Los indígenas que se volvieron narcos

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Antes en la Sierra de Chihuahua se sembraba maíz, pero ahora se siembra marihuana; hace años se corría por deporte, ahora para cruzar droga hacia EE.UU. Los narcotraficantes contratan a los jóvenes tarahumaras para que crucen la droga hacia tierra estadounidense, mientras que a los tepehuanes los han convertido en sus sicarios. Del otro lado de la frontera, los indios americanos son los encargados de guardar la droga.

Por Luis Chaparro / Lado B/ Fotos: Francisco Servín

(2 de marzo, 2014).- Sobre la tierra rojiza que recorre los estados fronterizos entre México y EE.UU. existen poblados que han intentado conservar sus costumbres a través de cientos de años. Pero de un tiempo para acá las cosas han cambiado: el negocio de las drogas ha manchado todo.

La comunidad tarahumara (“el de los pies ligeros”, en su idioma natal) ha visto decenas de capos formarse en sus tierras. Siempre son el mismo hombre: un joven codicioso con ganas de superarse, de dejar el campo atrás y convertirse en “empresario”.

Quienes lo logran siempre regresan a ofrecer algo a la comunidad. Llevan dinero y ciertos lujos a sus familias y vecinos, sólo por los viejos tiempos. Pero sólo Joaquín Guzmán Loera, El Chapo —líder del Cártel de Sinaloa—, regresó de una manera tan agridulce: a ofrecer trabajo, pero también muerte y esclavitud.

Desde Ciudad Juárez —en la frontera entre México y EE.UU.— hasta Creel —el primer poblado tarahumara en el sur de Chihuahua— hay un viaje de poco más de seis horas en auto, entre curvas sinuosas y paisajes llenos de breves asentamientos y sembradíos interminables.

Después de que las grandes ciudades devoraran sus tierras, y el olvido de los apoyos a la agricultura por parte de los gobiernos, era sólo cuestión de tiempo para que un hombre los explotara sin que ellos tuvieran opción. Desde que comenzó la guerra de los cárteles por apoderarse de territorios clave para la siembra y la distribución de narcóticos, es la droga la que da de comer a una gran parte de estos indígenas.

Apenas en la entrada de Creel, de camino a la plaza principal, frente a una iglesia y al lado de un hostal para extranjeros, encuentro a Bernardino, un joven tarahumara que accede a platicar conmigo. A pesar de no estar ataviado con sus ropas tradicionales, el rostro recio delata su origen: los ojos rasgados y profundos, una nariz ancha y los labios secos, apretados hacia dentro. Lo saludo y atina a decirme “buenas tardes” en un español golpeado.

Mientras el sol cae tras las montañas verdes en las que termina la única avenida, Bernardino me cuenta que tiene 17 años y que su abuela vive unos kilómetros arriba sobre la montaña. Me dice que hasta donde él sabe, ella siembra maíz y no marihuana. Le pregunto que dónde están los que siembran marihuana y su respuesta salta hasta los dueños de la droga.

—Aquí andan las trocas de narcos. Luego luego se ven. Andan ofreciendo jale a puros chavos.

—¿Qué tipo de jale? —pregunto.

—De burrero.

Los burreros o costaleros son la fuerza bruta del “tráfico hormiga” de droga hacia EE.UU. Son personas que cargan costales o mochilas llenas de marihuana o cocaína por todo el desierto hasta algún lugar en el vecino país. Se les llama burreros porque cargan los costales sobre el lomo, como burros.

 

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Bernardino “bajó” de la Sierra al poblado de Creel hace apenas unas semanas, para encontrar a alguien que lo lleve a Ciudad Juárez a trabajar en la construcción. En la frontera, adolescentes como él son como carne fresca para los cárteles, porque son recién llegados y están en busca de cualquier empleo con el que puedan mantener a sus familias.

Mientras hablamos la noche cae sobre Creel. Se escucha música ranchera y narcocorridos que salen por las ventanas de los automóviles que dan vueltas una y otra vez sobre la avenida principal. Antes de despedirnos le hago una última pregunta: “Si yo te ofreciera lo que ellos, ¿le entras de burrero?”. Su respuesta es categórica: “No. Yo no le he entrado porque, si te equivocas, te matan”.

A los que nacimos en la ciudad, los tarahumaras nos dicen chibochis. Quiere decir “hombre blanco” o “mestizo”, con una connotación despectiva, dado que ellos son los dueños originales de estas tierras. Ellos saben que han estado aquí mucho antes que los chibochis, es por eso que entrevistar a un tarahumara es complicado. Hablan poco y se siente el recelo.

Luego de pasar un par de días con Bernardino, me presenta a un grupo de jóvenes. Dice que son sus amigos “de aquí del pueblo”. Ellos me cuentan que en unos días irán a Ciudad Juárez por tercera vez, y que llevarán unas mochilas con marihuana hasta una ciudad en la frontera de Chihuahua y Nuevo México.

Entre los campos de siembra, ubicados en los alrededores de Creel, es difícil avistar algo más que matas de maíz o frijol, pero basta con adentrarse al fondo de la Sierra para que las largas plantas de cinco hojas comiencen a asomar. Para ingresar a los campos es imposible llevar cámaras o cualquier cosa que levante sospechas de un trabajo de investigación.

Los amigos de Bernardino me dan las direcciones de un campo donde se siembra marihuana, al cual voy. El sembradío que está al final de un largo camino de tierra es de unas 50 hectáreas y en medio hay un hombre trabajando la tierra. Me acerco cauteloso y, luego de ganarme su confianza, me dice a cuenta gotas que su familia ha cultivado marihuana en esa tierra desde hace tres generaciones.

Cuenta que en aquel entonces ellos eran los únicos, pero que ahora “está todo lleno”. Me dice que le pagan 500 pesos por trabajar la tierra y recoger la hierba, pero que los narcos han hecho algo que el gobierno no les ofreció: instalar un pequeño sistema de riego para combatir la sequía.

“El narco hasta nos ayudó más que el gobierno”, dice escondiendo una risilla tímida.

Desde hace décadas, los chibochis les han quitado el 90 por ciento de sus tierras para obras públicas, carreteras o “ranchos de la Coca-Cola y otras empresas (multinacionales)”, explica el hombre.

Lo poco que dejaron quedó a merced del clima y en los últimos cuatro años los efectos del calentamiento global lo han destruido prácticamente todo: cuando no es la sequía, es una inundación. Y en ese contexto, el narco ha llegado como una amenaza pero también como un amargo alivio.

Antes de salir de esos campos, una mujer de la misma comunidad me recomienda hablar con un trabajador social que vive en la Sierra de Chihuahua desde hace 20 años.

Randall Gingrich es un estadounidense que decidió estar cerca de los tarahumaras, con la convicción de poder rescatar lo poco que queda de su tradición y de sus tierras. Afirma que el narco se ha vuelto omnipresente en la Sierra y que el uso de tarahumaras por los cárteles se puede ver sin indagar demasiado: “La situación ha empeorado mucho en los últimos 20 años. He visto cómo los mafiosos han cambiado la manera de actuar con los tarahumaras. Ahora ellos son omnipresentes”.

El cambio de actitud al que Gingrich se refiere es que anteriormente el narco se limitaba a comprar sus terrenos para la siembra a un precio casi simbólico, pero no buscaba involucrar directamente a los indígenas. Explica por qué aún existen jóvenes como Bernardino que no se han atrevido a cruzar de burreros: “Si te emborrachas te matan, si te equivocas te matan, si huyes te matan, si pierdes la mercancía te matan. Y a veces ni siquiera te pagan”. Dice que a él, en más de una ocasión, los narcos le han disparado “por deporte”.

Afirma que ha visto cómo los indígenas se han adaptado a casi cualquier situación, pero que el narco se ha hecho de la misma habilidad: “A veces los tarahumaras se refugian en cañones o barrancas, pero ésos son los lugares favoritos de escondite de los narcos”.

Los indígenas nativos de la Sierra de Chihuahua tienen todo en contra: luego de sobrevivir a la hambruna, las amenazas del narco y cruzar una frontera cargados de drogas, la mayoría termina en manos de las autoridades estadounidenses, quienes los condenan a pasar hasta 30 años en una prisión federal.

Ken del Valle, un abogado particular en El Paso, Texas, ha atendido a docenas de tarahumaras arrestados por tráfico de drogas a través de la frontera en los últimos cuatro años.

Desde su oficina, un edificio en el centro de la ciudad marcado por la leyenda “Se habla español”, Del Valle cuenta que pueden haber sido, “fácil”, 50 jóvenes tarahumaras acusados de ese delito desde 2008. Pero considera que la cifra podría ser mayor, teniendo en cuenta que a otros abogados particulares también les son asignados casos en los que se ven involucrados los nativos, quienes no pueden pagarle más a un abogado.

Del Valle dice que el negocio comienza reclutando jóvenes en ciudades como Parral, Cuauhtémoc, Creel o Juárez.

“Cuando los jóvenes se van a las ciudades o a los pueblos a buscar trabajo, ahí los reclutan. Andan (los supuestos narcotraficantes) en una camioneta preguntando quién quiere entrarle a la burreada, para que crucen con una mochila cargada de marihuana”, dice Del Valle, a partir de las entrevistas con sus clientes.

“Luego los llevan con un guía, los acercan a donde está la droga y los dejan en la frontera. Los mandan en grupos de siete o diez chavos, cada uno con unos diez kilos y les ofrecen mil 500 dólares si la arman”, agrega. “Caminan de noche y descansan de día”.

El guía lleva un teléfono celular y es quien tiene todos los números de contacto para entregar la droga en EE.UU. Pero la mayoría de los tarahumaras no saben una cosa: “Si agarran a un grupo y cada uno tiene diez o veinte kilos de marihuana, es una conspiración por el total, es decir, por 100 o 200 kilos. Y todos son responsables por los 100 o 200 kilos”.

La red de El Chapo no termina con los tarahumaras. En el hermético pueblo de Guadalupe y Calvo —al sur de Chihuahua, en la frontera con Sinaloa— se asienta la etnia tepehuana. A los más jóvenes, el Cártel de Sinaloa los usa como un ejército de indígenas drogados con crack y armados con AK-47.

Tepehuan significa “gente de la montaña” y desde los años 1600 luchaban batallas sangrientas para liberarse de los españoles que buscaban apropiarse de sus tierras. Finalmente, resistieron y se aferraron a la sierra del occidente de Chihuahua.

Sobre la carretera que conduce al pequeño territorio se han instalado retenes de hombres armados. Para entrar es necesario tener algún contacto en el interior y usar el pretexto de ir a visitar a algún familiar, o de llevar despensas a los centros comunitarios.

Un hombre que aceptó ser mi guía dentro del pueblo me contó la situación: un albergue local, que funge como refugio para los indios tepehuanes que no tienen hogar, es el sitio ideal para reclutar jóvenes que se sienten desamparados, que han salido de lo más remoto del gigantesco Chihuahua en busca de lo más básico para sustentar a sus familias.

Para la gente de El Chapo, el ejército de tepehuanes es distinto a las células de sicarios: su labor no es la de un asesino a sueldo, sino la de un soldado frontal casi esclavizado.

“El mismo Chapo ha estado en Guadalupe y Calvo para armar operativos. Supuestamente fue herido de bala en una pierna hace un mes mientras entrenaba a los tepehuanes”, dice.

Según sabe de primera mano, insiste, el entrenamiento que les ofrecen es profesional en campamentos tipo militar, donde son instruidos de la misma manera que lo hacen las células terroristas en Medio Oriente. Afirma que son “internados” durante seis semanas y obligados a fumar crack como parte del entrenamiento.

Cruzando la frontera entre EE.UU. y México, en el sur del estado de Arizona, se asientan unas 25 mil “personas del desierto”: los Tohono O’odham. Esta tribu, durante los últimos diez años, ha sufrido las consecuencias del reforzamiento de las leyes de migración que han separado a sus familias.

Es ahí, en una tierra milenaria e independiente, donde el Cártel de Sinaloa esconde parte de la droga mexicana que será distribuida por ese país: la ciudad de Tucson, en Arizona, tiene la mayor parte de la reserva de O’odham, un punto estratégico para el trasiego de marihuana, cocaína y metanfetamina de México a EE.UU.

 

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Un adolescente miembro de la tribu, quien me guía en Arizona, conoce bien del negocio de las drogas. Hace apenas unos meses estuvo preso y salió bajo supervisión, luego de que lo arrestaran transportando una mochila con 25 kilos de marihuana.

“Me ofrecieron dos mil dólares por sacar la droga mexicana de la reserva y llevarla hasta un lugar en el centro de Tucson”, relata bajo el cielo más limpio que haya visto nunca.

El joven, que pide sólo ser llamado Jason, cuenta que miembros del Cártel de Sinaloa se acercaron a él cuando salía de la escuela y le pidieron “un favor muy fácil”. Asustado, Jason dice que aceptó porque pensó que de verdad sería algo sencillo y con mucho dinero de por medio. Pero al cruzar uno de los retenes de la Patrulla Fronteriza instalados sobre las carreteras, de inmediato supo que lo atraparían: “Escuché los perros, los radios de comunicación y a personas hablando. Supe que había terminado todo”.

El agente Rodney Irby, de la Oficina de Investigación Migratoria y Aduanera (ICE), me dice que ésta es la más reciente estrategia de los narcotraficantes para ingresar droga a los EE.UU.: “Ganar terreno dentro de las comunidades tribales en Arizona”.

Los mexicanos hacen la labor de cruzar las mochilas —o incluso animales— cargadas de droga por el desierto y, una vez de aquel lado, buscan un lugar seguro para guardar la marihuana. Eventualmente, deben transportarla por la carretera I-10 hasta ciudades como Phoenix, Chicago y Denver. El lugar más seguro, por supuesto, es una reserva india que no queda a merced de las autoridades federales estadounidenses y donde nadie sospecharía.

La administración de la tribu Tohono O’odham se encuentra en la ciudad de Sells, Arizona, a pocos kilómetros de la frontera con Sonora. Ahí me encuentro con Verlon Jose, miembro del concilio de la comunidad.

Jose me cuenta que los miembros del cartel de El Chapo intentan ser parte de la comunidad por la sencilla razón de que cree que ahí puede guardar su droga una vez que cruza la frontera: “Quieren atraer a los miembros de la tribu porque creen que así estarán dentro de la comunidad”. Dice que las medidas que están tomando son denunciar a los narcos —”a pesar del miedo”— y expulsar a los miembros que se involucren con ellos para delinquir o de la manera que sea.

Ya entrada la noche, otro integrante de la comunidad dice que no todo está perdido en el desierto de Sonora: “Aún tenemos buen corazón y, aunque sean narcos o contratados por ellos, hay veces que los hemos ayudado porque casi siempre cruzan ya deshidratados”.

El Equipo Médico de Emergencia (EMT) de la reserva tiene contacto directo con la Patrulla Fronteriza para comunicarse y coordinar operativos, pero también ayuda a los indocumentados o traficantes que se encuentren por sus tierras. El hombre me explica que la tribu paga la mayor parte del dinero que se requiere para la seguridad fronteriza y los servicios de emergencia. “Le hemos pedido al gobierno federal que nos pague de vuelta lo que hemos invertido en estos dos rubros, pero no nos han dado nada”, se queja Verlon.

Es aquí donde se pierde el rastro de la droga y también desde donde partirá en automóviles particulares, camiones de carga e incluso avionetas hacia el resto de los EE.UU.

Seguramente una pequeña cantidad tendrá la mala suerte de terminar decomisada y abandonada en un solitario cuarto de evidencias donde, a los únicos que podrá condenar, es a quienes no les dejaron otra opción más que cargarla por el desierto.

Fuente: LadoBe.com.mxvía Revolución 3.0

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