La espada de Bolívar

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Por Fabrizio Mejía Madrid 

La espada es disidencia de izquierdas, poetas comprometidos, signo de los latinoamericanos, ofrenda de paz y derechos. Pero hay que conocer su viaje para poder empuñarla.

Tras la toma de protesta de Gustavo Petro como presidente de Colombia, leí distintas críticas a su decisión de ordenar devolver al pueblo la espada de Bolívar que su organización política, el M-19, había decidido extraer hace casi medio siglo. De los oligarcas, leí que los guerrilleros habían “robado una pieza del patrimonio nacional”, que eran terroristas, y que Petro se preparaba –desde el primer día de asunción– para perpetuarse en una dictadura. De los liberales leí que no se podía llamar a la paz y a un acuerdo nacional si se usaba como símbolo un arma. De los monárquicos, que el rey de España no tenía por qué levantarse de su silla al ver pasar una espada “que era del dictador Simón Bolívar”. Algunas feministas criticaron el carácter “fálico” de quien tiene una vicepresidenta afroamericana y que anunció un plan contra la violencia a las mujeres. Me parece que, quien ignora la historia de la espada de Bolívar, cae con facilidad en una incomprensión presentista. No es la espada. Es lo que significa hoy para los colombianos. Esta es su historia.

La idea de sacar de su letargo la espada de Bolívar en Colombia y “devolverla a la lucha” provino del ejemplo de los Tupamaros que habían expropiado la bandera del libertador de Uruguay, José Artigas. Fue un 16 de julio de 1969. En Colombia, entre el 14 y el 17 de enero de 1974, Jaime Bateman y Luis Otero Cifuentes pagan unos anuncios publicitarios en El Tiempo de Bogotá con un mensaje que parece de una medicina: “¿Parásitos… gusanos?… espere, M-19.” La última inserción pagada en el diario coincide con la extracción de la espada de la Quinta Bolívar a la hora del cierre, a las cinco de la tarde. Al tomarla, El Turco, Álvaro Fayad se sorprende de lo pequeña que es ya en su mano, en comparación a cómo la imaginaba. Antes de llevársela, deja un mensaje: “Bolívar no ha muerto. Su espada rompe las telarañas del museo y se lanza a los combates del presente. Pasa a nuestras manos. Y apunta ahora a los explotadores del pueblo”. Fue el nacimiento del M-19, una guerrilla bolivariana, anti-imperia-lista, pero no necesariamente marxista ni guevarista. Bateman y Otero habían pertenecido al Partido Comunista colombiano, pero se habían salido. De hecho ellos se decían, más bien, “comuneros”. Al tomar la espada de Bolívar y retenerla durante 17 años, sin que la policía pudiera jamás reapropiársela, el M-19 la regresó al espacio popular: primero estuvo “donde unas putas”, envuelta en una jerga; luego, estuvo guardada por el casi octogenario poeta León Grieff, en su casa del barrio de Santa Fe, en carrera 16-A, número 23-35. Grieff era un personaje del “gótico tropical”, del “vanguardismo académico”, que decía de sí mismo que su estado civil era “casado, bígamo y trigémino” y que: Porque me ven la barba y el pelo y la alta pipa / dicen que soy poeta… cuando no / porque iluso /suelo rimar –en verso de contorno difuso– /mi viaje byroniano por las vegas de Zipa. Con él estuvo la espada de Bolívar hasta 1976, año en que el poeta murió:

–¿Sufre mucho, don León?–, le pregunta una comandante de la guerrilla.

–Sufre mucho el hombre hace 2 mil años.

Después del 23 de abril de 1976, la espada pasa a ser el fondo de un sofá que se construye en torno a ella. Sobre ella se sienta a escribir otro viejo poeta, Luis Vidales: Este solar de tierra de Colombia nos duele / con un dolor de aquellos que no es grito ni grita (…) Usamos este amor para tomar fuerza en la vida, / porque no hay mayor belleza que la utilización de las cosas. / Lo usamos como se ama la aparición del día / y porque no le estamos pidiendo explicación a la aurora.

Vidales había dirigido el Partido Comunista colombiano entre 1932 y 34 pero se alejó decepcionado de su dogmatismo para apoyar con el periódico Jornada al candidato Jorge Eliécer Gaitán. Cuando el líder es asesinado aquel 9 de abril de 1948, Vidales escribe, al día siguiente: “¡Se les cayó el muerto encima! Era pesado el cadáver, y cayó como el inmenso cedro, dejando un gran boquete en la selva.” El boquete se haría más y más grande, con una violencia que duraría casi medio siglo. Vidales entra en la clandestinidad para seguir publicando pero termina por exiliarse durante 11 años en Chile, después de que un militar de apellido Huerta lo lleva vendado a una mazmorra militar para interrogarlo sobre la espada.

A inicios de 1979, recuperar la espada se convierte en una prioridad de la contrainsurgencia colombiana. Torturado, el dirigente del M-19, Cali Iván Marino Ospina, les relata el mito que el ejército cree a medias: que la fraguaron en un bloque de cemento y la tiraron al río Magdalena, es decir, al caudal que cruza todo el país de sur a norte. No es así: envaselinada, envuelta en estopa con alquitrán –para evadir el olfato de algún perro policía–, es llevada por los dirigentes del M-19, en un Renault fuera de Bogotá. Bateman, El Turco Fayad, y Carlos Toledo Plata, el “médico del pueblo”, se toman una sesión fotográfica con ella. Pero la represión que se viene contra los civiles que la han cuidado, que incluye a un político prominente en su jardín, decide a los guerrilleros a sacarla del país para esconderla en Cuba. Por eso la enigmática frase de Navarro Wolf: “Sabemos llegar a ella, pero no dónde está”. Como instrumento simbólico, y tras el desastre de la toma del Palacio de Justicia por parte del M-19, los comandantes deciden que debe estar en la patria de Bolívar, es decir, por toda América Latina. Hacen 12 copias y las reparten por todo el continente: a México llega para el obispo de Cuernavaca, Sergio Méndez Arceo; a Argentina con las Madres de la Plaza de Mayo; a Panamá con la familia de Omar Torrijos. Mario Benedetti y Eduardo Galeano no la reciben, aunque están en la lista de lo que se llamó “la Orden de la espada”, que incluía un pergamino, la idea de unos centros culturales, y una promesa que no alcanzan a ver los que creen que es un objeto “robado” o un “falo patriarcal” o símbolo de guerra.

No lo es: regresa la espada a Colombia cuando el M-19 decide deponer las armas y hacerse partido político. El último día de enero de 1991 queda resguardada en el banco de la República, por órdenes del presidente César Gaviria. La entrada del movimiento armado a la vida político-electoral se firma junto con una Constitución que incorpora los derechos sociales en ese año. Es la Constitución de la que Petro leyó el primer artículo en su toma de posesión, porque nunca se aplicó.

La espada es disidencia de izquierdas, poetas comprometidos, signo de los latinoamericanos, ofrenda de paz y derechos. Pero hay que conocer su viaje para poder empuñarla.

Fuente: La Jornada

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