La esquizofrenia

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La esquizofrenia, cuya etimología significa escisión de la mente, es una enfermedad que se caracteriza por la distorsión de la realidad, la construcción de falsas creencias y por un pensamiento poco definido o confuso. Este tipo de enfermedades de la personalidad permite también definir ciertos padecimientos sociales. En el caso de la esquizofrenia, es posible decir que bajo condiciones extremas, una sociedad puede padecerla y escindir su personalidad colectiva al grado de perder su capacidad para percibir lo real y mantener conductas claras.

Desde que en 2006 la violencia en México comenzó a recrudecerse de manera acelerada, la esquizofrenia social se ha ido instalando entre nosotros. El más reciente síntoma lo vivimos en las elecciones pasadas: mientras el gobierno continúa en su obstinación de no resolver el tema de los 43 desaparecidos de Ayotzinapa; mientras en Tetelcingo, Morelos, la sociedad civil, acompañada de forenses de diversas instituciones, exhumaba más de 100 cadáveres de dos fosas clandestinas creadas por el propio gobierno y ponía así al desnudo las profundas complicidades del Estado con el crimen organizado y las desapariciones forzadas; mientras en el Museo Memoria y Tolerancia, en la Ciudad de México, Open Society Justice Initiative (OSJI) presentaba su informe sobre la responsabilidad del Estado mexicano y de Los Zetas en crímenes de lesa humanidad; una buena parte de la sociedad salía nuevamente a votar.

Con ello demostró que padecemos una grave distorsión de la realidad: nos negamos a ver que las partidocracias están profundamente corrompidas y son responsables directas de la violencia que vivimos. Padecemos también una grave certidumbre falsa: creemos que el PAN, el iniciador –con Felipe Calderón– del crecimiento de la violencia, de las desapariciones forzadas y las fosas clandestinas de las que está plagado el país, es ahora mejor que el PRI o el PRD, que las han continuado en el país y sus regiones. Sufrimos, por lo mismo, de una grave confusión mental: padecemos lo que un Estado corrompido en su esqueleto moral nos hace, pero lejos de refundarlo, lo reafirmamos en su poder de continuar dañándonos.

Nos sucede socialmente lo mismo que a ciertos pacientes con transtornos de personalidad: preferimos la enfermedad a aceptar la evidencia de nuestra condición y la dura terapia que tenemos que aplicarnos para sanar. El sufrimiento que implica seguirla nos es tan angustiante psíquicamente que optamos por mantenernos en el conocido horror de la enfermedad que nos llevará a la muerte.

Ciertamente es difícil aceptar que el país está derruido, que el Estado y sus instituciones se han convertido en aparatos criminales, que las partidocracias sólo buscan el voto para tener el privilegio de administrar nuestro dolor y maximizar sus capitales y los de sus socios, que, como lo demuestra el informe de la OSJI, la situación en México “satisface la definición legal de crímenes de lesa humanidad establecida en el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional (suscrito por México desde enero de 2006), así como en la jurisprudencia de la CPI y de otros tribunales internacionales”. Cuesta trabajo, por lo mismo, admitir que en nuestro cuerpo social se han generalizado la tortura, la esclavitud sexual, el asesinato, la desaparición y el desplazamiento forzados y los actos inhumanos que atentan intencionalmente contra la integridad física y la salud mental de todos. A nadie le gusta reconocer lo atroz y lo aparentemente irremediables. A nadie le gusta asumir que el Estado y la sociedad son disfuncionales y que nuestro cuerpo social tiene una enfermedad tremendamente agresiva. A nadie le gusta mirar que la casa que habitamos se ha venido abajo y que hay que reconstruirla casi desde sus cimientos, porque ellos están socavados y se han convertido en fosas clandestinas donde se entierran los cuerpos mutilados de nuestros hermanos. Nadie, en el fondo, está preparado para reconocer lo inevitable.

Pero esa es la verdad de nuestro cuerpo social, de nuestra casa, de nuestra existencia hoy. Negarla, fingir que el mal no es tan grave, que se aminorará si, como lo hace el Estado, lo negamos y desacreditamos a quienes señalan la profundidad de la enfermedad, o que sanará si vamos una vez más a las urnas y cambiamos de partido en el gobierno, es no sólo consentir en habitar un estado lamentable de esquizofrenia social, sino agravar una enfermedad que terminará por destruir las partes sanas y saludables del país haciéndolo entrar en una pendiente sin retorno.

Nada ni nadie sana con la negación. Nada se reconstruye pensando en resanar lo que son grietas. Hay que asumir la enfermedad y sus terapias. Yo insisto en la de la revolución no violenta.

Ya que una buena parte del país no puede pensar de otra manera que desde la ilusión de las urnas, esa revolución tendría que hacerse mediante una coalición nacional verdaderamente independiente que tome el poder en 2018 con un programa de gobierno centrado en la aceptación clara de la enfermedad y en una sólida propuesta de justicia y paz ciudadana.

Las condiciones están dadas. El problema es cómo aceptar sin hacer trampas la enfermedad y cómo construir la coalición. Mientras tanto, el mal y su violencia continúan sus estragos.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a José Manuel Mireles, a sus autodefensas y a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, boicotear las elecciones, devolverle su programa a Carmen Aristegui.

Fuente: Proceso

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