La toma de Juárez

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Nota— Esta columna se publicó originalmente en el periódico El Universal, el 13 de julio de 2009.

 

Cuando el presidente Felipe Calderón declaró la guerra al crimen organizado, Chihuahua ni siquiera aparecía en los primeros sitios de la geografía delincuencial del narcotráfico. Dos años más tarde, Ciudad Juárez se ha convertido en el principal escenario de batalla del territorio nacional. Con más de 2 mil 400 ejecuciones de 2008 a la fecha, la así considerada joya de la corona luce hoy abollada a tiros y tinta en sangre.

 

La elevada tasa de ejecuciones, si bien resulta la expresión más brutal de la violencia criminal asociada al tráfico de drogas, no refleja única y exclusivamente la gravedad de lo que ocurre en Juárez. Como nunca antes, en contraste con su bien ganada fama de principal receptora de migrantes en la frontera, esta urbe atestigua el éxodo obligado de miles de juarenses que huyen en estampida hacia el otro lado del río Bravo. Otros desandan el camino hacia el sur.

 

Los cálculos más pesimistas hablan de que durante el último año quizá unas 100 mil personas han abandonado este que hasta ahora significó una suerte de refugio en el desierto. Escapan para ponerse a salvo. Los que disponen de recursos y papeles marchan hacia el norte, en efecto, como lo demuestra el intempestivo auge del mercado inmobiliario de El Paso, Texas. Pero aquellos que carecen de esos asideros simplemente se regresan a su tierra de origen.

 

Lo más notorio de este clima de zozobra y temor generalizados es el pronunciado declive en el terreno de los negocios: merced a la escalada de secuestros, extorsiones y amenazas derivadas de la venta de protección, la vida económica también resiente los estragos de la violencia; cierres masivos de establecimientos, la vida nocturna virtualmente aniquilada, la industria maquiladora bajo asedio configuran el retrato del miedo social. Para completar el cuadro, se han perdido más de 100 mil empleos. Sin exageración, puede decirse que en Juárez nadie está a salvo.

 

A más de la embestida criminal que ha impuesto récords también en asaltos bancarios, robos de vehículos y atracos al comercio, la recesión económica que baja del norte coloca a esta frontera en una virtual zona de abandono y caos. Si en algún lugar del mapa nacional puede hablarse de lo que los teóricos caracterizan como “Estado fallido” es precisamente en Ciudad Juárez: no hay nivel de gobierno capaz de garantizar la seguridad pública y restaurar la convivencia social. Todo está fuera de control…

 

A golpe de metrallas y sirenas que resuenan a cualquier hora del día, el temor colectivo parece haberse convertido en un estilo de vida. De boca en boca corren las historias de la demencial cotidianidad: un ejecutado acá, un secuestrado allá, un negocio quemado acullá… Es ya permanente la estela delincuencial que atestiguan los juarenses en carne propia, sin necesidad de crónicas policiales o reportes amarillistas de los medios electrónicos que nutran el morbo colectivo.

 

Ciertamente, 2008 fue el año que vivimos en peligro colocando a Juárez como la ciudad más violenta del país y, si se quiere, del mundo, apenas por debajo de Bagdad, que padece los estragos de una guerra legitimada por las mentiras del imperio. Acá, según el discurso oficial igualmente tramposo, todo se atribuye a una bestial disputa por la plaza entre los cárteles de la droga liderados por Vicente Carrillo Fuentes y Joaquín El Chapo Guzmán Loera, sin árbitro de por medio.

 

Se supone que bajo la denominación regional de La Línea, el histórico cártel de Juárez, que dejó de ser controlado por juarenses desde el asesinato en Cancún de Rafael Aguilar Guajardo a principios de los 90, resiste los agresivos embates del cártel de Sinaloa que proclama sus nuevos derechos sobre la plaza, en una dramática batalla que tiene por escenario el territorio estatal y ha rebasado a las instituciones, con crímenes inusuales emparentados con la películas de horror, como los descabezados.

 

En las postrimerías del sexenio de Vicente Fox, se produjo un clamor en las altas esferas económicas de la entidad para implantar en el territorio estatal el programa México Seguro que por esas horas se promocionaba en Tamaulipas, Baja California y otros estados como respuesta del régimen al crimen organizado. Ahora se sabe que el plan del folclórico presidente era meramente para consumo mediático, ya que durante su gestión de desmantelaron los servicios de inteligencia federales y, fiel a la receta economicista, se decidió dejar hacer, dejar pasar.

 

Habrá que recordar, empero, que el gobierno de Fox rechazó traer a lo que se dio en llamar las fuerzas federales de apoyo, mayormente conformadas por agentes de la Policía Federal y militares, bajo el argumento de que aquí no se habían alcanzado los niveles de violencia presentes en otras latitudes del país. Para decirlo en términos lisos y llanos, Chihuahua no registraba el número de muertos requerido. Es decir, la cuota de sangre era demasiado baja para tomarse la molestia de movilizar al aparato represor del Estado mexicano.

 

Pero lo que finalmente trajo consigo el Operativo Conjunto Chihuahua, puesto en marcha desde finales de marzo del año pasado, no fue sino una tensa cadena de modalidades delictivas que no estaban presentes en el desierto bronco del norte mexicano: extorsiones a pasto, secuestros pecuniarios, asaltos a bancos y el pago obligado por protección a todo género de negocios. Yonqueros, vendedores de autos, dueños de antros, médicos y ejecutivos de la industria maquiladora se convirtieron sucesivamente en blanco de bandas criminales.

 

Resulta harto sospechoso que el arribo de los militares fue acompañado de una peste de delincuentes cuyas operaciones no han hecho sino exhibir la incapacidad del Estado mexicano para garantizar la seguridad pública. Hasta los centros escolares fueron objeto de extorsiones en una incontenible racha de amenazas y crímenes. Vale insistir: en Ciudad Juárez nadie está a salvo.

 

Tan sólo en lo que va del año se han registrado casi 900 ejecuciones, 40% por encima del año anterior en el mismo lapso. Bastó un año para que la confianza en el Ejército se desplomara de un apoyo de 90% a su presencia en las calles a menos de 40% de respaldo, según las encuestas. La pregunta más recurrente es de qué ha servido la intervención militar. Y peor aún: si el Ejército ha fracasado, qué otra alternativa queda a los juarenses.

 

Mientras tanto, desde Los Pinos se sigue insistiendo en que los índices de ejecuciones bajaron en Ciudad Juárez. Lástima que no sea cierto: a diferencia de los políticos en campaña, los fríos números no mienten.

 

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