Límites de la cooperación ambiental de México, EU y Canadá

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Por Aurora GanzFrente a sus extracciones desenfrenadas y los avances del fracking, con tal de mantener y expandir el consumo de energía, la iniciativa de México, EU y Canadá de promover estrategias verdes no parece creíble.

El lunes pasado en Mérida (México) tuvo lugar la Segunda Reunión Ministerial de la Alianza de Energía y Clima de las Américas. Los ministros de Energía de las Américas se juntaron con el objetivo de promover la cooperación intrarregional en materia medioambiental.

En le marco del encuentro destacó la iniciativa de los ministros de energía de México, EU y Canadá: entre apretones de manos y sonrisas orgullosas, Pedro Joaquín Coldwell, Ernest Moniz y Greg Rickford declararon la creación de un grupo de trabajo sobre el cambio climático, diseñado para armonizar entre sí las políticas nacionales y promover estrategias verdes.

Los temas definidos como prioritarios no son nuevos. Destacan la eficiencia de las redes eléctricas, la promoción de tecnologías más limpias en el sector energético, y la voluntad de crear normas comunes para controlar las emisiones de carbono.

Es decir, un resumen de todos los asuntos que han aparecido en los discursos políticos y en las agendas gubernamentales durante por lo menos una década. Sin embargo, ¿podemos seguir creyendo que el cambio climático es una verdadera prioridad para nuestros gobiernos? ¿En qué medida este nuevo acuerdo abre las puertas a un futuro más sustentable?

Una vez más, para no arriesgarnos demasiado hacia políticas que sean realmente efectivas y asuman transformaciones reales, nuestros gobiernos se han embarcado en un acuerdo que no implica metas vinculantes.

Desde los años setenta hemos visto a nuestros políticos juntarse para hablar de la necesidad de un cambio político frente al cambio climático, pero los resultados han sido decepcionantes. Parece que las cumbres contra el cambio climático no sean nada más que terapias de grupo, donde los políticos liberan sus frustraciones y limpian sus conciencias.

Hasta hoy, ningún gobierno se ha comprometido realmente a garantizar políticas sustentables. Y este acuerdo no sale de esta tradición decepcionante. Tenemos que ser cínicos. Necesitamos una crítica constante y dura para que acuerdos irrelevantes como éste no se transformen en estrategias efectivas; no para contrastar el cambio climático, sino para apaciguar nuestras voces.

En Canadá, el actual gobierno de Harper ha promovido maniobras profundamente incompatibles con cualquier filosofía verde: desregulación para el sector de petróleo y gas, expansión de la industria de las arenas bituminosas, desarrollo de LNG y promoción del gasoducto Keystone XL.

Este último proyecto es un punto central del gobierno Harper. El gasoducto conectaría al estado de Alberta en Canadá con la costa del Golfo de México de Texas, un proyecto de 7,000 millones de dólares. En el medio de la foresta canadiense, las empresas mineras están extrayendo arenas bituminosas que se encuentran bajo el suelo, para sacar el aceite crudo pesado atrapado en una mezcla de arena y arcilla. Los riesgos liados al proceso de extracción y refinación son altísimos: el uso de energía es intensivo y las 2,000 millas del oleoducto cruzan el acuífero de agua dulce más grande de EU.

Los intentos de Harper de impulsar la economía canadiense a través de la industria de los combustibles fósiles chilla frente a las ambiciones de disminuir las emisiones. Jeff Rubin, economista y autor del libro The Carbon Bubble define la política económica de Canadá como “un paria ambiental respecto al resto del mundo”, anclado a visiones grises, más que verdes.

Por otro lado, EU oscila entre ímpetus de políticas sustentables e iniciativas a favor de la industria de los hidrocarburos. No hay que olvidar que el Congreso, es decir, el poder legislativo de EU –el segundo emisor global de carbono–, está ahora dirigido por un partido político que rechaza mayoritariamente la mera existencia del cambio climático.

Como una confirmación, hace muy pocos días, Obama declaró su apoyo a Shell en la perforación exploratoria en las aguas del Ártico, una decisión muy poco ambientalista.

Tal y como experimentamos en México, el petróleo sigue representando un negocio demasiado lucrativo para disminuir su peso en la economía del país. Aunque no hay argumentos en contra de la rentabilidad del crudo para las empresas, sí hay en contra de la renta petrolera como factor para contrastar la desigualdad social.

Nos venden la idea de que los países que tienen la suerte de tener petróleo bajo sus tierras de benefician de mayores potenciales de crecimiento económico, gracias a mayores ingresos. Pensamos que la industria petrolera es la solución para crear puestos de trabajo, financiar el alivio de la pobreza, transferir tecnología, mejorar la infraestructura y fomentar las industrias nacionales relacionadas.

Sin embargo, la experiencia de los países exportadores de petróleo ha sido diferente: estudios ilustran que las consecuencias del desarrollo impulsado por el petróleo tienden a ser negativas: crecimiento económico lento, abandono de la diversificación económica, malos resultados de bienestar social, persistencia de pobreza, desigualdad social y desempleo, consecuencias negativas para la salud y el medio ambiente, incrementos de los niveles de corrupción, y promoción de una cultura basada en la búsqueda de rentas, es decir, no en la creación de riqueza, sino en los provechos que derivan de la riqueza de alguien más.

Frente a sus extracciones desenfrenadas, a los avances del fracking, al buscar y extraer combustibles fósiles donde sea, con tal de mantener y expandir los consumos actuales de energía, la iniciativa de México, EU y Canadá no parece creíble.

Considerando también el contexto global basado en economías neoliberales y en principios capitalistas, las medidas que condenan las emisiones de carbono no pueden ser efectivas, y las actuales propuestas para reformar el mercado de carbono no van lo suficientemente lejos.

Por eso, ¿cómo podemos pensar que este nuevo triunvirato ecológico pueda ser útil, cuando, tal y como nos dice “La nueva agenda para el cambio climático” de UK, el valor de la economía mundial se basa en un portfolio de acciones que depende de 2,795 gigatoneladas de carbono provenientes de las reservas de petróleo, gas y carbón que aún no han sido quemadas? Es decir que los potenciales recursos fósiles que todavía yacen bajo tierra, representan ya la realidad económica, reflejada en los precios de las acciones, las garantías para los préstamos a las empresas y los cálculos de los presupuestos nacionales. Esas 2,795 gigatoneladas de carbono representan 27 billones de dólares.

El carbono no es el problema, sino más bien un síntoma del verdadero problema: nuestro modelo de desarrollo. Es decir, no podemos seguir viendo en la industria de los hidrocarburos el motor de nuestras políticas económicas. Tenemos que dejar de pensar que la protección de los combustibles fósiles sea la clave para nuestro bienestar, porque no es así.

Alternativas verdes implican no sólo el desarrollo de nuevas fuentes energéticas, sino un nuevo rol para el Estado, que disminuya la autonomía de las empresas, ya que ninguna empresa limitaría sus ganancias. Si queremos enfrentar realmente el cambio climático, necesitamos dar más vigor al Estado frente a las corporaciones: abandonar la lógica de las privatizaciones, de la desregulación y de los cortes en los impuestos corporativos.

Es muy improbable que la cumbre de la semana pasada represente un cambio. No necesitamos otros compromisos a los miles que ya hicimos en casi cinco décadas de lucha contra el cambio climático. Lo que necesitamos es una clase política seria, que reconozca la necesidad de cambiar nuestros modelos de crecimiento, que hasta ahora han demostrado ser incapaces de garantizarnos el bienestar, sea económico, social o ambiental. Hasta hoy, las lógicas que han movido a nuestros gobiernos han sido verdes, pero verdes como los dólares, y no como el medio ambiente.

Fuente: Forbes

 

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