La mentira del bullying y el mobbing

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Por Lydia Cacho

Cuando tenía 11 años, a principios de los años setenta, aprendí a defenderme a golpes. Unos cuantos golpes de karate ensayados en algunas clases gratuitas a las que mi madre me inscribió de mala gana, ayudaron mucho. Era una niña flacucha, rebelde, con un cabello de afro que se ganaba las burlas de los chicos.

Además, comencé a ejercer un incipiente feminismo nacido de una indignación vital que me hizo intuir que lo que nos sucedía a las niñas no debía ser normal. No me parecían aceptables los manoseos en la calle, ni las frases soeces y violentas cargadas de amenazas de toqueteos y violencias sexuales, ni la manera en que los púberes se expresaban de las niñas que ya desarrollaban pechos o nalgas, ni los profesores que miraban con lascivia a las más bonitas.

Esas experiencias nos dejaban un sabor amargo a mis amigas y a mi, pero no todas nos rebelábamos. Algunas entraban en el juego, parecía menos peligroso no confrontar al agresor en la escuela. Sonreír ante un insulto o una nalgada, ante los niños que tirados en la escalera, con espejo en mano, buscaban los calzones de las chicas que debíamos llevar falda ese día; huir cuando en voz alta comparaban las piernas, el tipo de ropa interior o acaso la noticia a toda voz de que alguna de nosotras ya tenía vello púbico. Algunas nos rebelábamos contra esas violencias expresamente sexistas, otras hacían amistad con los agresores para evitar mayor maltrato.

Ellas era parte de la normalización de la violencia de niños contra niñas. Y cómo culparlas, si asumían que así era la vida y era mejor sumarse que sumirse.

Pero no éramos las únicas. Pude descubrir que la dinámica de la violencia era peor cuando los hombres la ejercían contra los hombres. Fue sólo hasta que decidí liarme a golpes contra unos patanes de sexto de primaria que tenían asolado a mi hermano pequeño (un niño dulce, estudioso e incapaz de ejercer violencia), que comprendí cómo funcionan las estructuras de poder en la construcción de la masculinidad.

Violencia psicológica, humillaciones constantes, golpes en los genitales o lastimaduras severas resultantes de jalar la ropa interior del niño al que otros detienen para que los más “hombrecitos” lo lastimen. A prueba, los niños estaban –y están– todo el tiempo en la necesidad de demostrar que en realidad se están convirtiendo en hombrecitos. Que no eran maricas, puñales, putos, viejas. Demostrar que se es hombre pasa por demostrar que no se es mujer. Y como los códigos culturales nos dicen (vea usted la televisión, el cine, la literatura clásica y contemporánea), que los mas hombrecitos son hipersexuados, confiados en sí mismos, deportistas, ligadores y seductores, y para cumplir ese paradigma tienen que practicar, por eso las niñas estábamos allí como conejillas de laboratorio, experimentando de todo, para ver qué sí funcionaba y qué no. Practicaban hasta dónde podían llegar, si podían robarse besos a la fuerza. Los códigos dictan que más fuerte es el líder que a más humilla, la infancia es también un laboratorio del ejercicio del poder.

Mis amigas que iban a escuelas sólo para niñas no vivieron esos infiernos; nunca faltó alguna chica violenta o las que abusaban del poder, las líderes moralinas; pero la violencia física no era tan clara y evidente como en escuelas mixtas.

En cambio, los niños en escuelas masculinas y/o militarizadas la pasaban fatal; varios incluso fueron violados, muchos de ellos guardan cicatrices de una infancia llena de miedos, de desconfianza y temor a los hombres con liderazgo y poder. Mi padre estudió en una escuela de ese tipo en los años cuarenta; la violencia de ahora, aparentemente, es menos que la de aquellos tiempos en que los adultos enarbolaban el valor de hacerse hombrecito a punta de manotazos, patadas y jalones de patillas.

Por eso me preocupa que en México se haya adoptado con tanta facilidad el anglicismo bullying. Porque hace creer que esto es un fenómeno nuevo, una violencia de niños y niñas malas, crueles y despiadados que ven demasiado cine violento, que juegan demasiados videojuegos lo cual les transforma en seres antisociales.

Hace unos días escuchaba a una experta; según ella el bullying es un fenómeno contemporáneo que revela que los niños se vuelven antisociales más fácilmente. Todos sus argumentos carecen de bases científicas y son, esencialmente, falsos y des-informadores.

En el año 2003, la SEP desarrolló una serie de manuales para abordar la violencia de género en las escuelas. Material preparado por expertas y expertos para educar al magisterio, a padres y madres y a estudiantes de primaria y secundaria. ¿Dónde está ese material?, ¿dónde, los grandes esfuerzos multidisciplinarios y la evidencia que se estaba documentando sobre la efectividad del uso adecuado de esos materiales formativos? Nadie lo puede explicar, porque lo de hoy es que se hagan libros sobre bullying, para explicarles a los niños que la violencia es mala, dolorosa, antisocial. Hay toda una corriente moralizadora antibullying que hace sentir a niños y niñas que ejercen violencias que ellos son el problema.

La adopción de anglicismos como éste (o como mobbing, que suple violencia y hostigamiento laboral), van de la mano de teorías norteamericanas que trabajan sobre las consecuencias y no sobre las causas, que elaboran discursos desde una visión muy lejana a la sociocrítica latinoamericana. Discursos que son ajenos al análisis de la construcción de las masculinidades y femineidades, es decir, ajenos a la perspectiva de género. La violencia en el ámbito escolar es un hecho histórico en México. Durante siglos el maltrato ejercido por las y los maestros contra estudiantes era respetado por padres y madres.

La violencia de niños contra niños, en el ámbito de la construcción de masculinidades debe ser abordada con una perspectiva que permita a toda la población escolar entender las muy diversas formas de ser hombre; el trabajo de integración debe partir del reconocimiento de ese fenómeno. Para evitar la violencia, en ocasiones extrema, homo y lesbofóbica en escuelas, hay que deconstruir el discurso binario de niño/niña heterosexual. Para que las niñas entiendan por qué sienten que sus derechos son violentados y a pesar de ello van asumiendo que es mejor ser sumisa o agresora que víctima indignada, hace falta trabajar los modelos de feminidad, la diversidad y su valor.

Una maestra me dijo recientemente que les dieron una plática de bullying en su escuela, que quieren promover una ley contra esta “nociva práctica moderna”. Nada más falta que algún diputado ignorante decida convertir en delito la violencia infantil, la violencia de género en la adolescencia o la violencia escolar. ¡Policías en las escuelas, nada más contraproducente!

Hace falta volver a nombrar las cosas por lo que son, entender sus orígenes, argumentarlas dentro de su propio contexto sociohistórico. Lo que nos urge en todo el país es utilizar las herramientas ya existentes para abordar estas violencias desde la perspectiva que desde hace años propone el feminismo: para desarticular una violencia necesitas conocer y entender sus orígenes y los mecanismos e instrumentos sociales e individuales que la alientan y perpetúan, sólo así puedes incidir en la transformación social. Haz de cada persona un agente de cambio de su propia vivencia. Quienes verdaderamente quieran trabajar para prevenir, sanar y erradicar estas violencias de la infancia y adolescencia, deberán dejar atrás el miedo de nombrar el machismo, el sexismo, la misoginia, la homofobia y el racismo como los elementos del andamiaje cultural de los malos tratos entre ellos y ellas.

Fuente: Sin Embargo

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