Lluvia

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Por Fabrizio Mejía Madrid

Oh, alma mía, múdate en gotitas de agua, y cae, inencontrable para siempre, en el mar océano.

Viendo la tormenta inundar las calles, escupir en mis ventanas y hacer correr a la gente indefensa allá abajo, pienso en esas extrañas frases de Heráclito: El agua trae la muerte del alma como la tierra al agua. El alma ansía estar mojada. El alma se alza como neblina de las cosas húmedas. Son fragmentos los que nos han llegado de él, quien se supone que abjuró del trono de Éfeso para dedicarse a observar la vida. Tiene algo de meditación el sentarse a observar cómo llueve: nunca es igual, como el río que hizo famoso a Heráclito, y que es tal como él mismo se definió: Soy como no soy. Pero sus frases recuperadas mucho más allá de su sepultura, me siguen sonando a extrañas fogatas que se apagan en la lluvia: el agua mata el alma, ésta desea su propia extinción para, luego, resurgir de las cosas mojadas. La relación entre agua y sentir es clara en la imagen material del agua: fluyen las emociones y tienen más profundidad que la aparente.

Pero aquí intento pensar en la lluvia, no en el río ni en el lago, sino en esa intensidad de gotas que disuelven los paisajes, que desaparecen horizontes y formas, llevándolo todo a un mismo borrón. La lluvia es el agua escondida del cielo, como escribió Gastón Bachelard. Un poco antes de que caiga sobre nosotros, sus signos son visiones del futuro; tenemos el poder de inferirlas, aunque jamás atinamos a la intensidad ni la duración de la lluvia. El pronóstico sigue siendo difuso: lluvias aisladas. Pero, una vez que empiezan las primeras gotas, sentimos en la piel, en el cuero cabelludo, si viene escasa o será tormenta. El frío en su entorno hace suponer granizo, pero nunca estamos seguros. Hace muchos años, unos campesinos del pueblo a las faldas del volcán Popocatépetl, los de San Mateo Ozolco, me enseñaron que tenían dos palabras para designar las nubes: en femenino, llevaba en su vientre la lluvia que fecunda; en masculino –el nube, decían– llevaba la inundación, el granizo que destruye el maíz y los derrumbes de tierras. Creían poder pronosticar las lluvias de toda una temporada, a partir de cómo caían las gotas de agua de una cascada en una cueva del volcán. Cada piedra simbolizaba a un pueblo distinto: San Nicolás de los Ranchos, Santiago Xalitzintla, hasta Calpan. Se le ofrendan a la panza del volcán los frutos de la tierra, que se han cultivado con el agua que envía el cielo: capulines, maíz, frijol, calabazas.

El pronóstico no es una suposición ritual, sino una promesa que el volcán les hace. De alguna manera, por obra del fuego que provoca vapor de lluvia en su interior, sabe cuánto lloverá en el año siguiente, en la siguiente cosecha. Si un día no prometido las nubes llevan a cuestas granizo y no lluvia fértil, entonces un quiampero –que, en otras partes, es tiempero– se lanza, en medio de la tormenta, con un gorro rojo y una espada de madera a reclamarle al volcán que no haya cumplido con lo dicho, su engaño. Vocifera en medio de la lluvia en náhuatl, empapado, apuntando a la cima de la montaña su espada de madera. No importa que vivamos en ciudades, carguemos paraguas y nos cobijemos en los techos de las tiendas, seguimos siendo quiamperos a la hora de la lluvia. No atendemos la súplica de Paul McCartney: La próxima vez que veas lluvia, no te quejes. Llueve para ti y para mí. Alzo mi paraguas ya doblado por el viento y reclamo al cielo, con los zapatos empapados; no hay sensación más siniestra que los calcetines húmedos.

Pero la lluvia tiene un elemento de melancolía, quizá por su asociación con las lágrimas. El elemento triste, se ha dicho de ella y la hemos cristalizado así, como un desánimo lánguido que borra las formas del cielo y extingue los colores aquí abajo, en la tierra. Escribe Bachelard: “El agua lleva lejos, el agua pasa como los días. Pero otra ensoñación nos gana, hablándonos de la pérdida de nuestro ser en la disolución total. Cada uno de los elementos tiene su propia disolución: la tierra en polvo, el fuego, en humo. Pero el agua disuelve más completamente. Nos ayuda a morir del todo. Tal es el voto de Fausto, de Christopher Marlowe: Oh, alma mía, múdate en gotitas de agua, y cae, inencontrable para siempre, en el mar océano.

Lejos de las ventanas atrincheradas de los ataques de la lluvia tormentosa, escucho ya solamente las llantas de los autos sobre el pavimento, pulverizando las gotas de agua, resbalando sobre ellas, que nunca desaparecen bajo ellas. Los claxon de algún automovilista que protesta contra el que se le ha varado el suyo en la inundación habitual de esta avenida Insurgentes, de cuya lluvia escribí hace muchos años. El recuerdo me lleva a la melancolía, al elemento triste, a la evocación de las lágrimas, como hizo Ridley Scott en Blade Runner, y antes el hermano de Camille Claudel, el poeta Paul: La materia de todo está reunida en una sola agua, semejante a las lágrimas que siento correr en mi mejilla. Es lo que deja el agobio de ver al cielo protector disolverse en una masa de gotas que nos acometen. Nos hemos disuelto en la lógica de la lluvia que, hace ya 2 mil 500 años, mataba nuestra alma que deseaba con lujuria extinguirse para resurgir, de nuevo de lo húmedo.

Es el paisaje tras la lluvia, con las cosas de la tierra recobrando sus colores, incluso más diáfanos que antes de la tormenta. Es el cielo recobrando su calma. Y es, también, nosotros resistiendo a la disolución total y, como el quiampero con su espadín, haber sobrevivido.

Fuente: La Jornada

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