Por John M. Ackerman
El “neoliberalismo” jamás fue un proyecto estrictamente económico. No implicó solamente la privatización de los recursos naturales y las empresas públicas o el desmantelamiento del Estado de bienestar, sino que también constituyó un intento de transformación de las coordenadas políticas, culturales, ideológicas y sociales de toda la nación. Durante los últimos 30 años hemos sufrido un embate sistemático en casi todos los ámbitos de la vida pública y privada, una verdadera “Revolución Cultural” al estilo de Mao Tse Tung, que buscó borrar de un plumazo el gran legado de luchas populares, transformaciones históricas e ideologías progresistas que han marcado la historia de México.
Quienes se adscriben a la “utopía” neoliberal sueñan con un México individualista, consumista y “competitivo”, donde las riquezas sigan acumulándose en pocas manos y el interés público se subordine totalmente a la ambición privada. Estas voces repudian el legado de la Revolución Mexicana y les da horror el estilo de liderazgo digno y popular de Andrés Manuel López Obrador. La vieja élite neoliberal se niega a aceptar que “su” país sea gobernado por alguien externo a su círculo de poder y de complicidades, y se lanza con furia contra las mismas instituciones del Estado mexicano que antes supuestamente la defendían y protegían de la multitud.
Un asunto curioso es que los neoliberales pocas veces se definen abiertamente como una fuerza “reaccionaria” o “conservadora”, sino que se esconden atrás de la bandera del “liberalismo” para dar la impresión de que su enfoque sería en realidad progresista. Efectivamente, algunas corrientes “liberales” del siglo XIX estaban a favor del progreso y la justicia social para todos. Sobre todo en México, las luchas liberales en contra del poder eclesiástico y la ocupación extranjera tenían un espíritu humanista y universal que las distinguían de otras corrientes del liberalismo europeo más estrictamente burguesas, mercantilistas y coloniales.
Por ejemplo, México fue quizás el único país en el mundo cuyo “Partido Liberal” de finales del siglo XIX era en realidad una agrupación anarco-sindicalista, dirigida por los hermanos Flores Magón. Con el paso del tiempo, este liberalismo radical y transformador se volvió francamente revolucionario; logró derrocar la dictadura de Porfirio Díaz, así como generar la primera Constitución auténticamente social, e incluso “socialista” en algunos apartados, en el mundo entero.
Pero cuando los neoliberales de hoy utilizan la etiqueta de “liberalismo”, no se inspiran en Ricardo Flores Magón o siquiera en Francisco I. Madero, sino en Porfirio Díaz y Venustiano Carranza. Su “liberalismo de derecha” (véase: https://www.proceso.com.mx/409575/409575-liberalismo-izquierda-y-derecha) no es una ideología de lucha o de transformación, sino de privilegio, de control social y de malinchismo fundada en un profundo desprecio al pueblo en general, y en particular a los pueblos morenos del sur.
Afortunadamente, este “(neo)liberalismo” supuestamente “modernizante”, que en realidad nos trajo de regreso a las lógicas más autoritarias y retrógradas del Porfirismo del siglo XIX, fue derrotado de manera contundente en las urnas el pasado 1 de julio. Ni las carretadas de dinero “invertidas” por la mafia del poder pudieron frenar la enorme ola de indignación y esperanza democráticas que atiborró las urnas aquel domingo de 2018.
“Recuerden. Tenemos presupuesto ilimitado,” gritó el coordinador de los trolls anti-AMLO a los jóvenes operadores de la campaña sucia en contra del candidato presidencial de Morena, de acuerdo con el reportaje recientemente publicado en el sitio digital de noticias Eje Central (véase: https://bit.ly/2u4LoF9). Este esquema habría sido financiado por empresarios como Agustín Coppel, Germán Larrea y Alejandro Ramírez.
Hoy los presupuestos de los oligarcas siguen ilimitados y es cada vez más patente la infiltración de las redes sociales por intereses oscuros. Sin embargo, nadie puede negar que el escenario para hacer y ejercer la política ha sido totalmente transformado a partir del 1 de diciembre de 2018. Específicamente, hoy renace la posibilidad de recuperar, actualizar y llevar a la acción el poderoso legado del liberalismo mexicano de izquierda todavía plasmado en nuestra Carta Magna, incluyendo el derecho a la tierra, el trabajo, la educación, la salud, la alimentación y la cultura, así como a elecciones auténticamente libres y democráticas.
Algunos analistas insisten en minimizar los logros del nuevo gobierno señalando que López Obrador supuestamente habría avanzado solamente en el terreno “simbólico” durante sus primeros 100 días. Dicen que más allá de las escenas “chuscas” del presidente viajando en vuelos comerciales o “populistas” con la venta de las camionetas de lujo del gobierno federal, en realidad todo sigue igual o peor que antes.
Más allá de la ceguera selectiva de estos puntos de vista, al ignorar los numerosos logros muy concretos del nuevo gobierno en materia de combate a la corrupción, programas sociales, libertades democráticas y política exterior, por ejemplo, también vale la pena recordar las sabias palabras de don Jesús Reyes Heroles de que en la política “la forma es fondo”. Al transformar totalmente las coordenadas del debate público, el actual ocupante de Palacio Nacional está sentando las bases para una profunda revolución de las conciencias y, por lo tanto, también de la nación.
La nueva utopía pos-(neo)liberal privilegia la colaboración en lugar de la competencia, el desarrollo en lugar del consumismo, el bienestar en lugar de la acumulación, la participación en lugar de la represión, y la libertad en lugar de la censura. Se ha caído de golpe la vieja cortina de hierro del (neo)liberalismo autoritario. Ahora nos toca a cada quien poner nuestro granito de arena para hacer realidad el sueño de lograr la utopía de alcanzar la justicia social en la tierra.
www.johnackerman.mx
Fuente: Proceso