Los estudiantes y la niebla

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Por Rolando Cordera Campos

Dejo para un momento próximo lo que buenos amigos y colegas me han cuestionado sobre la génesis de la reforma del Estado por el Estado mismo. Ahora, sólo quisiera adelantar como bien lo hizo ver mi buen amigo Diego Valadés que lo que hoy está en primerísimo lugar es la reforma del poder. De eso se trata. De eso hay que hablar; hacerlo con generosidad y apertura.

En muchos mexicanos, los estudiantes y su renovado activismo despiertan ilusiones y esperanzas de que no todo esté perdido en esta sufrida patria. Su enojo va de la mano con su arrojo, sus desplantes legítimos han llenado plazas y avenidas pidiendo integridad y honestidad al poder, así como justicia para todos.

Sus causas son diversas y es preciso tenerlo presente. No fue lo mismo el Yo soy 132 que los muchos otros jóvenes que formaron filas en la campaña electoral de 2012, pero es claro que sin aquel movimiento la campaña hubiera tenido otros derroteros.

No es lo mismo la magna movilización politécnica que la enorme expresión nacional de la juventud estudiosa exigiendo la aparición de los normalistas de Ayotzinapa y el juicio implacable, con todas las de la ley, a los culpables de asesinatos, secuestros y servicios al crimen organizado desde el poder constituido, que no dejarán de acompañar a la conciencia mexicana en décadas por venir.

Multivariada y fruto de causas diversas, no todas ellas articulables a una sola raíz, la movilización juvenil de estas semanas aciagas se uniforma en la calidad de los marchistas: todos o casi todos, instalados en la educación superior, pública y privada, pero ahora predominantemente la primera, o apenas egresados de ese sistema.

Es decir, son miembros de las cohortes demográficas que emergieran con el portentoso cambio demográfico que ocurriera en México desde los años 70 del siglo XX y que, al pasar el tiempo, configuraron el panorama social y facial, de modos y modas, del México del siglo XXI:

Informados y alambrados, individualistas a la vez que dispuestos a la acción conjunta, los estudiantes de hoy, que ya son millones, portan el privilegio de ser una minoría dentro de una mayoría, porque han sido de los pocos con acceso a las universidades y de los menos que han podido permanecer en ellas a lo largo de cuatro, cinco o más años, hasta aspirar a la graduación, el trabajo y hasta el posgrado.

Pero el privilegio no viene solo. Estos jóvenes son los que de manera más directa y dolorosa, por consciente, sufren las disonancias nacionales en materia económica y social, cuando de ser el bono demográfico que sería la base de un nuevo desarrollo, pasan a ser parte considerable del pagaré permanente de los desempleados o mal empleados, que ven cómo se acerca la hora de la madurez sin haber cursado algunas de las materias primordiales de la juventud adulta, con trabajo, profesión y expectativas realizables.

Éste es, hoy, nuestro cruce de caminos: muchos jóvenes angustiados y descontentos a la vez que imaginativos y desafiantes; muchos más estudiando y tratando de ver hacia adelante; otros, también muchos, en el tránsito a la decepción del desempleo profesional. Todos, ante el panorama de injusticia y violencia, estancamiento estabilizador y concentración inicua de ingresos y riquezas que nos caracterizan.

No se puede, no se debe, jugar con esto. No se puede exaltar la violencia ni ofrecerle a los que hoy se movilizan un horizonte de vacío político y confrontación social sin sentido ni término.

Las universidades, tecnológicos y politécnicos del país deben mantenerse, ampliarse y cambiar su organización y visión escolar tanto como sea necesario. Las aulas y auditorios deben ser la sede de una gran conversación nacional sobre el futuro, para cambiarlo desde este presente ominoso que amenaza volverse eterno.

La movilización que cuenta es y será la de las conciencias y el entendimiento; la que genera sabiduría y forja un carácter republicano y, como ocurrió con las generaciones del 68, espíritu y reclamo democrático.

Nos queda poco tiempo. Hay que comprometerse para evitar que el relato estrujante de Juan Pablo Becerra Acosta este lunes en Milenio se repita. Nunca más hay que decir frente a esto:La generación 2014 de primer año de Ayotzinapa tenía 140 alumnos y se ha quedado con 42. Ha perdido 30 por ciento de sus alumnos. Una generación diezmada, aterrorizada….

Fuente: La Jornada

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