Por Luis Javier Valero Flores
Carcomidas hasta los tuétanos, las instituciones encargadas de la procuración y aplicación de la justicia, subsumidas en una de las peores crisis merced a su conversión en simples ejecutoras de las órdenes del ex mandatario César Duarte, la Fiscalía General del Estado y el Tribunal Superior de Justicia, deberán ser objeto de una profunda revisión y de una aún más radical transformación, para convertirse en auténticas instituciones salvaguardas de los derechos y la seguridad pública de los chihuahuenses.
Esas debieran ser las metas de cualquier gobierno democrático, llegado bajo el influjo de una de las oleadas de irritación popular más importantes de los últimos años en todo el país. Quizá el nivel de rechazo alcanzado por el ex mandatario chihuahuense sólo sea comparable al de su compañero, el veracruzano Javier Duarte, aunque, para como nos las gastamos los chihuahuenses, sin duda, sostendremos que el del ballezano es inconmensurablemente mayor.
Lo realizado por César Duarte en estas materias no tiene perdón; no se trata solamente del hecho de mantener o cambiar funcionarios, o de comportarse de este o de otro modo, no, el problema es que lo realizado en la procuración de justicia tiene, tuvo, consecuencias irreparables, de enorme dolor para cientos, miles de chihuahuenses.
Su sexenio no sólo terminó con una cifra mayor de homicidios que el gobierno de Reyes Baeza, sino que, a pesar de las continuas informaciones emitidas a lo largo de su gobierno, en el sentido de que se habían alcanzado cifras históricas en la aplicación de justicia y disminución de los niveles de impunidad, dos aterradoras realidades echan por tierra tales aseveraciones, sostenidas tesoneramente a lo largo de esa administración: La de las desapariciones y la de los abogados asesinados.
No obstante los reportes de infinidad de organismos derechohumanistas y de la ONU, Duarte negó que el problema de los desaparecidos se le pudiera achacar a su gobierno. No obstante, todas esas agrupaciones destacaron el hecho de que la ciudad de Cuauhtémoc se convirtió en uno de los lugares que mayores cifras de este flagelo presentó en el país y que el gobierno de Duarte minimizó arguyendo que la mayor parte de las desapariciones se había presentado en la administración anterior.
Así, mientras desestimaba los reportes nacionales sobre el problema, también dejó que las bandas del crimen organizado –responsables de la mayor parte de las desapariciones– se convirtieran en el auténtico gobierno de la sierra Tarahumara, cuya entrada y principal centro económico y comercial es la ciudad de Cuauhtémoc, por lo que los asesinatos y desapariciones se convirtieron en asunto cotidiano de esta región. Una vez que salían de esta ciudad, los ciudadanos, para transitar en las noches, debían pedir permiso a los retenes instalados por las bandas criminales ¿Alguien, medianamente racional, en ese entorno podía pensar en una adecuada procuración de justicia, en una correcta investigación de los reportes doloridos, desesperados de los familiares de cientos de desaparecidos?
Por ello, la firma del convenio suscrito por el gobierno de Corral con el equipo de antropólogas argentinas, para efectuar la identificación de los cadáveres bajo custodia de la Fiscalía General del Estado (FGE) abre una enorme veta de esperanzas de que inicie, por fin, por lo menos, el proceso de la localización –ojalá que con vida- de los cientos de desaparecidos y la identificación de otros con el fin de terminar con la terrible incertidumbre -que genera más dolor- de los familiares de los desaparecidos y puedan iniciarse las investigaciones que -ojalá- lleven al hallazgo de los responsables de tan salvajes crímenes.
Cosa semejante deberá realizarse en otro aspecto de la incuria con el que fuimos gobernados los chihuahuenses los últimos seis años, el de los asesinatos de abogados.
De acuerdo con Óscar Castrejón, presidente del Consejo Estatal de Colegios de Abogados, han caído 73 abogados, 30 de ellos en el sexenio de César Duarte. Del total de los abogados victimados, 28 eran juarenses. Ninguno de esos crímenes se ha esclarecido.
Castrejón exigió a lo largo del sexenio ser recibido por el gobernador Duarte, o en su defecto por el fiscal Jorge González Nicolás. Duarte recibió hasta recomendaciones de la CNDH para que lo hiciera y sólo hasta las postrimerías de noviembre del 2015 el dirigente de los abogados fue recibido por el fiscal al cual exigió el esclarecimiento de los asesinatos de los abogados: “Son más de 70 los asesinatos de abogados no esclarecidos, nosotros estamos pidiendo que se cree una fiscalía y que se realicen mesas de trabajo para ver si hay avance y sobre todo que nos digan cuál es la razón por la que ningún caso está resuelto”, le diría en esa ocasión Castrejón Rivas.
Nada se hizo. Así están las cosas aún hoy día. El miércoles, en el curso de una entrevista radiofónica (Aserto Radio, 12/XII/16) refrendaría la petición al gobernador Corral, para ello, diría, “no se necesitan más recursos económicos, sino voluntad política”, pero, al igual que Norma Ledezma y Jaime García Chávez, deploró la permanencia de algunos de los funcionarios de la fiscalía de la anterior administración.
Y es que son muchos los aspectos que se convierten en auténticos problemas, derivados de esa permanencia.
Por ejemplo, dilucidar quiénes eran los responsables de mantener la “discreta”, así lo dijeron, custodia que la FGE mantenía sobre la activista Marisela Escobedo el día de su asesinato.
Este caso es la vívida evidencia de la truculencia de la procuración de justicia de ese sexenio y de la plena subordinación del TSJ al gobernador Duarte. No sólo las autoridades violaron la ley, del gobernador hacia abajo, sino que, por lo menos, esa debiera ser una de las líneas de las investigaciones, se actuó de esa manera para evitar que se destapara la posible connivencia de autoridades –sobre todo del área policial y de seguridad pública de aquel entonces– con las bandas del crimen organizado.
El caso fue presentado como resuelto por la autoridad, basada en que había un “asesino confeso”, Sergio Barraza, ex pareja sentimental de Rubí Frayre. La Fiscalía siempre adujo que había una confesión de Barraza, realizada a dos policías municipales –los que no se presentaron al juicio oral– y en una supuesta confesión a su propio padre –que tampoco compareció al juicio–. A esos hechos súmense el de que nunca hubo continuidad del Ministerio Público pues del caso se hicieron cargo 6 agentes en distintos momentos. Ante la evidente falta de evidencias, los jueces determinaron la inocencia de Barraza.
Desatada la opinión pública, y la de la familia de Rubí en contra de Sergio Barraza, se pretendió encarcelarlo nuevamente. Para ello echaron mano de un Tribunal de Casación, el que, en ausencia, lo juzgó y encontró culpable.
Ese tribunal hizo cosas increíbles. Una de ellas, por ejemplo: Como no se pudo determinar la causa de muerte debido a que, sostuvo, los restos del cráneo encontrado no eran útiles para ello debido a que, dijeron, al ser sometido a una incineración, ¡había estallado!
Por ello no pudieron determinar la causa de muerte, lo que tenía, evidentemente, una importancia capital para comprobar si, como sostenían unos testigos, Barraza le había disparado, o si la supuesta confesión concordaba con lo hallado por los peritos forenses.
En el nuevo sistema de justicia penal se echó abajo ese monumento a la impunidad y a la tortura que era la confesión del acusado. Los boletines de las procuradurías o las fiscalías del pasado decían: Se detuvo al “asesino confeso”.
Esa era la fuente para la fabricación de infinidad de chivos expiatorios. Ahora la confesión no es la prueba “reina” de los juicios, la autoridad debe demostrar que el acusado es el culpable.
Sergio Barraza nunca confesó el crimen. Hubo reportes policiacos que dijeron que había confesado, nunca se comprobó esa confesión. Barraza, en el juicio oral dijo a la familia que si en algo les había ofendido les pedía perdón, pero nunca confesó haber asesinado a Rubí.
Al paso de los años prácticamente todos los acusados de haber participado en el asesinato o testigos claves han desaparecido o muerto en situaciones verdaderamente sospechosas y prácticamente toda la familia de Marisela debió huir. En su momento la Fiscalía presentó a dos presuntos asesinos materiales. A cada uno, sin empacho, lo acusaron y presentaron sendas evidencias y declaraciones de supuestos cómplices.
Ni pestañearon cuando, meses después de haber presentado al primer acusado, lo hicieron con el último, José Enrique Zavala, El “Wicked”, que murió asesinado en circunstancias absolutamente extrañas en el penal de Chihuahua.
Seis años después del asesinato de Marisela y el de su hija, permanecen sin esclarecerse y, como lo recordaron los representantes de varias de las organizaciones derechohumanistas, en el acto conmemorativo realizado el viernes pasado, algunos de los funcionarios de la Fiscalía, responsables de las investigaciones aún permanecen en esa dependencia.
Eso debe cambiar.
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