México no será otra Cuba; tampoco será otra Venezuela. No habrá de construirse aquí una república socialista ni nada que se le parezca. No nos gobierna un dictador; menos, un tirano. Andrés Manuel López Obrador no se eternizará en el poder ni lo concentrará todo en sus manos.
Las y los mexicanos votamos por un cambio de régimen; es decir, por el establecimiento —después de décadas de fraudes, corrupción, autoritarismo y simulación— de una verdadera democracia.
El Presidente lo sabe, a eso nos convocó en el 2018, a eso ha de atenerse hasta que, en 2024, abandone el cargo para el que lo elegimos.
Todo lo demás son patrañas inventadas por intelectuales orgánicos, periodistas y “expertos” en mercadotecnia política y guerra sucia. Campañas diseñadas para sembrar el miedo y engañar incautos, y que hoy se han comprado como verdades inamovibles las élites de la derecha en nuestro país.
Esta ceguera ideológica de los conservadores —que convenientemente se creen sus propias mentiras—, su decisión de no negociar nada ni aceptar las reglas de la democracia, me lleva a recordar un episodio que —a mi juicio— significó un punto de inflexión en la historia de nuestro continente.
Ocurrió en noviembre de 1989. La guerrilla salvadoreña, empeñada en una ofensiva sobre la capital, abandonó las posiciones que ocupaba en los barrios populares y tomó la zona más rica de San Salvador.
Las dos torres del hotel Sheraton cayeron en sus manos; en una de ellas se hospedaban 12 marines armados hasta los dientes que se atrincheraron en el piso dos, al final del corredor. La planta baja, los pisos tres y cuatro, y la azotea quedaron en poder de los insurgentes.
Las fuerzas gubernamentales cercaron el hotel mientras efectivos de una fuerza helitransportada del ejército de EU intentaban un desembarco.
Yo llegué tarde y como, ahí donde hay muchos periodistas no hay noticia, busqué un atajo. Un fotógrafo del New York Times y yo logramos entrar a la torre donde estaban los marines.
El grito de “Para atrás o disparo”, seguido de “Somos de la embajada americana”, nos hizo retroceder al entrar al 2º piso. Luego de una conversación a gritos, los marines permitieron que, sin cámara, ni camisa y con las manos en alto, me acercara. No intentarían moverse, ni dispararían —me dijeron— si la guerrilla hacía lo mismo. Otro tanto nos aseveró el comandante rebelde. Se estableció una tregua de la que informamos al salir del hotel.
En Washington, mientras tanto, un representante del FMLN entregaba en el Departamento de Estado un fax en el que la guerrilla planteaba la urgencia de un diálogo.
“No negociamos con terroristas la liberación de rehenes”, fue la respuesta. “Ni somos terroristas ni ellos son rehenes, no queremos nada a cambio; solo que se los lleven”, replicó la guerrilla.
Los Estados Unidos terminaron por entender que, incluso con la izquierda armada, se puede hablar. La venda ideológica de los inventores del anticomunismo se vino abajo y abrió, por fin, las puertas para que, tras una negociación, llegaran la paz y la democracia.
“El miedo ciega”, dice José Saramago; miedo tenían los norteamericanos a un monstruo que ellos habían inventado. Miedo tienen los conservadores.
Un miedo anacrónico y cerval que les impide jugársela en buena lid y apostar a los votos. Miedo que les hace convertir al adversario en un enemigo al que es preciso aplastar; justo como hacen las tiranías a las que tanto dicen temer pero a las que son tan afectos.
@epigmenioibarr
Fuente: MIlenio