa criminal con relación a las drogas. En total, alrededor de un cuarto de las deportaciones por causa criminal son por casos vinculados a las drogas, pero esta proporción es mucho más alta entre los jamaiquinos y los dominicanos —40% y 80%, respectivamente (Siulc 2011; Headley et al. 2005)—. Asimismo, ambos grupos representan las dos nacionalidades con la tasa más alta de deportaciones criminales en los Estados Unidos. Incluso, son los dos grupos con mayor probabilidad de ser deportados en la categoría de residentes con permanencia legal. En comparación con otros grupos dentro de esta categoría, la probabilidad de deportación para los jamaiquinos y los dominicanos es cinco veces mayor (Golash-Boza 2015).
Figura 2
Remociones del Departamento de Seguridad Nacional en términos de género: Años fiscales 1998-2011. Hombres / Mujeres / Género Desconocido
Desde el 1996, los datos sobre las deportaciones revelan un aumento notable en la remoción de hombres pertenecientes a México y Centroamérica, así como de hombres jamaiquinos y centroamericanos con residencia legal y permanente. El incremento en las deportaciones se ha concentrado en los hombres negros y latinoamericanos debido a que estos grupos se han convertido en una población superflua gracias a la contracción del capital. Los hombres jamaiquinos y dominicanos son principalmente detenidos a través del sistema de justicia penal; estas deportaciones representan por lo tanto una prolongación del encarcelamiento masivo (Golash-Boza 2015).
Los mexicanos y los centroamericanos también han sido aprehendidos de este modo, pero muchos de ellos han sido detenidos a causa de los cambios en la aplicación de las leyes de inmigración. Por otra parte, podríamos imaginarnos cómo se aplicarían estas leyes en el caso de las mujeres: se llevarían a cabo redadas en los hoteles o en los mercados informales. Sin embargo, esto no ha sucedido[3]. En vez de ello, lo que ha ocurrido es que el control migratorio ha estado actuando en conjunto con el sistema de justicia penal —esta colaboración ha conducido a las disparidades de raza y género en las deportaciones.
Figura 3
Cifra total de remociones por región, 1998-2011
En el caso de la encarcelación masiva encontramos disparidades similares a las de la deportación masiva en términos de raza y género. En el 2008, los latinos y los negros representaban menos de un tercio de la población estadounidense, pero constituían a la vez el 58% de la población carcelaria del país (NAACP 2011). Asimismo, en el 2013, el 93% de todos los presos en Estados Unidos eran hombres (Carson 2014).
Durante los años 1980 y 1990, el congreso estableció una nueva política para el control del crimen y las drogas que impactó a la comunidad afroamericana de forma desmedida (Tonry 2011). Entre 1926 y 1975, la proporción entre negros y blancos encarcelados era de 3 a 1; para el 1997 esta proporción se duplicó (Murakawa 2014). El gobierno estadounidense ha promovido una extensa guerra contra las drogas que no ha logrado eliminar la prevalencia de las drogas ilegales pero sí ha sido exitosa en el encarcelamiento de millones de afroamericanos. Como nos explica Michael Tonry:
Es evidente que la población negra se ha llevado la peor parte en la guerra contra las drogas. Y es evidente también que la disparidad racial entre las personas encarceladas por delitos relacionados con las drogas se debe principalmente a la aplicación policiaca de perfiles raciales; a que la policía ha desarrollado una política deliberada para aplicar las leyes antidrogas en los puntos de droga de los barrios marginales; y a las decisiones legislativas —igualmente deliberadas— que han impuesto largas penas de cárcel para los crímenes de drogas, aquellos delitos por los cuales se detienen a los afroamericanos de forma desproporcionada” (2011, 75)
Las investigaciones sobre este tema confirman que tanto la deportación como el encarcelamiento masivo se enfoca desmedidamente en los hombres. El eje principal del sistema de encarcelamiento son los hombres negros, mientras que, en el caso de la deportación, el foco central son los hombres latinos.
La política del miedo
La sección anterior ha demostrado que la deportación y el encarcelamiento masivos se han utilizado de manera excesiva para reprimir a los hombres negros y latinos. Propongo aquí que estos fenómenos representan una de las condiciones de posibilidad de la vulnerabilidad y la estigmatización de estos grupos. Esta sección explora los discursos de raza y género que hicieron posible esta dirección. En ambas secciones, se sostiene de modo implícito que estas formas extremas de represión estatal no hubieran sucedido sin la deshumanización de dichos grupos a través de discursos que establezcan jerarquías de raza y de género.
Uno de los ejemplos más famosos del uso táctico del miedo a la criminalidad sucedió durante una campaña presidencial y a partir del caso de Willie Horton. En 1988, la campaña de George H. W. Bush explotó el miedo y el prejuicio racial de los blancos en contra de los hombres negros por medio de un anuncio publicitario. En el anuncio, se destacaba la historia y foto policial del preso afroamericano Willie Horton, quien incumplió su permiso de libertad de los fines de semana y “secuestró y agredió brutalmente a una pareja blanca, violando a la mujer y apuñalando al hombre” (Mendelberg 1997). El anuncio formó parte de la exitosa campaña presidencial de Bush: se utilizó para representar al candidato demócrata, Michael Dukakis, como una figura débil en cuanto a la criminalidad. El caso de Willie Horton es solo un ejemplo de las distintas maneras en que los políticos se han beneficiado comúnmente del miedo a la criminalidad. El uso de la imagen de Horton se distingue no solo por la manipulación de dicho miedo, sino también por la explotación del temor hacia el hombre negro como parte de una agenda política.
Tal como explica Katheryn Russell-Brown, en su análisis de la figura del delincuente negro, el miedo a la criminalidad está vinculado a las jerarquías de raza y género (1998). Mientras que las imágenes estereotipadas sobre la mujer negra la presentan como una figura furiosa, una reina de la asistencia social [welfare queen]y una prostituta, el hombre negro tiende a ser visto como un gánster, un violador y un estafador (Collins 2004). Los estereotipos sobre la criminalidad del hombre negro contribuyen a fomentar la ideología de raza y género que se utiliza para justificar el encarcelamiento masivo de afroamericanos. En los Estados Unidos, el discurso popular que imagina al hombre negro como delincuente en potencia sirve para justificar el encarcelamiento masivo de dicha población, e incluso conduce a la creencia de que las cárceles se construyen con el fin de defendernos de esta amenaza. ¿Qué discursos se usan entonces para respaldar la deportación masiva de hombres negros y latinos?
La imagen del hombre inmigrante como un extranjero peligroso, delincuente y terrorista se despliega a partir del 11 de septiembre. En términos de raza y género, la figura del extranjero amenazante se construye como masculina y en la forma de un terrorista árabe (Naber 2006) o un criminal latino (Golash-Boza y Hondagneu-Sotelo 2013). Debido a la fusión de la imagen del árabe con el terrorismo, las personas que son percibidas como árabes han sido frecuentemente víctimas de delitos de odio y otras formas de acoso. Asimismo, las políticas públicas del país se han dirigido en contra de las personas árabes. Por ejemplo, el Sistema de Registro de Entrada y Salida de la Seguridad Nacional (National Security Entry-Exit Registration System, o NSEERS) requiere que los hombres provenientes de 25 países árabes y musulmanes, y que residen en los Estados Unidos, comparezcan ante oficiales de inmigración para que se les tomen las huellas y sean fotografiados y cuestionados. Hasta el momento en que escribo este artículo, a nadie se le negó la entrada por motivos terroristas, aunque más de 80.000 personas fueron sido entrevistadas, y muchos inmigrantes fueron deportados porque se les había vencido la visa. En general, hasta hoy, la cifra de árabes deportados desde el 11 de septiembre ha sido relativamente baja (Golash-Boza 2012).
Al mismo tiempo, las mismas políticas públicas que fueron diseñadas para combatir el terrorismo se han centrado en los hombres latinos. El enfoque del control migratorio en contra de la población latina se ha desarrollado en conjunto con la representación mediática del latino como una figura peligrosa. Desde hace mucho, investigadores como Leo Chavez (2013) y Otto Santa Ana (2002) han sostenido que los medios de comunicación y los analistas políticos representan regularmente a los inmigrantes latinoamericanos como una amenaza. Los principales medios de comunicación tienden a usar palabras como “extranjeros ilegales, fugitivos, hordas y malhechores para identificar a [los inmigrantes]como delincuentes; inundación, flujo e invasión, para describir su desplazamiento hacia los Estados Unidos; y daño y amenaza, para ilustrar su presencia en el país” (Quinsaat 2011: 40). El uso de este lenguaje para designar a los inmigrantes, su presencia y sus flujos migratorios invoca una amenaza masculina a través de la cual se retrata al inmigrante —especialmente el inmigrante latino— como un símbolo de peligro.
Entre la población blanca de Estados Unidos, estas representaciones han generado un sentimiento de miedo en torno a los hombres latinos (Eitle y Taylor 2008). Y, a su vez, los políticos del país han explotado estas emociones. En el periodo previo a las elecciones del 2016, el candidato presidencial Donald Trump declaró ante una multitud que: “Cuando México envía a su gente, no nos envían a los mejores… Nos envían a personas que han tenido muchos problemas, y están trayendo estos problemas… traen drogas. Traen crimen. Son violadores” (Cillizza 2015). Este tipo de expresión reafirma el estereotipo de los mexicanos como “extranjeros delincuentes”.
La intensificación de las deportaciones se ha realizado en el nombre de la protección de los Estados Unidos —en contra de los “extranjeros delincuentes” y los terroristas—. Es notable que la misión oficial del Departamento de Seguridad Nacional sea, según su sitio web, “proteger a la nación de las numerosas amenazas que enfrentamos”, y que una parte sustancial del presupuesto de dicho departamento haya sido dedicado a la deportación de sujetos latinos que no representan ningún peligro evidente para la nación. Tal como indica Alberto Gonzales, “la criminalización sirve, en el sentido discursivo, como el adhesivo ideológico del estado de seguridad nacional; es un proceso mediante el cual una serie de discursos le atribuyen características criminales a un grupo perseguido, en este caso los hombres latinos, para obtener consentimiento para la violencia legal” (2013: 6). La violencia legal implica, en este caso, la deportación masiva.
Las “imágenes controladoras” (Collins 2004) que presentan a los hombres negros, latinos y árabes como figuras temibles han tenido la función discursiva de sustentar la implementación de la represión estatal. Si los estadounidenses no vivieran con miedo al terrorismo y a la criminalidad, sería más difícil para el estado justificar los enormes gastos en la deportación y el encarcelamiento masivos. Cabe destacar que el estado ha estado gastando billones de dólares en la deportación durante un periodo de incertidumbre económica. Una manera de entender esta aparente paradoja es a través de la investigación del surgimiento del encarcelamiento masivo a partir de la crisis del petróleo de los años 1970.
La crisis del capitalismo
En otras palabras, el análisis de la deportación como una herramienta de represión estatal puede ser complementado por el estudio de un fenómeno análogo en el pasado: la relación entre el encarcelamiento masivo y la crisis del petróleo en Estados Unidos. En conjunto con la desindustrialización que se desarrolló sucesivamente en las ciudades, dicha crisis dio paso al auge del encarcelamiento masivo y su implementación como herramienta de represión estatal. Durante la década del 1970, el impacto global de la crisis del petróleo creó un ambiente de inestabilidad económica en todo el mundo, y provocó una oleada generalizada de emigración. La crisis de los 1970 ocasionó una serie de procesos transnacionales que a su vez indujeron a las élites globales a expandir su esfera de mediante la reestructuración económica. Esta reestructuración involucró la incorporación de distintos países dentro de la economía global, pero también condujo al desplazamiento masivo de personas: millones de emigrantes abandonaron sus naciones de origen para sobrevivir y buscar mejores oportunidades en otros lugares. En la actualidad, los inmigrantes que son deportados son con frecuencia las mismas personas que se vieron obligadas a irse de sus países natales como consecuencia de la crisis del petróleo de los 70.
Después de la Segunda Guerra Mundial, la economía estadounidense creció rápidamente gracias a la producción de acero y de automóviles. Los empleos en el sector manufacturero solían pagar buenos salarios y frecuentemente incluían beneficios y prestaciones. Los obreros eran en su mayoría hombres, y muchos de ellos llegaron a ganar lo suficiente para mantener a sus esposas y sus hijos (Milkman 1997; Sugrue 2014). Sin embargo, este periodo duró poco. En los años 1970, el capitalismo comenzó a entrar en una de sus crisis cíclicas de sobreproducción (Robinson 2012). Como resultado, la economía estadounidense se alejó de la manufactura y dejó de contar con una sólida clase trabajadora para transformarse en una economía “de reloj de arena” caracterizada por una gran desigualdad, el descenso de los sindicatos y la preponderancia del sector de servicio (Lee 2005). En 1954, el 35% de la fuerza laboral de la nación estaba sindicalizada; para el principio de los 1980 esta cifra había disminuido a 20%; y para el 2008 había descendido a un 8% (Thompson 2010).
Crisis del petróleo, desindustrialización y globalización
Después de la Segunda Guerra Mundial, la economía estadounidense creció rápidamente gracias a la producción de acero y de automóviles. Los empleos en el sector manufacturero solían pagar buenos salarios y frecuentemente incluían beneficios y prestaciones. Los obreros eran en su mayoría hombres, y muchos de ellos llegaron a ganar lo suficiente para mantener a sus esposas y sus hijos (Milkman 1997; Sugrue 2014). Sin embargo, este periodo duró poco. En los años 1970, el capitalismo comenzó a entrar en una de sus crisis cíclicas de sobreproducción (Robinson 2012). Como resultado, la economía estadounidense se alejó de la manufactura y dejó de contar con una sólida clase trabajadora para transformarse en una economía “de reloj de arena” caracterizada por una gran desigualdad, el descenso de los sindicatos y la preponderancia del sector de servicios (Lee 2005). En 1954, el 35% de la fuerza laboral de la nación estaba sindicalizada; para el principio de los 1980, esta cifra había disminuido a 20%; y para el 2008, había descendido a un 8% (Thompson 2010).
La crisis del capitalismo en la década de 1970 tuvo dos causas principales: 1) el aumento de la competencia global en el sector manufacturero; y 2) el alza del precio del petróleo en 1973. En Detroit, por ejemplo, la competencia entre las empresas automotrices de Alemania y Japón, combinada con el incremento del costo del petróleo, ocasionaron que las manufactureras rediseñaran sus productos, subcontrataran la producción y automatizaran partes del proceso de producción. La subcontratación y la automatización provocaron una disminución en el número de empleos en el sector manufacturero de Estados Unidos.
Entre 1979 y 1985, los trabajos en dicho sector descendieron un 10%. Esta merma se concentró en ciertas regiones geográficas, lo cual intensificó aún más los efectos locales de estos procesos. En el medio oeste del país se perdieron más de un millón de empleos, mientras que en el noreste la reducción fue de 800.000 trabajos. En cambio, la región occidental presenció un aumento de 53.000 empleos en la industria manufacturera (Sassen 1989). Detroit fue una de las ciudades más afectadas por la reestructuración económica: los empleos en el sector manufacturero disminuyeron en un 70% entre 1969 y 1989 (Farley et al. 2000).
Al trasladar los empleos de trabajo intensivo de la industria manufacturera a los países en desarrollo, las compañías transnacionales transformaron las dinámicas de género de la economía local de estos países. La mayoría de estos puestos han sido ocupados por mujeres jóvenes —muchas de las cuales habían emigrado de zonas rurales— en vez de por hombres desempleados de las ciudades. Debido a las difíciles condiciones de trabajo, estas nuevas regiones industriales tienen frecuentemente una alta tasa de rotación de personal. Las mujeres jóvenes se marchan del campo para realizar este tipo de labor, pero usualmente lo hacen solo por algunos años. En vez de regresar a sus hogares, en la zona rural, después de haber renunciado o haber sido despedidas de las manufactureras, muchas de estas mujeres se convierten en migrantes internacionales. El número considerable de mujeres que provienen de países en desarrollo, para acceder de este modo a la economía global, ha conducido a la feminización de la migración internacional (Sassen 1998).
Alrededor de la mitad de todos los migrantes internacionales han sido mujeres desde 1990 (United Nations 2016). Al mismo tiempo, la incorporación de los inmigrantes a la fuerza laboral cambia de acuerdo con el género de la persona. En los Estados Unidos, la desindustrialización y la consecuente subcontratación del sector manufacturero también condujo a un proceso de aburguesamiento dirigido a grupos de alto ingreso; a su vez, este fenómeno generó una demanda de productos lujosos y servicios que no se pueden producir a nivel masivo (Sassen 1998).
El aumento en el número de parejas en que ambas partes tienen un trabajo de alto ingreso creó nuevas necesidades, como los servicios especializados e individualizados que ofrecen niñeras y jardineros, o las tiendas de especialidad que venden manjares previamente preparados. En general, los hombres estadounidenses que trabajaban en las fábricas no estaban en la posición de desarrollar nuevas destrezas y desempeñarse en la naciente industria del servicio. Muchos de estos empleos mal remunerados fueron ocupados entonces por la población inmigrante que llegaba al país (Boehme 2011; Louie 2001; Massey et al 2002). En 2010, el 16% de la fuerza laboral de Estados Unidos estaba compuesta de inmigrantes y estos estaban sobrerrepresentados en distintos sectores, principalmente en la construcción, el servicio de alimentos, la agricultura, el trabajo doméstico y los hoteles (Singer 2012).
Raza, género y desindustrialización
En los Estados Unidos, la pérdida de empleos en la industria manufacturera condujo al alza en las tasas de desempleo y pobreza. Las poblaciones más afectadas fueron los hombres afroamericanos. Para el final de la década de 1980, más del tercio de la población negra de Detroit vivía en la pobreza, así como la mitad de los niños afroamericanos que residían en la ciudad (Kodras 1997). Cuando aconteció la crisis económica en Detroit y otras ciudades, buena parte de los residentes blancos huyeron a otras localidades, pero la mayoría de la comunidad negra no contaba con esta opción. Como resultado, la población blanca de los centros urbanos se redujo de forma considerable para fines de los 1980, mientras que la población negra cayó aún más en la pobreza, en comparación con la década anterior. En estas ciudades, las tasas de desempleo para los hombres afroamericanos eran extraordinariamente altas —en 1990, solo el 37% de los hombres de 16 años o más que formaban parte de la comunidad negra en el sur de Chicago, el llamado “Black Belt” o “cinturón negro” tenía un trabajo fijo (Wilson 1996).
En gran parte, la desindustrialización tuvo un profundo impacto en la vida de los hombres afroamericanos de Detroit porque la mayoría de ellos trabajaba para los sectores que sufrieron las peores caídas económicas. En 1940, más de la mitad de todos los hombres negros que estaban empleados trabajaban para la Ford Motor Company, una de las pocas empresas en el país que estaban dispuestas a contratar trabajadores negros y a pagarles un salario adecuado. Sin embargo, durante los años 1950, este tipo de puesto bien remunerado fue trasladado a otras partes del mundo (Sugrue 2014). Para el 1970, el 94% de los hombres negros que estaban empleados en Detroit eran trabajadores de cuello azul; tres cuartas partes de estos empleos dejaron de existir entre 1972 y 1992 (Boyle 2001). Al ir achicándose la industria manufacturera, los hombres negros comenzaron a tener dificultades para encontrar trabajo. En 1950, el 84% de esta población estaba empleada; pero, para fines del siglo, una tercera parte de los hombres afroamericanos entre los 25 y 64 años de edad carecían de trabajo. Su tasa de desempleo era tres más alta que la de los hombres blancos en Detroit (Farley et al. 2000).
La prevalencia del desempleo negro en Detroit se debe a tres razones principales: 1) la disparidad de destrezas laborales; 2) la disparidad espacial; y 3) la discriminación racial de parte de las empresas. Los hombres afroamericanos de Detroit tienen menos probabilidades de tener la educación y las habilidades necesarias para los tipos de empleo donde ha habido crecimiento, como la ingeniería. De este modo, se ha generado una disparidad en las destrezas laborales. Por otra parte, la mayoría del crecimiento laboral en Detroit se ha concentrado en los suburbios, lo cual ha conducido a una disparidad en sentido espacial: las familias afroamericanas han sido privadas de poder comprar residencias en estas áreas. Vale destacar que, en 1990, el 50% de los negros que vivían y laboraban en Detroit viajaban a los suburbios para trabajar.
Asimismo, diversos estudios han demostrado la persistencia de la discriminación racial. A la población negra se le hace más difícil encontrar trabajo, incluso cuando está capacitada. Un estudio reveló que, a pesar de que los hombres y las mujeres afroamericanas buscan y solicitan empleos en los suburbios de Detroit, tienen menos probabilidades de ser contratados que los hombres y las mujeres blancos (Farley, Danziger y Hozer 2000).
Es importante resaltar igualmente que la “disparidad espacial” no se debe a que los afroamericanos no deseen mudarse a los barrios blancos. Al contrario, como indica Thomas Sugrue (2014), la población blanca de Detroit aterrorizó a las familias negras que intentaron reubicarse en los vecindarios blancos en los años 1940 y 1950. De esta manera, los residentes afroamericanos de Detroit se vieron obligados a permanecer en los barrios marginales de la ciudad. Al mismo tiempo que iban desapareciendo las oportunidades de trabajo en el casco urbano, las familias negras tuvieron que quedarse en estas zonas empobrecidas debido al terror blanco y a las políticas públicas que excluían a la comunidad afroamericana de las áreas deseables de Detroit y los suburbios circundantes.
Los efectos del encarcelamiento masivo y la desindustrialización en términos de género y raza
En Estados Unidos, los procesos de reestructuración económica están vinculados al encarcelamiento masivo (Gilmore 2007; Harvey 2005; Wacquant 2009). No es casual que el incremento de la tasa de encarcelamiento haya acontecido a la misma vez que el aumento del desempleo en la población de hombres afroamericanos, y el surgimiento de rebeliones negras en distintas ciudades del país. Para fines del siglo XX, una cuarta parte de los hombres afroamericanos nacidos en los 1960 había sido encarcelada. Y en el caso de los hombres negros que no se habían graduado de la escuela secundaria, la tasa de encarcelamiento ascendía a un 60% (Pettit y Western 2004). Al mismo tiempo que se les agotaban las opciones de trabajo a los hombres afroamericanos, las cárceles les daban la bienvenida.
Investigadores como Loic Wacquant (2009) han sostenido que la reestructuración económica convirtió a los desertores escolares afroamericanos en sujetos superfluos. Para Wacquant, el encarcelamiento funciona como un sistema de control social para reprimir a estas poblaciones (Wacquant 2001). En la medida en que los cambios en la economía disminuyeron las oportunidades y servicios para los pobres, el estado tuvo que asegurarse de que los ricos no se vieran amenazados por la clase trabajadora y las poblaciones marginadas. En conjunto con el alto nivel de desempleo, los cortes públicos en el área de servicios sociales dieron lugar a la disidencia y frustración de los obreros. Como nos explica David Harvey: “En los Estados Unidos, el encarcelamiento pasó a ser una estrategia pública clave para poder lidiar con los problemas que procedían del entorno de los obreros relegados y las poblaciones marginadas” [“in the United States incarceration became a key state strategy to deal with problems arising among discarded workers and marginalized populations”]. (2005: 77) El arreglo de las cárceles [“prison fix”] ha tenido implicaciones de carácter duradero (Gilmore 2007: 88).
Ruth Wilson Gilmore ha trazado un vínculo directo entre el auge de las prisiones en California y las crisis del capitalismo. Para Wilson Gilmore, los cambios en la economía política de California, durante los años 1970, condujeron a los excedentes de capital financiero, mano de obra y capacidad estatal que hicieron posible el crecimiento del sistema carcelario. En California, la merma de la economía basada en la industria militar produjo un sobrante laboral en los centros urbanos. Al mismo tiempo, una serie de sequías ocasionó un excedente de tierras ociosas en la región del Valle Central. Adicionalmente, el aumento de las tasas de intereses provocó el superávit del capital financiero. La convergencia de estos factores creó las condiciones de posibilidad para el desarrollo de un proyecto masivo de construcción de cárceles en California.
En dicho estado, la población de presos estatales se quintuplicó entre 1982 y el 2000, a la vez que descendía el índice de criminalidad. De manera similar al resto de los Estados Unidos, la disparidad racial era evidente: “Los afroamericanos y los latinos representan dos terceras partes de los 160.000 presos del estado; cerca del 7% son mujeres de todas las razas; el 25% no son ciudadanos…. considerados como clase, los presidiarios constituyen el sector pobre trabajador o desempleado de las ciudades desindustrializadas” (Gilmore 2007: 7).
Aunque el sistema de encarcelamiento masivo se ha centrado principalmente en la población masculina, dicho fenómeno también ha sacudido a las comunidades en otros sentidos en términos de género. Las víctimas más obvias han sido los hijos de los presos. Megan Comfort ha señalado que “se estima que 1.1 millón de los reclusos de las cárceles y prisiones en los Estados Unidos son padres de 2.3 millones de niños; el 90% de estos padres son hombres” (2007: 274). Asimismo, el 93% de los presos son hombres y la mitad de ellos tienen hijos (Christian y Thomas 2009).
Foster y Hagan han ofrecido pruebas fehacientes de que el encarcelamiento de los padres ha tenido consecuencias negativas de carácter causal para los niños (2009: 191). Estos sostienen que los hijos de los presos no solo tienen que enfrentar desventajas económicas: cuando sus padres son encarcelados, estos niños también experimentan obstáculos educativos y emocionales. Por otra parte, las mujeres —tanto las madres como las abuelas— tienen entonces que recoger los platos rotos de que el padre haya entrado a la cárcel.
Es posible percibir un patrón similar en términos de género en los efectos colaterales de la deportación masiva. Casi todos los deportados son hombres y alrededor de una cuarta parte —100.000 por año— son padres de niños que tienen la ciudadanía estadounidense (Rosenblum y McCabe 2014). Debido a que sus padres han sido deportados o detenidos, existen más de 5.000 niños colocados en familias de acogida (Applied Research Center 2011). En la medida en que los deportados son mayormente hombres, las mujeres se ven obligadas a valerse por sí mismas cuando el padre de sus hijos se encuentra en la situación de ser deportado. Una vez que son removidos, a estos hombres se les hace generalmente imposible seguir apoyando a sus hijos económicamente. Los investigadores están apenas empezando a examinar los efectos colaterales de la deportación masiva, pero está claro que este fenómeno tiene ramificaciones en términos de género y raza.
La Gran Recesión y la deportación masiva
Los estudiosos del capitalismo global han planteado que la crisis actual es nueva —según ellos, esta crisis se origina en el hecho de que la clase capitalista transnacional ha alcanzado sus límites (Robinson 2014; Sassen 2014)—. En años recientes, se ha evidenciado que el capital global no tiene mucho espacio para seguir expandiéndose: el capitalismo global se ha infiltrado en casi todas las partes del planeta (Robinson 2012; 2014; Sassen 2014). A causa de la competencia global y los procesos de desindustrialización, la crisis de la década de 1970 dio lugar al crecimiento económico; la crisis más reciente ha sido el resultado del ocaso de este crecimiento. Al tener solamente un espacio reducido para la creación de nuevos mercados, a principios del siglo XXI, la clase capitalista transnacional recurrió a la producción de “capital ficticio —es decir, el dinero que circula sin ninguna relación con las mercancías o la actividad productiva” (Robinson 2012: 183). Los inversionistas y especuladores empezaron a redefinir los bonos, pensiones y deudas como valores negociables, transformándolos en una fuente potencial de ganancias. En el 2008, estas actividades económicas condujeron al colapso de los mercados financieros de Estados Unidos; dicho colapso representó el eje central de la última crisis del capitalismo global. Ante la crisis económica, la respuesta del gobierno fue, por un lado, rescatar a la industria financiera y, por otro lado, acrecentar la represión estatal. La reacción represiva del estado se desplegó de muchas formas, incluyendo la deportación masiva.
Del mismo modo que podemos vincular el auge del encarcelamiento masivo con los procesos de desindustrialización que abatieron a los barrios predominantemente negros de las ciudades, a partir de la década de 1970, podemos conectar el alza de la deportación masiva con la crisis económica global del 2008. A partir de la aprobación de las leyes de 1996, la cifra de deportaciones creció de forma consistente. Sin embargo, en el 2008—como consecuencia de la crisis económica—se acrecentó el control migratorio en el interior de los Estados Unidos. De acuerdo con un informe publicado en el 2014 por el Instituto de Política Migratoria (Migration Policy Institute), se realizaron 30.000 remociones en el interior del país durante el 2003, el mismo año en que fue creado el Departamento de Seguridad Nacional (Department of Homeland Security, o DHS).
Para el 2008, el número de remociones ascendió a 140.000, y en el 2011, llegó a alcanzar su nivel más alto: 188.000 (Rosenblum y McCabe 2014). En general, las remociones en la frontera involucran un proceso judicial, sin embargo, las remociones en el interior implican el arresto dentro del país de una persona que no ha cruzado la frontera recientemente. Del mismo modo en que aumentaron las remociones en el interior, las detenciones realizadas por el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (Immigration and Customs Enforcement, o ICE) se intensificaron visiblemente.
Debido a la disminución en los empleos durante la Gran Recesión del 2008, la cantidad de inmigrantes que intentaron entrar a los Estados Unidos se ha reducido —por ende, se han llevado a cabo menos detenciones en la frontera. Los oficiales de inmigración que efectúan las deportaciones pertenecen a dos ramas del Departamento de Seguridad Nacional: ICE y la Patrulla de Aduanas y Fronteras (Customs and Border Patrol, o CBP). La CBP está autorizada a trabajar solamente a 100 millas de la frontera (en unidades aéreas); por lo tanto, la gran mayoría del control migratorio en el interior del país recae en ICE. En la última década, se han acentuado las detenciones ejecutadas por ICE. En el 2002, las aprehensiones en el interior representaron el 10% de todas las detenciones llevadas a cabo por el Departamento de Seguridad Nacional, pero, para el 2011, esta cifra llegó a alcanzar casi el 50%. Tal como nos revela la figura 4, hubo un alza notable en el número de aprehensiones en el 2008. Este acrecentamiento, de 83.969 en el 2007 a 319.934 en el 2008, ha sido una de las consecuencias de la implementación del Programa de Comunidades Seguras (Secure Communities Program), y el consecuente auge del control migratorio en el interior del país. La figura 4 hace visible con claridad estas tendencias.
Figura 4
Detenciones del Servicio de Inmigración y de Aduanas (Immigration and Customs Enforcement, o ICE), y de la Patrulla de Aduanas y Fronteras (Customs and Border Patrol, o CBP), 2004-2013[3].
Las organizaciones que defienden los derechos de los inmigrantes han criticado el Programa de Comunidades Seguras porque este fomenta el miedo entre las comunidades migrantes. El hecho de que haya sido creado en el 2008 —durante el apogeo de la Gran Recesión— nos confirma que dicho programa representa un ejemplo claro del auge de la represión estatal en los periodos de crisis económica.
El argumento de que existe un vínculo entre la deportación masiva de hombres latinos y la crisis económica se sustenta también por medio de la siguiente evidencia: la población de hombres latinos indocumentados se concentra en el sector de la construcción, el cual se redujo grandemente durante la Gran Recesión.
Entre el 2007 y el 2009, se perdieron 1.5 millones de empleos en este sector, lo cual representó una caída de 20%, lo cual generó un excedente de hombres latinos sin trabajo (Adam 2011). Por otra parte, a partir de las leyes de 1996, y la creación del Departamento de Seguridad Nacional en el 2003, el desarrollo del sistema de control migratorio dio lugar a un alza en la capacidad estatal para aplicar las leyes de inmigración en una época en la que había mermado la entrada de inmigrantes al país. Estos factores crearon a su vez las condiciones de posibilidad para la expansión del control migratorio en el interior. Vale destacar que tanto las remociones en el interior, como las detenciones realizadas por ICE, se han estabilizado desde el 2013. Todavía es demasiado temprano para proponer conclusiones sobre estas tendencias, pero la Oficina de Estadísticas Laborales (Bureau of Labor Statistics, o BLS) también ha indicado que el desempleo ha disminuido en los últimos años.
Las ganancias corporativas
Resulta difícil verificar la idea de que la razón principal para la deportación o el encarcelamiento masivos radique en las ganancias corporativas. Sin embargo, es evidente que ciertos sectores se benefician enormemente de ambos fenómenos mediante el trabajo carcelario, las prisiones privadas y los centros de detención. Queda claro igualmente que las corporaciones han invertido millones de dólares para cabildear a favor de legislaciones que estimulen estas ganancias.
En 1979, se aprobaron una serie de leyes para reducir o eliminar las restricciones que se crearon en la era del Nuevo Trato (“New Deal”) para limitar la venta de mercancías producidas en las cárceles y el uso de la mano de obra carcelaria. Para fines del siglo XX, más de 80.000 reclusos se encontraban trabajando a cambio de un salario que oscilaba entre 25 centavos y 7 dólares por hora. Aunque estos obreros representan una pequeña porción de la fuerza laboral en su totalidad, el trabajo de los presos ciertamente tiene importantes efectos a nivel local. Por ejemplo, Lockhart Technologies clausuró su fábrica de placas de circuito en Austin, Texas al darse cuenta de que la mano de obra carcelaria resultaba más barata. Del mismo modo, un hospital en Eugene, Oregón, decidió trasladar el servicio de lencería a la lavandería de una cárcel. El uso del trabajo carcelario ha beneficiado los intereses de distintas corporaciones, e incluso ha tenido un impacto negativo en las vidas de los obreros libres (Thompson 2010).
Mientras que algunas industrias han sacado provecho del trabajo carcelario, las compañías de prisiones privadas se han beneficiado directamente de las cárceles mismas. La Corporación Correccional de América (Corrections Corporation of America, o CCA) obtuvo su primer contratación estatal en 1984. Durante la década del 1990, CCA se convirtió en una empresa considerablemente lucrativa, de modo que para fines del siglo comenzó a construir cárceles especulativas —“un exceso de espacio carcelario para presos que no existían aún” [“excess prison space for inmates who did not yet exist”] (Wood 2007: 232)— con la expectativa de que el número de presidiarios siguiera creciendo.
No obstante, al comenzar el nuevo siglo el índice de encarcalamiento se estabilizó y la compañía se vio en aprietos. El valor de las acciones de CCA se precipitó de 44 dólares, en 1998, a 18 centavos, en diciembre del 2000. Para el 2001, CCA tenía 8.500 camas desocupadas y había contraído una deuda de más de un billón de dólares (Wood 2007). Debido al recorte de fondos para las cárceles a nivel estatal, CCA decidió solicitar el apoyo del gobierno federal. Los gastos de la compañía en el cabildeo federal aumentaron de $410.000, en el 2000, a tres millones de dólares en el 2004. Al parecer, estos esfuerzos han sido fructíferos. En años recientes, el gobierno federal no solo le ha concedido varios contratos lucrativos a CCA, sino que ha incrementado la detención de inmigrantes, dejando claro que las nuevas cárceles podrían mantenerse llenas.
La reclusión de inmigrantes detenidos es otro ámbito en el que la deportación se entrelaza con el encarcelamiento masivo. En el 2009, el congreso aprobó una legislación que incluía una disposición sobre las camas de detención (“detention bed mandate”). Esta disposición requería que los centros de detención para inmigrantes llenaran 34.000 camas diariamente con personas que esperaban ser deportadas o comparecer ante una audiencia de inmigración. En el 2009, el 49% de las camas de ICE estaban localizadas en centros privados de detención para inmigrantes. Después de la implementación de la cuota de camas, esta cifra alcanzó un 62% (Carson y Díaz 2015). Mientras que las prisiones privadas constituyen solamente una pequeña fracción del sector carcelario, la mayoría de los centros de detención para inmigrantes son privados. Esto se debe en gran parte al cabildeo a favor de las instituciones privadas de encarcelamiento.
Entre el 2008 y el 2014, CCA invirtió 10 millones de dólares en el cabildeo relacionado a la detención de inmigrantes y a la reforma migratoria. Este cabildeo fue exitoso: en este periodo, las ganancias anuales de la compañía crecieron de $133 millones a $195 millones (Carson y Díaz 2015). En otras palabras, el sector de las prisiones privadas se benefició del auge del sistema carcelario. Pero cuando esta expansión decreció a fines del siglo XX, las empresas se centraron en la industria de la detención de inmigrantes, lo cual resultó ser una estrategia sumamente provechosa para compañías como CCA.
En los Estados Unidos, la mayoría de los presos que tienen ciudadanía estadounidense son eventualmente liberados, pero en el caso de los deportados sin ciudadanía, la remoción resulta ser generalmente de por vida. De este modo, se asegura que estas personas no puedan obtener asistencia pública o competir en un mercado laboral marcado por la escasez. No obstante, la vida de los deportados continúa en sus países de origen. Al no poder paralizar el desplazamiento de deportados, estos países han encontrado distintas maneras de beneficiarse de los deportados. A menudo, los deportados sirven convenientemente como chivos expiatorios para explicar la criminalidad en sus países de origen. En vez de atribuirla a los años de represión estatal, la enorme desigualdad o la pobreza del país (condiciones que son creadas frecuentemente por la propia reestructuración económica a nivel global), a los gobiernos les resulta más fácil culpar a la población de deportados, convirtiéndolos así en sujetos estigmatizados y desechables. Este fenómeno se puede presenciar en países y regiones como Jamaica, la República Dominicana y Centroamérica (Brotherton y Barrios 2011; Headley et al 2005; Coutin 2010; Gonzalez 2013).
En Jamaica y la República Dominicana, los medios de comunicación y los oficiales de gobierno atribuyen la oleada de crímenes a la población de deportados (Headley et al 2005; Brotherton and Barrios 2011). Una tendencia similar se puede observar en El Salvador y Honduras, donde la proliferación de pandillas se asocia principalmente con los deportados. En estos y otros países, los deportados se utilizan con el fin de no enfrentar una serie de problemas históricos en torno a la seguridad pública (Coutin 2010; Gonzalez 2013). Aunque no existe ninguna evidencia concreta que vincule la deportación con las oleadas de criminalidad en estos países, la población de deportados continúa siendo invalidada (Golash-Boza 2015; Headley et al 2005).
Por otra parte, en América Latina, los deportados son vistos con frecuencia como el empleado perfecto para los centros de llamada. Al haber vivido en los Estados Unidos, saben expresarse en inglés y están familiarizados con la cultura estadounidense. Estas habilidades culturales son de mucho valor para los centros de llamada porque la mayoría de sus clientes pertenecen a Estados Unidos. Adicionalmente, las oportunidades de trabajo para los deportados son limitadas. En el estado mexicano de Baja California existen alrededor de 35 centros de llamada en donde trabajan 10.000 personas—de esta cifra, los deportados representan casi la mitad (Spagat et al 2014). El sector de centros de llamadas en México se duplicó entre el 2005 y el 2010, convirtiéndose en una industria de 6 billones de dólares (Wessler 2014). En la República Dominicana también se espera que los centros de llamadas bilingües se dupliquen—en gran parte debido a la llegada de deportados que pueden comunicarse en inglés (Nearshore Industries 2012). Por una parte, es cierto que solo una minúscula fracción de los deportados termina trabajando en los centros de llamadas porque la mayoría de ellos no posee las destrezas necesarias. Pero, si tomamos en cuenta que se han realizado más de 5 millones de deportaciones desde el año 1997, esta fracción ha sido suficiente para alimentar el crecimiento de esta industria.
La proliferación de los centros de llamada, en América Latina, forma parte de una tendencia creciente: la subcontratación de parte de los sectores de manufactura y servicio en regiones donde hay mano de obra barata. Bajo el capitalismo global, las compañías viajan a través del mundo para encontrar la mano de obra más económica y fácil de explotar.
Conclusión
Para poder comprender la deportación masiva actual en los Estados Unidos, y por qué este fenómeno se ha centrado en los hombres negros y latinos, resulta necesario dialogar con dos campos de investigación que no se relacionan habitualmente: el estudio de la economía política del capitalismo global y el estudio del encarcelamiento masivo en Estados Unidos. Las investigaciones que se han realizado sobre el capitalismo global nos pueden ayudar a entender no solo el carácter mundial de la crisis actual, sino también, los modos en que esta crisis ha afectado a las poblaciones de los barrios marginados de las ciudades, especialmente a los hombres negros y latinos. Al mismo tiempo, para poder comprender el fenómeno de la deportación masiva, se requiere de un análisis de la economía política de la represión estatal desde una perspectiva de raza y género. Cuando discernimos estos asuntos a través de este diálogo disciplinario, se revelan los vínculos que los unen entre sí. De este modo, podemos obtener una explicación más abarcadora sobre el incremento sin precedentes de la deportación en los Estados Unidos.
Mediante este tipo de análisis, se hace evidente que los estudios acerca de la deportación y el encarcelamiento masivos deben considerar las tendencias económicas a nivel global, los intereses corporativos y los discursos de raza y género que intentan justificar la represión del estado. La violencia estatal se ha enfocado raramente en los sectores más poderosos de la sociedad, mientras que los políticos, los burócratas, los medios de comunicación, las corporaciones han encontrado distintas maneras de manipular el poder del estado para marginalizar aun más a las comunidades marginadas, especialmente a través de una política de miedo basada en las diferencias de raza y género. Esta política, a su vez, guarda relación con el estereotipo popular del criminal negro, el terrorista árabe y el delincuente latinoamericano. En el proceso de esclarecer estas estrategias, a los investigadores se les hará más fácil problematizar estas representaciones y las políticas públicas que las ha fundamentado.
Quiero finalizar este artículo con dos señalamientos: uno de tipo teórico y el otro de tipo empírico. Primero: para llegar a las conclusiones que se han planteado aquí he entablado una conversación con al menos tres áreas de análisis: la teoría crítica sobre la raza, la teoría feminista y la teoría de los sistemas mundiales. Este acercamiento nos conduce a un pensamiento sistémico e interseccional que trasciende los límites del estudio sobre la raza, la clase y el género como identidades vinculadas al cuerpo. Espero que este artículo anime, entonces, a los que investigan estas tres áreas a colaborar juntos y elaborar nuevos modos de integrar el análisis del racismo, el capitalismo y el patriarcado para así desarrollar una comprensión más compleja de la sociedad.
Segundo: al momento de redactar este artículo el verano del 2016, la deportación y el encarcelamiento masivos parecen haberse estabilizado. Sin embargo, la capacidad del estado para la represión no se ha cuestionado sustancialmente. El Departamento de Seguridad Nacional aún cuenta con un presupuesto de $60 billones y sigue estando a cargo de un sistema complejo de encierro. Una diferencia clave entre la detención de inmigrantes y el encarcelamiento criminal es que los mecanismos de detención fueron desarrollados en gran parte mediante recursos privados. El Departamento de Seguridad Nacional podría reducir su capacidad de detenciones diarias de 34.000 a 15.000 a través de la cancelación de todos los contratos que mantiene con las cárceles privadas, y por medio de la revocación de la disposición sobre las camas de detención. Desde luego, un promedio diario de 15.000 detenidos aun sería una cifra histórica.
En los Estados Unidos, la capacidad estatal para el encarcelamiento criminal está mucho más arraigada que el sistema de detención. A pesar de ello, todavía hay posibilidades de que se reduzca el número de presos. Por ejemplo, la población de las cárceles estatales de California —en donde la cifra de prisioneros ha llegado a duplicar la capacidad límite de las cárceles— se podría aminorar de forma sustancial mediante la eliminación del problema del hacinamiento. La posibilidad de cerrar las cárceles también es real: en el estado de Nueva York, el gobernador Andrew Cuomo ha ordenado el cierre de trece prisiones y planifica cerrar otras (Man Brian 2016). Mientras suceden estos cambios, es fundamental que los estudiosos de la raza, el género y la economía política no solo le presten atención a estas prácticas de represión estatal, sino también que exijan su desaparición.
* Este artículo fue publicado originalmente en inglés en la revista Journal of World-Systems Resarch Vol. 22 No. 2, 2016. La autora desea agradecer a Zulema Valdez, Anneeth Kaur Hundle, Ma Vang, Vilna Treitler, Mael Vizcarra, Ximena García Bustamante, Elliot Young, Jemima Pierre, y a los editores y evaluadores anómimos de Journal of World-Systems Research por sus comentarios críticos.
*Traducción al español de Gustavo Quintero Vera y Kahlil Chaar-Pérez.