Por Javier Sicilia
La embriaguez electoral pasó y el país se enfrenta, con una horrenda resaca, a lo que el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad no dejó de anunciar: la ignominia de las elecciones con su cauda de traiciones, de corrupciones, fragmentaciones, polarizaciones, violencia, muerte e impunidad. Nadie, a no ser los corruptos, los traidores, los criminales, los imbéciles y la lógica de la violencia, ganó. La responsabilidad no sólo es de las partidocracias que se negaron a hacer, como lo pedimos en nuestras demandas del 8 de mayo de 2011, una profunda reforma política, una democratización de los medios –que el movimiento #Yo Soy 132 retomó tardíamente–, una limpieza de las filas de los partidos y una agenda de unidad nacional, sino de la ciudadanía que redujo, como querían las partidocracias, la emergencia nacional y la vida democrática a un proceso electoral que desde un principio, a causa de la guerra, la impunidad y la corrupción de las instituciones y de los partidos, estaba podrido.
Dicho pudrimiento, como lo dice Jean Robert, no está tanto en las personas –aunque no hay que desdeñarlo: Las traiciones de Calderón y de muchos funcionarios públicos y miembros de los partidos que no han dejado de usar la vida política para someterla a sus intereses y a su ceguera, nos han hecho muchísimo daño– cuanto en la reducción de la democracia a un asunto electoral que han hecho muchos ciudadanos.
Bajo el peso de la propaganda, cada ciudadano tachó su voto en cinco o 10 minutos para, en realidad, acotar su poder y entregárselo a ciertas minorías que lo ejercerán en representación de todos –Peña Nieto, por ejemplo, si se valida su ignominiosa elección, gobernará con el 30% del electorado, y no sería distinto si hubiese ganado en las boletas cualquier otro–.
Este absurdo hace que las minorías elegidas le nieguen el derecho a las minorías perdedoras a protestar, que se genere una polarización tan atroz como inútil y que la democracia se vacíe de contenido. “Las mayorías –escribía Gilles Deleuze, señalando la manera en que las democracias se han corrompido– no son nadie; las minorías son cualquiera”.
Una verdadera democracia no puede prescindir ni de la proximidad ni de la “projimidad”, como lo hacen las comunidades indígenas y los movimientos sociales apartidistas; no puede tampoco prescindir de la proporción, es decir, de tamaños apropiados para ese ejercicio de proximidad. Cuando se prescinde de ello –de lo que nosotros llamamos tejido social– y la democracia se reduce al voto y a sus consecuencias: el gobierno de los intereses de una minoría, la democracia se vuelve una ficción, una cortina de humo, una simulación en la que lo único que existe es la experiencia de lo intolerable, cuyo rostro en México son las víctimas tanto de la guerra como de las comunidades que día con día, bajo el poder de esas minorías y de sus intereses, van perdiendo su cultura, su tejido social, su capacidad autogestionaria y su fuerza para limitar el poder, sea del crimen o de los gobiernos.
Esa forma de la democracia que destruye cualquier proximidad y “projimidad” es en realidad, dice Jean Robert, una “teledemocracia”, una ilusión democrática, una democracia corrompida que ya entró en crisis en todo el mundo, que tiene el rostro de la ignominia anunciada y que lo único que genera es frustración, encono y resentimiento.
Lo que nos queda, frente a esta realidad, no es la disputa por el poder –una forma de convalidar el juego corrompido e ignominioso de la “teledemocracia”–, sino la resistencia ética que exige un ponerse aparte de todo el juego electoral. No porque se quiera, sino porque la resistencia ante lo intolerable exige mantener viva hasta donde se pueda la pureza del corazón, del pensamiento, de la palabra y de la dignidad, con la que, democráticamente hablando, se puede enfrentar y limitar el poder de la “teledemocracia” y sus abusos. “Una posición –como lo señala Jean Robert– difícil de sostener porque sólo pueden asumirla quienes han vivido en carne propia lo absolutamente intolerable”: la corrupción, la violencia, la impunidad, la muerte, la persecución, la destrucción de los tejidos sociales y de las culturas, a las que las partidocracias, el Estado y los medios de comunicación han reducido la vida del país. Eso intolerable, a lo que muchos comienzan a acostumbrarse, se llaman “las víctimas” –una palabra oriunda de los sacrificios paganos–, que continúan aumentando, a las que el poder desprecia y que se expresan como testigos absolutos del horror y de la fractura que la ignominia de las elecciones quisieron borrar.
No habrá un regreso a la política mientras no se asuma y se enfrente, de manera verdaderamente ética y democrática, es decir, con proximidad, con “projimidad”, con proporción, diálogo y sentido ciudadano, esa realidad de lo intolerable que la “democracia” de las minorías no ha dejado de extender por todo el país y a la que una gran parte de la ciudadanía sucumbió al aceptar que la solución se reducía a la ignominia electoral, a esa ignominia que sólo convalidó lo que ya estaba allí bajo un disfraz democrático.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a todos los presos de la APPO, hacerle juicio político a Ulises Ruiz, cambiar la estrategia de seguridad y resarcir a las víctimas de la guerra de Calderón.
Fuente original: Revista Proceso